XI

Le cuesta estudiar esta mañana. Se levantó temprano, como siempre. Francisca ya le tenía preparado el desayuno, pero, antes de tomarlo, se bañó y se puso su uniforme de estudio: joggins, zapatillas y una remera amplia. Hacía frío, por lo que se enfundó en una campera de gimnasia color verde. Le gusta vestirse de manera informal. La ropa amplia la hace sentir cómoda.

Apuró el desayuno y fue hasta su estudio. Una vez allí comenzó con su ritual de cada día: abrir el estuche, sacar el arco y tensar sus cerdas, pasarlas un poco por la pasta de resina y dejarlo cuidadosamente sobre el escritorio. Después tomar el violín y mirar con temor por entre las efes. No sabe por qué, pero siempre ha tenido miedo de que, durante la noche, por esos orificios hubiera entrado alguna cucaracha. Sabe que es una idea ridícula, pero no puede evitarla. Alguna vez ha intentado luchar contra ella y ponerse a tocar sin realizar esta inspección previa, pero en todos los casos la angustia le había impedido concentrarse. Por eso desistió del desafío y lo incorporó a la ceremonia que precedía al estudio.

Hecho este repaso, absurdo pero necesario, se dedica a afinar el instrumento cuidadosamente.

Como siempre, cuando cree que la afinación es la correcta, la comprueba tocando dobles cuerdas. Una vez satisfecha y antes de ponerse a estudiar, toca algo que le guste. Porque sí, por placer. Es una violinista talentosa, pero hoy no quiere complicaciones, de modo que se contenta con tocar el Bach para cuarta cuerda. Una pieza bellísima pero que no le presenta ninguna dificultad. Recuerda haberla escuchado por primera vez un domingo de mañana, siendo muy chica, durante la celebración de una misa transmitida por televisión.

Cuando termina de tocar, gira su silla y se concentra en la partitura que está en el atril, la que viene estudiando desde hace unas semanas. Es una obra difícil y espera poder encararla con toda su concentración, aunque hoy está algo dispersa. Lo percibe, lo siente. Y sabe a qué se debe.

Su hermana le dijo que hoy al mediodía Pablo iría a hablar con ella. Mira de reojo su reloj de pared, el que usa para controlar su tiempo de estudio. Faltan aún dos horas y van a ser muy largas si no ocupa su mente en otra cosa. Por eso, como lo hace desde siempre, respira profundamente con los ojos cerrados, una, dos, tres veces, los abre y enfoca su mente en la obra que tiene frente a sí.

Esto siempre le ha dado resultado, tal vez por eso decidió ser violinista. Porque en ese universo abstracto y personal hecho de figuras y silencios siente que no corre ningún riesgo.

En ese mismo instante, cada uno está en su propio mundo, ignorantes todos de la verdad que espera agazapada. Bermúdez habla por teléfono, José atiende a un paciente al que no consigue prestarle demasiada atención, Alejandra camina por una calle arbolada que no conduce a ningún lado, Míguez maldice en su despacho. Pablo sube al auto que lo llevará hasta la casa de Camila.