XVII

Es extraña la manera en la cual las emociones impactan en la percepción, pero lo cierto es que esta vez el departamento no le parece tan hermoso. No hay música suave de fondo, Paula está normalmente vestida y no quedan rastros del quimono azul, aunque el aroma a limón sigue siendo igualmente agradable. Pablo camina hacia el sillón del living, deja allí una carpeta y se sienta en el apoyabrazos. Su estado no es el mismo con el que subió al taxi hace media hora. Su mirada es otra y algo da vueltas en su cabeza sin que pueda terminar de asirlo.

—¿Te preparo un café? —invita Paula.

—Sí, por favor.

Ella va hacia la cocina, él está inquieto. Conoce bien esa sensación que lo envuelve cuando algo está por abrirse paso en su mente. Suele ocurrirle en el diván, en alguna de sus sesiones, cuando él es el paciente. Es como un rumor de cosas que se desmoronan de una manera caótica hasta que se van acomodando de un modo casi natural.

Algo similar ocurre cuando uno revisa un acertijo después de resolverlo. Todo parece tan fácil. Como si las cosas hubieran estado todo el tiempo a la vista. Recuerda el cuento de Poe.

Absorto en sus pensamientos, ni siquiera alcanza a decodificar la pregunta que Paula le hace desde la cocina. Por las dudas, responde que no. Pasea la mirada inquieta por el ambiente y repara en una foto que está en la mesa baja. La toma y la mira con detenimiento. Conoce a esa persona, la ha visto antes.

—Ésta es de tu mamá, ¿no?

Paula se asoma desde la cocina y mira la foto que él levanta en su mano.

—Sí.

—Era muy hermosa.

—Muy —es toda su respuesta.

La mujer de la fotografía es joven. El pelo oscuro y largo está mecido por el viento y un paisaje cordillerano hace las veces de fondo. No sabe por qué, pero tiene la misma sensación extraña de cuando la vio en la foto que, sin que nadie lo sepa, Camila guarda siempre en el estuche de su violín. Algo confundido vuelve a apoyarla en la mesa y su mirada se encuentra con el cuadro.

Allí está la cabaña, con su parte superior cubierta por la niebla, el pino alto y el cazador que trae la liebre de grandes ojos en la mano.

Intenta mirarlo sin enfocar la vista en nada, de un modo casi gestáltico, hasta que una imagen se le hace patente. ¿Será posible que…? Necesita comprobarlo para estar seguro.

—Paula, voy a pasar un minuto al baño.

—Andá tranquilo. Ya sabés donde está.

Sale por el pasillo pero en lugar de dirigirse al toilette va directo al play room. Allí está el otro cuadro, el que le recordó al Guernica. Nuevamente hace el ejercicio de mirarlo en su conjunto sin poner esfuerzo de atención. Y sí… allí está otra vez la misma imagen. Disimulada por el sombreado perfecto y apenas perceptible. Pero está. Y… algo más. Un nuevo dato.

Mientras camina hacia el cuarto de Paula toma la decisión mnemotécnica de titular los cuadros: el de la cabaña, el Guernica… ahora va a ver el otro, el rojo y falta uno más, el que está en la quinta de General Rodríguez, el cuadro de la lluvia. Sabe que todos pertenecen al mismo artista, aunque en realidad, ya está convencido de que para ser exacto, debería decir que pertenecen a la misma artista.

Intenta hacer todo rápido, sin embargo le parece que el tiempo se ha acelerado de pronto y que se mueve en cámara lenta.

El cuarto de Paula está ordenado, tan inmaculado como la primera vez que entró. No pierde tiempo y va directamente hacia el cuadro apoyado en la pared, el cuadro rojo. Esta vez es muy sencillo porque sabe lo que busca. Allí está. A la vista, como la carta robada. Y también, como en el caso anterior, un detalle más.

En el camino hacia el living entra al baño y, sin siquiera prender la luz, tira la cadena y se moja las manos. Su mente está ocupada en recordar el otro cuadro, el de la lluvia. Aunque, como en esos crucigramas que en un momento se hacen predecibles, no necesita buscar demasiado para encontrar la pieza que encaja y completa la figura.

Vuelve y se sienta nuevamente en el apoyabrazos del sillón y, aunque tiene la sensación de haber tardado mucho, se da cuenta de que todo ha pasado en unos pocos segundos porque Paula ni siquiera ha regresado con el café. Recién al rato la ve venir.

—Aunque me dijiste que no, por las dudas, traje azúcar. —Mientras apoya la bandeja en la mesa lo mira y comprende que algo ocurre—. ¿Pasa algo?

Asiente.

—Antes de darte el informe necesito que hablemos.

—Por supuesto. Supongo que es por el tema de los honorarios.

—No, no es por eso.

—¿Entonces? —se sienta frente a él.

—¿Sabés? Anoche tuve un sueño.

Ella sonríe.

—Me encantaría ayudarte, pero aún no estoy recibida y no quiero perder la matrícula por mala praxis antes de tenerla siquiera —bromea.

Pablo sigue como si no la hubiera escuchado.

—Había estado pensando en todo lo que pasé en estos días. El intercambio de información con Rasseri, la visita a Javier, mis encuentros con vos y las entrevistas con Camila.

Omite, por supuesto, mencionar la grabación que le dio José, el sobre de Luciana y el CD que le mandó Rasseri para no comprometerlos.

—Necesitaba ordenar tanta información. Pero vos sabés cómo es esto. A veces, lo que no encuentra un sentido a pesar del esfuerzo consciente se hace evidente a partir de la aparición del inconsciente.

—Creo que no te estoy entendiendo.

—En mi sueño aparecían algunos detalles: una oscuridad rojiza, sensación de miedo, un perro, una ventana, una llovizna, un hombre que escondía su rostro bajo un sombrero. Y sobre el final, en un solo personaje, la condensación de tres personas: tu mamá, tu hermano y vos.

Paula se acomoda en el sillón sin decir ni una palabra.

—Anoche, después de repasar toda la historia llegué a dos conclusiones. La primera es que no era seguro, pero sí probable, que tu hermano hubiera matado a su padre. Y la segunda es que tu viejo era un hijo de puta que se lo merecía. Aun así, algunos cabos sueltos no dejaban de darme vueltas en la cabeza. Pero antes de seguir… jurame que vamos a hablar con la verdad.

Ella lo mira a los ojos.

—Te lo juro.

—Bien. Poco antes de la fecha en la que tu padre desapareció tu hermano tuvo una crisis, ¿lo recordás?

—Sí.

—Desde ese momento hasta un par de meses después, Javier estuvo medicado con unas drogas de última generación, potentes y efectivas, pero peligrosas.

—¿Y con eso?

—Hoy llamé a un médico amigo, una experto en psiquiatría y le hice una pregunta.

—¿Cuál?

—Le pregunté si un paciente que venía siendo medicado de esa manera desde hacía como mínimo un mes hubiera podido matar a alguien, envolver el cuerpo, cargarlo en el baúl de un auto, manejar varios kilómetros, sacarlo del baúl, arrastrarlo hasta tirarlo en un zanjón, volver a su casa y borrar toda huella de un modo tan eficaz como para que nadie se hubiera enterado.

Se hace un tenso silencio.

—¿Y qué te contestó?

—Que matar a alguien es algo relativamente fácil y que casi cualquier persona podría hacerlo. Al parecer la vida es mucho más vulnerable de lo que parece. Pero que esa combinación de drogas genera una hipotonía muscular y una obnubilación psíquica tal que todos los demás movimientos que le describí le hubieran sido imposibles de realizar. Entonces me puse a pensar en que, aun existiendo la cada vez más dudosa posibilidad de que Javier hubiera sido el asesino, debería haber contado con un cómplice que se encargara de todo el trabajo posterior al crimen.

Toma el café de un solo trago y continúa.

—Paula, hubiera sido muy sencillo intentar derivar la investigación hacia cualquiera que tuviera que ver con los negocios oscuros que manejaba tu viejo, sin embargo vos nunca dudaste de la culpabilidad de Javier.

—Pero vos sí.

—Por supuesto. De hecho, no fue Javier el que entró en mi departamento ni el que mandó a unos gorilas a apretarme en la puerta de mi casa. —Se para y camina nerviosamente por el living—. Cuando yo empecé con mis dudas algunas personas se alteraron. ¿Quién les avisó que yo estaba moviendo el avispero? ¿Vos, Bermúdez, Rasseri, el juez, Fernando… quién, carajo? —levanta la voz mientras se le acerca.

Paula lo mira paralizada. Pablo está un poco alterado. Aun así, la mira y le suplica.

—Ayudame a entender. Vos sabés cómo es esto. El analista ata cabos, pero necesita de las asociaciones del paciente. Y en este caso, la que puede jugar el rol del paciente sos vos. —Paula aparta la mirada—. Entendeme. Yo podría darte ese papel de mierda y olvidarme de esta historia. Pero no puedo vivir pensando que José o Helena me tendieron una trampa y me enredaron en esto. Además —sonríe sin querer—, soy analista y, a pesar de los peligros, es más fuerte que yo… me apasiona la verdad.

Paula baja la mirada y siente que algo que lleva atragantado hace mucho tiempo puja por salir.

—Y bueno… si vos sos el analista y yo la paciente… ayudame a decir la verdad que no puedo poner en palabras.

Paula lo convoca a hacer lo que más sabe, pero sin embargo, duda. Su cordura hace un último esfuerzo por decirle que lo mejor es entregar el informe y dejar todo como está. Pero ya es tarde. Él acaba de decirlo: su pasión es la búsqueda de la verdad.

—¿Sabés? No es la primera vez que veo una foto de tu mamá. —Paula lo mira asombrada, pero él no va a delatar a Camila—. No importa dónde, pero ya había visto otra —dice mientras vuelve a tomar el retrato de Victoria—. Y en esa ocasión, al igual que ahora, algo me llamó la atención. Algo que no pude identificar qué era, hasta ahora.

—¿Qué cosa?

Pablo estira su mano hasta dejar la foto junto a la cara de Paula.

—Que no se parece en nada a vos.

—¿Y por qué eso te asombra tanto? No siempre las hijas se parecen a su madre.

—Porque algo había quedado en mi inconsciente. Una frase de Javier. Cuando lo visité, hablándome de ella, me dijo que era igual a vos y que si las viera juntas no sería capaz de diferenciarlas.

Silencio.

—¿Eso dijo?

—Sí.

—No entiendo.

—Yo sí. —Paula lo mira asombrado—. Creo que voy comprendiendo todo.

El día está nublado y, a pesar de la hora, un oscuro aroma a atardecer envuelve el ambiente mientras que cada detalle va tomando forma, aunque todavía de un modo desordenado, en la mente de Pablo.

—¿Cómo no me di cuenta antes?

—¿De qué?

—De hacia dónde me llevaba mi sueño.

—¿Y hacia dónde te llevaba?

—A los cuadros. Los elementos de mi sueño están en los cuadros: el color rojo, la lluvia, el perro, las transparencias, la ventana y, sobre todo, el hombre oculto. Ese detalle que, como no podía ser de otra manera, está presente en cada uno de ellos. Siempre a medio divisar, doblando una esquina, sin ojos, disimulado tras un sombreado o escondido bajo la lluvia ¿entendés? Yo soñé con los cuadros porque, inconscientemente, supe que en esos cuadros hay una verdad que descifrar.

—¿Por qué? ¿Qué tienen los cuadros? —pregunta dubitativa.

—Dos cosas. En primer lugar que no hay que analizarlos por separado sino buscar el sentido que dan en su conjunto. Vos ya cursaste Test Proyectivos, ¿no?

—Sí.

—Bueno, imaginalos como si fueran parte de una batería de test, un conjunto de dibujos a los que hay que ver en forma grupal buscando las cosas que se repiten o los datos que, aun siendo diferentes, apuntan a un mismo significado para poder hacer una interpretación.

—Convergencia y recurrencia —recuerda Paula.

—Exacto. A ver… yo te tiro los datos y vos decime qué te sugieren… En primer lugar los colores: preponderancia del marrón, el rojo y el negro. Después los rostros con ojos enfatizados, ya sea porque son grandes como en el caso de la liebre o porque están pequeños u omitidos como en el cazador. Transparencias, como en el cuadro geométrico. En todos alguna figura con signos de desvalimiento y angustia y otras desorganizadas, que no se ven por completo, como si no tuvieran todo el cuerpo, o con dos corazones, es decir, imágenes de cuerpos fragmentados.

A medida que habla, Paula agacha la cabeza. En tanto, Pablo continúa hablando con entusiasmo.

—El pino, alto como la cabaña en punta, hablan de una preponderancia fálica, es decir de un alto contenido sexual, sin embargo, la niebla que cubre la chimenea o el árbol doblado por el viento, indican que en ese aspecto hay algo que ocultar, algo que el artista no quiere asumir, pero que su inconsciente no puede dejar de decir. Como si no pudiera dejar de mostrar lo que conscientemente no quiere ver, como esa persona que mira por la ventana allá arriba a media luz.

El recuerdo del relato de Paula que ha escuchado en el grabador interrumpe sus pensamientos: «Alguna vez me asomé por la ventana de mi cuarto, sin encender ninguna luz para espiar lo que ocurría…», pero debe continuar.

—Las piernas juntas y las manos apoyadas sobre ellas indican una necesidad de proteger la zona genital y…

Se detiene porque al mirarla se da cuenta de que Paula está llorando.

—Entendés a lo que apunto, ¿no? —le pregunta en un tono suave. Ella asiente—. La persona que pintó esos cuadros está denunciando a los gritos que está siendo abusada. Es más, por la manera obsesiva de la temática, diría que está viviendo una tortura y que, seguramente, la posibilidad de transformar su angustia en arte fue su manera de conservar la cordura en medio de una situación siniestra y casi imposible de manejar, ¿no te parece?

—Sí.

Se produce un silencio pesado y tenso, pero aun así, él puede sentir la verdad que se abre paso de un modo irrefrenable. Ella hace esfuerzos por controlarse, pero no le resulta fácil. Él la mira y le estira la mano.

—Vení, sentate aquí, a mi lado.

Paula obedece.

En su primera visita, Pablo jamás hubiera generado un acercamiento semejante, pero ahora poco queda de la Paula provocativa y sensual. Por eso la quiere cerca, para protegerla de aquello que, está seguro, está a punto de aparecer.

Le levanta suavemente la cabeza para que lo mire y, con infinita ternura, le corre el pelo de la cara y la acaricia.

—¿Puedo seguir?

Ella asiente.

—El relato que Javier me hizo acerca de cómo mató a tu papá fue preciso, claro y contundente. Ya sé que el delirio es inconmovible, pero algo de cierto había en lo que me contaba más allá del contenido delirante. Y recién ahora comprendo qué.

—¿Qué es?

—Que en realidad ese relato estaba construido con elementos distintos, algunos tomados de la realidad y otros de su propia fantasía, de la forma patológica en la que su mente enferma le permitió simbolizar una vivencia traumática. Lo que quiero decir es que la psiquis de Javier realizó un trabajo de condensación y entonces, de dos escenas hizo una, de dos tiempos hizo uno y, sobre todo, de dos muertes hizo una.

—No entiendo.

—Ésta es mi hipótesis… Hay algo en lo que Javier dice que es cierto, que no es producto de su enfermedad mental. Es cierto que él escuchaba cómo tu papá le gritaba a alguien, cómo la insultaba, le daba órdenes e, incluso, le pegaba. Mientras tanto, Javier sufría en su habitación y se cubría la cabeza con la almohada intentando acallar esos gritos sin conseguirlo. Y aquí aparece el punto que no puede aceptar y que genera una ruptura con la realidad a partir de la cual se desestructura.

—¿Qué cosa?

—Que en realidad tu padre no sólo le está pegando a esa persona, no sólo la insulta y la maltrata. Esos gritos, esos ruidos, esos sonidos le sugieren otra cosa. Le indican que está teniendo sexo con ella, que la está violando. Y eso es lo que él no puede procesar. Rechaza esa parte de la realidad y la reemplaza con otra. La angustia de la violación la desplaza a la angustia por los gritos. Entonces, el causante de su padecimiento ya no es su padre violador, sino la mujer que grita. Es a ella a quien hay que callar. Decidido a hacerlo se levanta, va a buscar un cuchillo y entra en el cuarto de tu padre. —La mira—. Y creo que puedo reconstruir la escena. ¿Querés escucharla?

Después de un silencio que parece eterno, ella asiente.

—Sí.

—Javier entra y ve a tu padre golpeando y violando a una mujer, y esto es real. Pero en su mente, esa mujer es su mamá. Y él siente que para que deje de atormentarlo con sus gritos debe matarlo a él, porque algún resto de coherencia le indica que no sirve matarla a ella, porque ella ya está muerta y aún así sigue gritando. Entonces su mente dice: BASTA, y lo ataca con un cuchillo. Pero ese BASTA que resuena en su mente, tampoco le pertenece. Lo incorpora como propio, pero viene de otro.

—¿De quién?

Pablo recuerda la grabación que le dejó escuchar José.

—De Camila. También ella escuchaba muchas veces esta misma escena. Pero esa vez a tu padre se le fue la mano y todos estaban allí. —La mira—. Incluso vos. —Observa el esfuerzo que Paula hace para no quebrarse, aunque le cuesta conseguirlo—. Y allí es donde encuentra un sentido la sorpresa que sentí al ver el retrato de tu mamá.

—…

—Javier me había dicho hablando de ustedes dos: «son iguales… no podrías diferenciarlas», porque en realidad el que no puede diferenciarlas es él. Aunque, debo reconocer, que tampoco yo pude hacerlo al principio.

Ella lo interroga con la mirada.

—¿Sabés? Cuando vi esos cuadros que tanto me impactaron, miré la firma y deduje que habían sido pintados por tu mamá: V. P. era para mí, Victoria Peña. Pero algo me hizo dudar de que esto fuera así.

—¿Qué?

—Una frase de Camila. Me dijo que tu madre quería inventarle un padre que no existía y que esa actitud era «una más de sus pinturas luminosas y soleadas». Tu mamá era una negadora que creía poder ocultar la verdad pintando escenas llenas de luz, en cambio el artista que pintó estos cuadros quiere develar la verdad a toda costa. Una verdad que es, por el contrario, oscura, sombría y angustiosa. —Vuelve a acariciarla con ternura—. Recién hoy comprendí que V. P. no quiere decir Victoria Peña sino Vanussi, Paula. Vos pintaste esos cuadros. Vos hiciste ese esfuerzo por mostrarle al mundo la tortura a la que eras sometida por tu padre. Paula, vos eras esa mujer a la cual tu padre golpeaba y violaba, ¿verdad?

Ella lo mira y el último resquicio de resistencia se derrumba. Con una angustia incontenible se pone a llorar de un modo desesperado. Llora, lo golpea y grita. Allí están los gritos desgarrados que escuchaba Javier, los que Victoria intentaba en vano tapar con música cuando se encerraba con Camila en su cuarto. Allí los tiene ahora Pablo, y también a él le hielan la sangre. Aun así, prolonga un abrazo fuerte y contenedor.

En su primera visita a esa casa, ella intentó seducirlo y acostarse con él. Ahora comprende que no se trataba de un verdadero deseo y que eso mismo fue lo que a él lo había deserotizado. No había sido un acto de seducción sino un mecanismo patológico que ella ponía en juego.

Paula creció creyendo que todo debía pagarlo con su cuerpo, convertirse en un objeto y entregar su sexualidad para ser gozada por el otro. Pero él había resistido y por eso, porque no la abrazó en aquel momento, es que ahora sí puede hacerlo, de otro modo, desde el lugar simbólico de un padre que no toca para abusar, sino para proteger, para alojar tanto dolor.

Permanecen abrazados un largo rato hasta que ella rompe el silencio.

—Esto no se lo conté jamás a nadie… ni siquiera a José —dice con un poco de culpa—. Pero fueron muchos años. Desde que cumplí los catorce. Esa noche, el regalo de mi papá fue que entró borracho a mi cuarto y… me tocó, me besó —llora—, fue horrible. Pero lo peor es que no se detuvo allí. Por el contrario, hacer eso se le hizo costumbre y yo temblaba cada noche temiendo que entrara en mi cuarto.

—¿Y tu mamá?

Sabe que la pregunta es molesta, dolorosa, pero Paula tiene derecho a derrumbar esa imagen santificada que todo el mundo ha construido alrededor de Victoria.

—Recién había nacido Camila y creo que ella decidió que era a la única a la que podía proteger, por eso nunca dijo nada de lo que pasaba y apenas si se limitaba a encerrarse en un cuarto con Camila y, a veces, con Javier.

—A veces, pero no siempre.

—No… también él tuvo que padecer a mi padre.

La mira.

—¿Tu papá también violó a Javier?

Su voz se entrecorta por la angustia.

—Sí. Alguna vez. Hasta que…

—Hasta que vos te ofreciste como escudo y pagaste con tu cuerpo el precio de su protección.

Paula asiente y Pablo registra como un odio visceral lo recorre de pies a cabeza. Hijos de puta… ambos, Roberto y Victoria. Ahora entiende por qué Paula reaccionó con José cuando llamó prostitutas a las mujeres de las que su padre abusaba. Porque ella era una más, tal vez la principal de ellas, y entiende también por qué en la imagen final de su sueño, la mujer condensa a Paula, Javier y Victoria y deja afuera a Camila. Porque, de alguna manera, ella había conseguido escapar de ese infierno.

—Hijos de puta —repite para sí.

Los dos. El padre que no tenía límites y la madre tan enamorada del perverso que fue capaz de ofrendar a sus propios hijos para calmar su lujuria.

Recuerda lo que Rasseri dijo de ella: «Victoria Peña era una mujer muy particular. Una persona hermosa que adoraba a sus hijos. Pero, para su mal, estaba demasiado enamorada de su esposo, y eso condicionó mucho su rol de madre».

Y claro que lo había condicionado. Tanto que aceptó entregar a sus hijos mayores y sólo pudo proteger a Camila. Aunque, a la luz de la verdad, es posible que también la hubiera entregado a ella cuando llegara el momento. Sólo que alguien decidió ponerle fin a todo antes de que eso ocurriera. Pero ¿quién?

—Paula, yo creo que la escena que Javier me contó acerca de cómo mató a tu papá también condensa dos momentos diferentes. Por un lado es cierto que él entró la noche del crimen con el cuchillo en la mano y lo atacó. Pero no creo que en sus condiciones haya podido matarlo.

Recuerda que Bermúdez le había contado que Vanussi había recibido apenas unas torpes lastimaduras que no hubieran alcanzado para matarlo. Ésos fueron los intentos de Javier. Pero luego sí, hubo un corte mortal. Entonces, ¿cómo siguió todo aquella noche?

El relato que escuchó de Paula en su sesión le aporta los datos que le faltan para armar la historia.

—Por el contrario —continúa—, tu padre lo golpeó, le pegó con el cinto, lo lastimó hasta que vos te interpusiste. Y allí quedó firmado el acuerdo. Él podría disponer de tu cuerpo cuando quisiera a cambio de no golpear más a Javier. Y ese acuerdo pareció conformado.

Pablo comprende que, en medio de su trastorno mental, Javier creyó matar a su padre en ese momento. Tal vez por eso la aparición del cadáver de su padre, meses después, lo había vuelto a descompensar. Recuerda que Javier le contó que «había escuchado una conversación entre sus hermanas en la que decían que papá había vuelto».

Difícilmente ésos hayan sido los términos de aquella charla, pero así lo tradujo él: «Papá ha vuelto». Es decir que, para Javier, no fue el cuerpo putrefacto y ya sin vida de su padre el que apareció, sino que era su padre el que volvía, y de su mano, el horror. Por eso intentó matarlo nuevamente.

Está convencido de que en su delirio, Javier se desdobló y encarnó ambos papeles, el suyo y el de Roberto. Por eso se flageló con el cinto a sí mismo creyendo que era su padre el que lo hacía, y por eso se cortó las venas creyendo que era a su padre a quien estaba matando. Y es ése el momento en el que escribe aquella nota: «Se terminó. Lo maté». Y no fue una confesión sino un grito triunfal.

Esto explica otro error en su relato. Él le dijo a Pablo que había intentado matarse dos veces, cuando en realidad, según la historia clínica, sus intentos de suicidio fueron tres. Sólo que el tercero, para él, no fue un intento de suicidio, sino un nuevo acto de asesinato contra su padre.

Pero, aunque en su locura haya creído lograrlo, a esta altura Pablo está convencido de que eso no fue así, que alguien tuvo que terminar con el trabajo. Alguien que estuviera mucho más consciente y fuerte físicamente, pero también lo suficientemente alterado como para no encontrar otra solución más que la muerte de Roberto.

Recuerda que Rasseri le dijo que sólo en dos ocasiones había visto a Vanussi. Una de ellas cuando fue a internar a Javier. Pero sabe que nunca fue a visitarlo ni volvió a la clínica después de eso. ¿Cuál fue la otra ocasión en la que lo vio, entonces?

La respuesta a esa pregunta la aporta otro de los dichos del médico durante aquella charla: «Paula Vanussi. Otra muchacha realmente hermosa. Ya desde chiquita tenía una personalidad avasallante y un atractivo muy particular».

Ya desde chiquita, piensa.

Paula era una adolescente cuando internaron a Javier por primera vez. ¿Cómo es posible entonces que Rasseri la conociera de chiquita? Tal vez, porque la otra vez que vio a Roberto Vanussi no haya tenido que ver con la enfermedad de Javier, sino mucho antes.

—Paula, vos también fuiste paciente de Rasseri, ¿no?

Se toma unos segundos antes de responder. Y Pablo no la presiona.

—Sí. Cuando era muy chica empecé con algunos episodios de ausencia y mis padres me llevaron a verlo.

—¿Ausencias? ¿Te referís a auras?

—Sí.

—¿Sos epiléptica?

—Sí. Estoy medicada desde que tengo uso de razón y lo llevo bien. Sólo en algunas ocasiones de mucha tensión, esas ausencias vuelven a aparecer.

Pablo comprende ahora el interés que Paula mostró en sus clases de psicopatología cuando se habló de cuestiones psiquiátricas, neurológicas y estructuras límites. Su preocupación no era por la psiquis de su hermano, sino por la suya, y se pregunta si esas ausencias la habrán protegido en aquellas noches en las que su padre abusaba de ella. Probablemente sí. Aunque es seguro que, en esos casos, el borramiento de la conciencia no fuera efecto del trastorno epiléptico sino del esfuerzo por reprimir lo que estaba pasando. Una ausencia provocada por un intento defensivo más típico de la estructura histérica que de un trastorno neurológico.

Todo esto lo angustia y le da asco, pero tiene que terminar lo que ha empezado.

—Paula, ¿vos terminaste el trabajo, no?

Asiente.

—Fuiste vos quien se encargó de envolver, transportar hasta la ruta, tirar el cuerpo de tu padre y borrar las huellas del asesinato.

—Sí. Pero, teniendo en cuenta los resultados, no lo hice muy bien. Ni siquiera tuve la inteligencia para hacer desaparecer el cuchillo.

—Hiciste lo que pudiste —la justifica.

Ve cómo ella asiente y una de las frases que dijo durante la conversación que tuvieron con Verónica vuelve a su conciencia: «… matar no es fácil…» ¿Cómo podría ella saberlo a no ser que…?

Él la mira y sabe que aún le queda una pregunta por hacer.

—Paula… ¿No fue Javier quien mató a tu padre, no?

Lo mira llena de angustia y apenas si puede escuchar su respuesta.

—No.

—Por eso quisiste hablar con él antes de que yo lo viera. Querías asegurarte de que no me lo dijera a mí.

—Sí. Ya está, lo lograste… Ésta es la verdad que tenías que saber. ¿Y ahora, qué vas a hacer?

Pablo se pone de pie en medio de una profunda confusión. Paula tiene razón, ya sabe lo que quería saber. ¿Y ahora, qué? ¿Va a denunciarla? ¿Acaso merece pudrirse en una cárcel por el sólo pecado de haber nacido en esa familia, de haber tenido esos padres perversos que la sometieron desde chica, por haber querido proteger a sus hermanos? ¿Quién es él para condenarla de ese modo?

Es cierto, allí está la verdad, y él ha hecho un juramento al recibir su título, pero ¿ese juramento es más fuerte que el infierno por el que ha pasado Paula?

Recuerda el final de su charla telefónica con Rasseri:

¿Qué busca obtener con todo esto?

La verdad, doctor. Sólo eso.

¿No importa a quién perjudique con ella? —le había preguntado el médico.

Pablo entiende. Rasseri lo sabe todo, está seguro. Y aun así, eligió callar. Y ahora es él quien siente en su interior la fuerza del conflicto, la ambivalencia.

Sin quererlo, sus ojos se posan nuevamente en el cuadro. Desde allí, Paula le muestra su horror, su cautiverio y, a su manera, le pide ayuda.

El sonido de su voz lo saca de sus pensamientos.

—No me contestaste… ¿Qué vas a hacer?

La mira y comprende que sólo hay una cosa que puede hacer. Toma el sobre, saca el informe, lo deja en la mesa y le acaricia la cabeza antes de despedirse.

—Aquí tenés el informe. Podés usarlo si querés. Y no te preocupes por los honorarios. Ya pagaste suficiente en esta historia. Yo que vos llamaría a José. Él puede ayudarte en este momento.

Ella esconde la cara entre las manos y llora. La escucha, pero ya no es él quien tiene que contenerla. Ya no es su historia. En silencio se dirige a la puerta y sale del departamento. Espera el ascensor y, mientras baja, le manda un mensaje de texto a José.

Llamá a Paula. Te necesita.

En la puerta, el encargado de seguridad que ya lo conoce le abre la puerta.

—Hasta luego, doctor.

No le responde. Ha empezado a lloviznar y debe esperar unos minutos hasta conseguir un taxi. Por fin aparece uno libre. Es un coche viejo, de esos que uno dejaría pasar en otro momento. De todos modos lo toma.

—Buen día, jefe —saluda el chofer—. ¿Adónde vamos?

Su respuesta sorprende tanto al taxista como a él mismo. ¿Por qué le ha dado ese destino? Ni siquiera él lo sabe todavía.