XII
Hace casi una hora que está debajo de la ducha. Lo necesitaba. El agua que cae por su cuerpo se va llevando la tensión del día. Ha sido todo tan fuerte y tan cruel que le cuesta sacarse de la cabeza la carita aterrorizada de Camila.
Sabe que no va a ser fácil trabajar con ella, porque esa niña prodigio no es más que la sobreviviente de una historia siniestra. Una más de las muchas víctimas de Roberto Vanussi.
Sólo con pensar en él se estremece.
Cierra la canilla y se seca. El espejo del baño está empañado y distorsiona las imágenes. Muchas veces los espejos son traicioneros. Borges imaginó un mundo de habitantes de los espejos rebeldes que se negaban sutilmente a obedecer los mandatos de los seres reales, y planeaban invertir algún día el orden establecido y obligarnos a nosotros a imitar sus movimientos. Sea como fuere y más allá de todo sueño literario, lo cierto es que hoy su rostro le resulta desconocido.
En un gesto infantil abre la puerta del baño y limpia el espejo con la toalla. Suspira aliviado al reconocerse en la imagen que le devuelve el espejo. Está alterado. Debería tomar un ansiolítico y dormir hasta mañana. Seguramente eso es lo que hará. Pero…
Contiene la respiración e intenta prestar atención. ¿Es su imaginación o escuchó algo en la cocina? Su corazón se acelera al comprobar que, efectivamente, hay alguien en la casa.
Trata de no hacer ruido y se pone el pantalón. La desnudez siempre le generó una sensación de desprotección. Sale sigilosamente del baño y, de un modo temeroso, mira a su alrededor en busca de algo que le sirva para defenderse. No tiene armas, no le gustan, pero su mirada se detiene en una Torre Eiffel de hierro que trajo de uno de sus viajes a París. La toma y piensa un momento. No sabe si va a servirle de mucho, pero peor es nada. Mira hacia la puerta y comprende que no tiene ninguna oportunidad de salir del departamento sin ser visto, de modo que lo único que le queda es jugar con el factor sorpresa. Toma aire y se dirige a la cocina con menos decisión de la que hubiera querido.
Al acercarse escucha los ruidos con mayor claridad. El intruso, piensa deseando que se trate sólo de uno, está abriendo el cajón de los cubiertos. Debe estar buscando un cuchillo. Éste es el momento. Junta coraje y entra en la cocina con un alarido de batalla. El intruso se sorprende y grita también. El cajón de cubiertos cae el piso.
Pablo se detiene con la Torre Eiffel a un centímetro de la cabeza de José.
—La concha de tu hermana, pelotudo. ¿Me querés matar del susto?
—¿Yo? Peor vos que casi me partís la cabeza con ese adorno de mierda.
Pablo deja la torre en la mesada, coloca las manos sobre las rodillas y se inclina hacia adelante buscando aire. Si no estuviera tan asustado se reiría de la situación, pero hoy no tiene mucho de qué reírse.
—¿Qué hacés acá?
—Necesitaba hablar con vos. Te toqué el timbre y, como no atendías, supuse que no había nadie y entré a esperarte.
—No escuché el timbre, me estaba bañando. ¿Qué buscabas en la cocina?
—Un cuchillo.
La respuesta lo estremece. Sabe que es una tontería, pero le cuesta poner en orden sus pensamientos.
—¿Puedo saber para qué?
José señala una caja de cartón humeante que ha dejado en la mesada.
—¿Pizza?
—Sí, pizza. ¿Qué esperabas que trajera, la sopa de tu mamá?
Sonríe.
—Sos un pelotudo.
La sonrisa se convierte en risa, la risa en carcajada y la carcajada en angustia. En un instante las defensas ceden y el psicoanalista adusto y controlado desaparece. José lo abraza y Pablo se desarma en los brazos de su amigo. José no dice nada. También él sabe guardar silencio y contener la angustia.
Unos minutos después, Pablo lo invita a pasar al living.
—Vení, sentémonos allá.
—Andá, sentate vos que yo llevo la pizza. Traje un vino, también. Pero primero vestite, que sabés que soy un sensible y no quiero ponerme mimoso. A ver si amanezco borracho y durmiendo sobre tu pecho.
Pablo se ríe.
—Lo dicho. Sos un pelotudo.