IX

Verónica Chiezza fue siempre una chica humilde a la que la muerte temprana de su padre dejó totalmente desprotegida. Su mamá jamás pudo recuperarse de esa pérdida y de a poco se fue recluyendo en un mundo de soledad y depresión. Así, Verónica debió tomar las riendas de su vida a los catorce años y hacerse cargo, no sólo de sí misma, sino también de su madre. Y no lo ha hecho tan mal. Terminó el colegio secundario y después de algunos cursos de capacitación que logró pagar trabajosamente, ayudada por su encanto personal, consiguió un buen trabajo en una empresa multinacional. Allí conoció a Roberto Vanussi. Hace de eso muchos años.

Al principio, no quiso involucrarse con él. Algo había en ese hombre que, a pesar de resultarle tan atractivo, no dejaba de inquietarla. Tal vez fueran las caras de sus jefes cada vez que él los visitaba o, a lo mejor, esa actitud impune que parecía tener ante cada uno de sus dichos y sus actos. No lo sabía bien, pero lo cierto es que la asustaba tanto como le gustaba.

Verónica, con su metro setenta y cinco, sus rasgos finos y atractivos y sus grandes ojos marrones llamó inmediatamente la atención de Vanussi. Era además una mujer joven e inteligente y él no tardó en evidenciar sus intenciones.

Ella se las arregló para rechazarlo con respeto, cosa que no le resultó nada fácil. Roberto Vanussi no era un hombre acostumbrado al rechazo. Sin embargo, después de un tiempo pareció aceptarlo y dejó de perseguirla. De ese modo logró que ella se fuera relajando y ésta fue, tal vez, la mejor de las estrategias. Con la guardia baja, Verónica se encontró, casi sin darse cuenta, cautivada por Vanussi.

Recuerda perfectamente aquella reunión de trabajo a la que fue inesperadamente convocada y después de la cual él la invitó a cenar. Hace casi tres años. Esa noche durmieron juntos por primera vez.

Muchas veces, al repasar los hechos, le parece innegable que sus jefes la entregaron. No puede saberlo con exactitud, pero tiene la certeza de que fue así. Sea como fuere, lo cierto es que se enamoró de él y se le entregó absolutamente. Se cuidó, eso sí, de no aceptar jamás ninguno de los ofrecimientos económicos que él le hizo: comprarle un departamento, un auto o abrir una cuenta bancaria a su nombre. No quiso. En algún punto sintió que eso la prostituía y era algo que no iba a permitirse. No otra vez.

Eran los años más difíciles de su vida y la desesperación la llevó a una decisión equivocada. Tenía apenas diecisiete años y aún recuerda el aliento repugnante sobre la cara, el peso molesto de ese cuerpo.

El asco.

Esa única experiencia le sirvió para entender que no servía para «puta», aunque desde aquella vez, por demás traumática, le costaba mucho no juzgarse de ese modo. Por eso no iba a tolerar ni siquiera la sospecha de una actitud como ésa.

Disfrutó, es cierto, de muchas salidas y algunos viajes al lado de Roberto, pero siempre en su condición de pareja, aunque él no dejaba pasar ocasión de enrostrarle que ésa no era más que su estúpida ilusión.

Amparado en una supuesta sinceridad, no ahorró ninguna crueldad para con ella, hasta que su obsesión por que aceptara compartir la cama con otra mujer terminó por quebrar el equilibrio emocional de Verónica. Ella se negó sistemáticamente a complacer esa fantasía, pero a Vanussi no pareció importarle demasiado su opinión. Para él todas las personas, y ella no era la excepción, no eran más que objetos sin ningún poder de decisión. Y así fue que un día apareció en su casa con una chica que no tendría más de dieciocho o diecinueve años y entre ambos la obligaron a ceder.

Tampoco olvida eso, aunque si debe ser sincera, fue mucho más difícil con aquel único cliente de su adolescencia que con esa chica. Al menos, piensa, no era una maldita hija de puta. En todo caso era, como ella, una víctima más.

Este hecho, sumado a algunas cosas que no podía dejar de percibir aunque quisiera, la llevó a tomar la decisión de no viajar a París con él como estaba programado. Y ése fue el momento de la ruptura.

Harto de sus negativas, Roberto le dijo que era una mediocre, una perdedora que estaba dejando escapar la oportunidad de salir de la mierda en la que siempre había vivido. ¿No quería ser su puta? Que se jodiera, entonces. Podía conseguir mejores. Le dio una semana para pensarlo bajo la amenaza de no verla nunca más y suspendió el viaje por ese lapso. Pero ella estaba ya emocionalmente quebrada y no sólo no lo contactó nunca más, sino que se negó a contestar ni una sola de sus llamadas. No volvió a saber nada de él hasta que se enteró por los diarios de su muerte.

En todo ese tiempo lo había extrañado mucho y no fueron pocas las veces que amaneció llorando. Lo amaba. Pero el precio de estar a su lado era vivir arrodillada y ella había decidido no humillarse ante nadie más. Si el precio de la dignidad era el desamor estaba dispuesta a pagarlo.

Casi empezaba a acostumbrarse a estar sin él cuando la noticia del asesinato lo trajo de un modo omnipresente a su vida. Los primeros días no pudo dejar de comprar cada publicación en la que se hablara del tema y se devoraba los programas televisivos de información. Sentía algo así como un impulso morboso al que no podía resistirse.

«Misterioso asesinato de poderoso empresario».

Ése fue el título con el cual los medios difundieron la noticia.

Como no podía ser de otra manera, la policía la citó para declarar en más de una ocasión. Pero todo cesó cuando, a los pocos días, se confirmó que el propio hijo había sido el asesino.

No volvieron a molestarla y ella también dijo basta. Ya no quería saber más y se dedicó a duelar de una vez su viudez no reconocida por nadie y sacarlo de su mente. No fue fácil. Sobre todo cuando empezaron los llamados y las amenazas.

El portero eléctrico la rescata de estos pensamientos.

—Sí, adelante, podés subir.

Verónica sonríe. Por fin va a conocer a la hija de Roberto, algo que él siempre le había negado. La vida a veces se ríe de los hombres, piensa.

Mientras se dirige hacia la puerta se mira en el espejo del pasillo y, sin darse cuenta, se acomoda el pelo. Es aún joven y bonita, aunque el dolor ya le ha dejado sus marcas.

Pablo Rouviot y Paula Vanussi suben al ascensor y marcan el piso séptimo. En una de las habitaciones del departamento, la madre de Verónica, rescatada de la depresión para siempre por la gracia del Alzheimer, se orina encima totalmente ajena al drama de su hija.