XII
Las cinco de la tarde. El taxi avanza como puede en medio del caos de la Avenida Santa Fe. Un grupo de manifestantes está cortando la calle y el auto se detiene por unos minutos. Pablo, aún con gusto a Luciana en la boca, saca su celular y hace una llamada.
—Hola, Fernando, habla Pablo.
—¿Cómo estás? Me dijo Helena que me ibas a llamar…
—Sólo necesito hacerte unas preguntas y ver si me podés hacer un favor.
—Vos dirás.
—No, por teléfono no. Estoy cerca de tu oficina. Si tenés diez minutos para invitarme un café paso por allá.
Silencio.
—Pablo, sé que andás con los tiempos muy apretados, pero hoy me es imposible. Tengo programadas unas reuniones que no puedo suspender.
Silencio.
—Comprendo.
—Si te parece, mañana me hago un hueco y nos encontramos.
—No hace falta, no te molestes. Gracias, igual. Te dejo un abrazo.
Corta y se queda con el teléfono en la mano. Si los cálculos no le fallan el llamado que espera no puede tardar más de cinco minutos. Se reclina sobre el asiento y respira. A pesar del congestionamiento, esa zona de Buenos Aires le gusta. Disfruta viendo a la gente que camina y mira vidrieras, o mientras lee un libro en un café, o se queda observando un edificio. A la izquierda, el Jardín Botánico genera una sensación de paz que la ciudad no tiene.
Deja que su mente juegue con esas impresiones y aprovecha para relajarse. A los pocos segundos, entra un llamado al celular. Mira el reloj. Tres minutos. Sonríe y atiende de un modo descuidado.
—Hola.
—Pablo, soy yo, Fernando.
—Ah, qué sorpresa.
—¿Sabés qué? Si no son más de diez o quince minutos reales venite para la oficina y charlamos.
—¿De verdad no es molestia?
—No, no. Te espero. ¿En cuánto estás?
Mira por la ventana. Está a unas pocas cuadras.
—En diez estoy por ahí.
—Dale, te espero.
Pablo le pide al taxista que se detenga y paga. Sabe que va a recorrer más rápidamente la distancia en subte. Baja las escaleras e ingresa. Son sólo dos estaciones, de modo que va a llegar puntualmente. Mientras espera, le envía un mensaje de texto a Helena.
—Gracias.
Al instante recibe la respuesta.
—Rubio, sos un turro. Igual te quiero.
Pablo odia manejar, en cambio adora viajar en subte. Tal vez porque lo remite a su época de estudiante, o aún más atrás. Cuando era adolescente, una mudanza familiar lo alejó de sus amigos y nunca logró generar vínculos fuertes en su nuevo barrio. Por eso, durante mucho tiempo, los domingos fueron días en los que la soledad se le hacía molesta, hasta que encontró una manera de volverla agradable.
El proceso era simple. Elegía un libro y se tomaba el tren que lo llevaba de la localidad de Florida, en la cual vivía, hasta Retiro. Le gustaba leer arrullado por el movimiento leve y acompasado que producía el tren. Cuando llegaba a la terminal, sin salir a la calle siquiera, bajaba al subte y con una sola ficha hacía todas las combinaciones posibles. Muy ocasionalmente bajaba en alguna estación y caminaba por las calles desoladas, pero la mayoría de las veces se dedicaba solamente a leer mientras viajaba. El retorno era una inversión de los movimientos iniciales. El subte hasta Retiro y el tren hasta su casa. Tal vez la rutina no fuera muy divertida, pero los libros sí lo eran. Y en esos viajes recuerda haber leído las obras más importantes de su vida: Los Miserables, El Retrato de Dorian Gray, El Aleph, y el descubrimiento temprano de un autor que marcaría su vida para siempre: Sigmund Freud.
De un modo casual Su Autobiografía había caído en sus manos, y desde entonces, las ideas del psicoanálisis lo invadieron de un modo prepotente y fueron guiando cada uno de sus pasos.
El subte que se detiene lo saca de sus pensamientos. Baja en la estación Agüero. Camina unos metros e ingresa al edificio. Mira el letrero buscando la oficina, aunque sabe perfectamente cuál es, pero no puede evitarlo. Allí está: Fernando Arana, piso 14.
Sube al ascensor en compañía de un hombre mayor y una mujer joven. El hombre está ansioso. Sus gestos son tensos y carraspea permanentemente. Sus dedos no dejan de moverse sobre la manija del maletín y una gota de transpiración le baja por el costado del cuello. Pablo saca una rápida conclusión: no es del edificio y viene a entrevistarse con alguien para pedir algo que no cree poder conseguir.
La mujer, en cambio, va chequeando mensajes de texto en su celular con gesto despreocupado. Incluso ha apoyado su cartera en el piso, es decir que está tranquila y familiarizada con el lugar. Ha de ser alguna profesional, probablemente abogada, que tiene su estudio allí.
A veces piensa que este registro permanente de lo que ocurre a su alrededor, que no puede evitar, no es más que una manera de distraer la atención de lo que le pasa a él. Intenta evocar si antes, cuando Alejandra aún estaba en su vida, era igual. Pero ha pasado tanto tiempo, tanto dolor y tanto llanto contenido que no puede recordar cómo eran las cosas entonces.
El ascensor se detiene en el séptimo piso y el hombre se apresura hacia la puerta. Se mira con disimulo en el espejo, se acomoda el pelo nerviosamente y baja. La puerta se cierra y queda a solas con la mujer. A los pocos segundos el ambiente, hasta entonces indiferente, se torna incómodo. Sabe que basta con una frase de ocasión para apaciguar la tensión que el silencio genera entre dos personas que no se conocen, pero hoy no tiene ganas, por eso apenas si la mira de reojo.
Tendrá unos cuarenta años y, si no fuera porque aún no puede deshacerse de la imagen de Luciana, hubiera pensado que es una linda mujer. Pero hoy su juicio estético ha quedado fatalmente condenado a la crueldad más absoluta.
La mujer baja en el piso doce y, antes de salir del ascensor le dedica una mirada. La puerta se cierra y Pablo se queda solo. Respira profundamente. Una, dos, tres veces. Busca concentración y procura sacar las imágenes de Alejandra y de Luciana fuera de sus pensamientos. Lo que tiene que hablar con Fernando es muy importante y la distracción es un lujo que no puede darse.