V
—No sé qué debo hacer.
—¿Qué querés hacer?
Paula suspira acostada en el diván.
—No lo sé. Por un lado, quiero que esto termine cuanto antes, porque desde que apareció el cuerpo de mi padre siento que el mundo se me vino encima. Y no porque yo pensara que estaba paseando por Europa y en cambio se estaba pudriendo en una zanja a treinta cuadras de casa.
—¿Eso no te angustió? —pregunta José.
—¿Querés la verdad?
—Por supuesto.
—No. Ni un poco.
No le parece una negación. Realmente, Paula no siente el menor dolor por la muerte de su padre.
—¿Entonces?
—Es todo lo que surgió a partir de ese momento. El brote psicótico de mi hermano, su intento de suicidio, su confesión. Tratar de cuidar de Camila mientras internaba a Javier y buscaba la mejor manera de defenderlo.
—A pesar de que mató a tu padre.
—Alguien tenía que hacerlo.
Toma aire.
—Sé que suena horrible lo que digo, pero te aseguro que mi padre se merecía cada uno de los dolores por los que haya pasado. ¿Te parezco un monstruo?
—Lo que a mí me parezca no tiene ninguna importancia, pero vos, ¿te sentís un monstruo?
—No lo sé. —Piensa—. De todos modos, ¿te diste cuenta de que la mala gente rara vez acepta que lo es? He visto a tantos miserables convencidos de que lo que hacen está bien, que no sé si no seré una más en esa lista. Pero la verdad es que no me siento mal por eso. Creo que el amor no se regala, se gana. Y mi padre no se lo ganó.
—Pero en este caso, no sólo parece falta de amor. Casi da la impresión de que odiaras a tu padre.
—Podés quitar el casi, si querés.
Lo que está diciendo es muy fuerte y José decide no intervenir, dejar que Paula lleve el ritmo de la conversación.
—¿Sabés? —Se interrumpe. Le cuesta hablar—. Durante años escuché el motor de autos que entraban en mi casa por las noches. A veces eran muchos. Actuaban con total impunidad. No intentaban pasar desapercibidos ni les importaba si los escuchaba alguien. De todos modos nadie iba a hacerles nada.
—¿Por qué?
—Porque en esos autos venía gente importante. Jueces, diputados, gente que después veía por televisión hablando de moral y postulándose como ejemplos de la sociedad.
—¿Y qué tenía de malo una reunión de amigos?
—Que no venían solos. —Se detiene—. Alguna vez me asomé por la ventana de mi cuarto, sin encender ninguna luz para espiar lo que ocurría…
—¿Y qué ocurría?
—Que estos amigos traían algunas chicas.
—¿Prostitutas?
—Chicas —responde con firmeza—. Algunas menores que yo… y en ese entonces yo tenía veinte años. Además…
—Además, ¿qué?
—Las veía bajar de los autos, caminar tambaleándose entre los manoseos y los chistes de esos tipos. Estoy convencida de que las drogaban.
—¿Y qué pasaba después?
—Las llevaban a la casa de huéspedes que hay en el fondo, detrás de la de los caseros. Ponían la música fuerte y cerraban las ventanas. Alguna vez leí que en la época de la represión los torturadores hacían lo mismo, ponían la radio fuerte para que no se escucharan los gritos de los torturados.
—¿Creés que algo de eso pasaba en esa casa?
—Sí.
El recuerdo la angustia.
—¿Cuántas veces ocurrió esto?
—No lo sé. Muchas. Fueron años. Pero después de un tiempo no quise espiar más. Odiaba cada vez que eso pasaba. Casi ni dormía temiendo que esa noche volvería a escuchar los motores y las risas.
Silencio.
—¿En qué te quedaste pensando?
—En que la madurez trae algunas consecuencias indeseadas.
—No entiendo.
—Hace poco más de un año me dije que no podía permitir eso, que estaba mal y que alguien tenía que hacer algo. Entonces no aguanté más e hice una denuncia anónima.
—¿Y qué pasó?
Suspira.
—Nada. No vino nadie a constatar nada. Pero esa noche, al volver a casa, mi padre me dijo que lo acompañara al cuarto porque quería hablar a solas conmigo. Quería hablar… —repite con ironía—. Sin embargo no dijo ni una sola palabra. Simplemente se quitó el cinto y me molió a golpes. No era la primera vez que me pegaba, pero ésa fue la peor de todas. Los gritos despertaron a los chicos. Javier entró en el cuarto e intentó defenderme. Pobrecito. Toda la furia de mi padre se volvió en contra de él. Ver cómo le pegaba fue insoportable. Con tanto odio… Te juro que me dolía más que cuando me pegaba a mí. Entonces lo frené. Le dije que me perdonara, que jamás volvería a meterme en sus asuntos y que haría todo lo que él quisiera con la única condición de que dejara en paz a mis hermanos. —Llora—. Y cumplí. Desde ese día traté de no enterarme de nada, o hacer de cuenta de que no me enteraba. Ya no me asomé más al escuchar los autos y las risas. Por el contrario, me ponía tapones en los oídos y tomaba alguna pastilla para dormir.
—¿Y Camila? ¿Qué pasó esa noche con Camila? Porque me dijiste que los gritos despertaron a los chicos. Javier entró en el cuarto e intentó defenderte, pero ella, ¿qué hizo?
—Camila es una nena muy especial, que habla muy poco y vive encerrada en su mundo hecho de música y de libros. Supongo que, a su manera, lucha como puede con el dolor que le produce la muerte de mamá. Creo que jamás pudo reponerse de eso. Esa noche, sin embargo, se quedó parada ante la puerta del cuarto. Mirando todo y sin decir nada. Pero jamás me voy a olvidar el modo en el que me miró. Yo intentaba calmar a mi padre y Javier lloraba acurrucado en el piso del cuarto. Entonces la miré y sus ojos se clavaron en mí. No pude sostenerle la mirada y bajé la vista.
—¿Por qué?
—Por vergüenza.
—¿Vergüenza, por qué?
—Porque no estaba asustada. No me miró con miedo, sino con lástima. Y en un momento entendí lo que su mirada me estaba diciendo.
—¿Y qué era eso que la mirada de Camila te estaba diciendo?
Paula aprieta los ojos y respira profundamente antes de responder.
—Basta.