III

Al salir de la habitación, en el pasillo, apoyado contra la pared y con las manos metidas en los bolsillos de su guardapolvo desabrochado lo está esperando Rasseri.

Ése es un código que aprendió en los años en los que trabajó en el hospital. Los médicos usan siempre el guardapolvo desabrochado. Abrochado lo usan los maestros de escuela. Es así y, de un modo inconsciente, cada generación repite esta costumbre sin siquiera cuestionarse el porqué.

Ni bien cierra la puerta, el médico lo aborda seriamente.

—Acompáñeme a mi despacho, por favor.

Pablo asiente y en silencio lo sigue por el pasillo que lleva hasta la oficina que ya conoce. Entra y toma asiento sin esperar invitación alguna. Rasseri hace lo propio.

—¿Café?

—Sí, por favor.

Lo necesita. Rasseri levanta el teléfono y pulsa una tecla del conmutador.

—Luciana, ¿podría traerme dos cafés si es tan amable? Gracias. —Cuelga el teléfono y lo interroga—. ¿Y bien?

—Si debo serle franco, ha sido un encuentro muy fuerte para mí.

—Lo sé.

Pablo lo mira.

—¿Estuvo observando la conversación?

—Así es.

Pablo vuelve a sentir esa sensación de incomodidad.

—¿Usted y quién más?

—Nadie más. Ordené a todos que salieran en el momento en el que usted entró. No me pareció pertinente que los secretos de Javier cayeran en conocimiento de otras personas. Paula, yo y él mismo aceptamos que mantuvieran esta charla y nadie más tenía derecho a estar presente.

—Pero Paula no estuvo.

—No quiso. Fue su decisión. Debo confesarle que, de todos modos, es una pena que esto haya sido sólo entre usted, Javier y yo.

—No entiendo.

Rasseri lo mira con un inconfundible gesto de admiración.

—Es usted un gran profesional, Pablo. Jamás había hablado con Javier y apenas si lo había visto una vez y dormido. Hasta hace una semana, o menos incluso, ignoraba siquiera su existencia. Sabía que tenía una oportunidad de hablar con él que quizá no iba a repetirse y, sin embargo, manejó la entrevista sin apuro, con una gran destreza e, incluso, logró una conexión emocional tan profunda que le permitió a Javier contar lo que nunca le había contado a nadie. Ni siquiera a mí.

Pablo sonríe.

—Supongo que no estará celoso.

Rasseri le devuelve la sonrisa.

—Sólo un poco. Pero, como le decía, habría sido de gran importancia para nuestro personal que hubieran podido ver cómo manejó la entrevista.

—Bueno, supongo que todo está grabado, de modo que no tiene más que sentarlos en el auditorio que seguramente tendrán y mostrarlo.

Rasseri le dedica una mirada cómplice y saca del bolsillo derecho de su guardapolvo un CD. Se lo muestra y lo pone sobre la mesa.

—Lo borré del disco rígido de la computadora. Sólo ha quedado guardado acá.

Pablo lo mira extrañado.

—¿Y por qué hizo eso?

Se encoge de hombros.

—Porque una cosa es registrar los movimientos que el paciente realiza durante el sueño, sus impulsos neuronales, cuidarlo para entrar en caso de que hiciera falta para evitar que se lastime, y otra muy distinta es violar su privacidad, invadir un secreto tan profundo de su vida que sólo él y quien él disponga tienen derecho a conocer. —Suspira—. Javier tiene una estructura psíquica endeble y enfermiza, pero aun así me niego a quitarle su derecho a ser persona.

Pablo lo mira y, por un momento, siente una oleada de respeto por el hombre que tiene enfrente. Ése es el lugar desde el cual puede ayudarse a un paciente. Respetarlo hasta las últimas consecuencias. Muchos se asustan y se detienen antes, pero también Rasseri es un hombre de una gran experiencia que sabe hasta dónde puede llegar.

Unos golpes interrumpen su pensamiento.

—Adelante.

Luciana entra trayendo los cafés. Pablo la observa disimuladamente. Está aún más linda que la última vez que la vio, pero está demasiado conmovido por lo que acaba de ocurrir como para pensar en otra cosa. Le agradece con una sonrisa que ella le devuelve. Sus ojos grises se entornan apenas detrás de los lentes. Él entiende. Cuando se retira toma un sorbo. El aroma y el gusto lo reconfortan.

—Pablo, no tiene obligación de hacerlo, pero me gustaría mucho saber qué opina después de haber hablado con Javier.

—Doctor, en otra situación preferiría no compartir mis impresiones con nadie. Son demasiado prematuras. Pero en este caso voy a hacer una excepción. Creo que se lo debo.

—Gracias.

—Lo primero que tengo para decirle es que no comparto el diagnóstico inicial que usted me dio.

Rasseri lo mira con verdadero interés.

—Dígame, por favor.

—Usted me había hablado de un trastorno límite de la personalidad. Pues bien, después de haber hablado con Javier, creo que ése no es su cuadro. Le reitero que es apenas una primera impresión de alguien a quien he visto sólo unos minutos y que puede estar errada. Le ruego que no lo tome como un cuestionamiento profesional.

—No se excuse, tiene autoridad como para darme su opinión libremente. Y voy a escucharlo con mucha atención.

—Gracias. Verá, en los trastornos de la personalidad los pacientes tienen ciertas áreas muy limitadas, sobre todo aquellas que intervienen en el funcionamiento del pensamiento abstracto. Les cuesta utilizar el lenguaje con precisión, no encuentran las palabras para expresarse y lo hacen de un modo torpe e ineficaz. Nada de esto ocurre con Javier. Por el contrario, su discurso es preciso, incluso exquisito diría yo, y se hace entender con una facilidad asombrosa. Es decir que no manifiesta ningún trastorno de sus funciones superiores. —Rasseri lo escucha con atención y asiente—. Sin embargo hay algo que no termina de encajar en su relato. Como si no estuviera ubicado en relación al tiempo y al espacio… pero es sólo una impresión.

—¿Puedo preguntar por qué lo dice?

—Puede, pero no tengo la respuesta. Es simplemente algo que me parece escuchar más allá de lo que dice. Lo siento, doctor, pero los analistas no tenemos electrodos ni tomografías para dar un sustento real a nuestras impresiones o quitarnos las dudas. Debemos confiar en nuestra escucha.

—La eterna discusión.

—Exacto. La clínica de la mirada, la de ustedes los médicos, versus la nuestra, la clínica de la palabra. Pero le pido que me conceda esta opinión.

—Por supuesto.

—Se lo agradezco. —Termina su café antes de continuar—. Es más que obvio que Javier no se relaciona bien con el mundo exterior, oscila todo el tiempo. Por momentos está perfectamente ubicado y en otros tiene una profunda ruptura con la realidad, pero no con toda la realidad, sino solamente con una parte de ella. Justamente la que involucra la relación con sus padres. Con una mamá que aparece viva y muerta al mismo tiempo, que lo atormenta desde su inconsciente incitándolo a hacer algo para acallar su voz o, mejor dicho, sus gritos, y con un padre con quien tiene una relación ambivalente de amor y odio. Un odio tal que puede haberlo llevado a matarlo y un amor del que no puede despegarse todavía.

—¿Y cuál sería su diagnóstico presuntivo?

Pablo lo mira y su voz suena más segura de lo que hubiera querido parecer.

—Creo que es una psicosis mixta.

—¿Puede explayarse un poco más?

—Sí. La relación que tiene con su cuerpo muestra que el proceso de construcción del mismo no se realizó satisfactoriamente. —Lo mira—. Usted sabrá, doctor, que para nosotros los analistas, en el ser humano todo se construye. La personalidad, la sexualidad e incluso el propio cuerpo. Hay una distancia muy grande entre el cuerpo biológico y el cuerpo subjetivo. No basta con tener un organismo biológico para tener un cuerpo. Los padres lo saben de un modo intuitivo y por eso han inventado juegos para ayudar a sus hijos a construir su cuerpo. —Rasseri lo mira sonriente. Pablo le devuelve la sonrisa—. No me diga que nunca jugó a: «Qué linda manito que tengo yo…» o no le preguntó a un chiquito: «¿Dónde está la boca?» y se puso muy contento cuando él logró llevarse el dedo a los labios dando por sentado que había entendido que ésa era su boca. —Rasseri asiente—. Es más, un chico tarda mucho tiempo en poder hablar en primera persona. Por el contrario, durante los primeros años de su vida se refiere a sí mismo en tercera persona, como si fuera otro. Hable con cualquier maestra jardinera y se lo confirmará. «¿De quién es este juguete?», pregunta la maestra. «Del nene», responde el chico. No dice: «mío». ¿Por qué? Porque aún no se ha construido en él nada parecido a una unidad.

Rasseri se ríe.

—¿Puedo saber de qué se ríe?

—Es que tantas veces se negó a venir a hablarnos de estas cosas. Hubiera ganado mucho dinero por explicarnos esto que ahora me está diciendo gratis.

Sonríe.

—Nada es gratis en la vida, doctor. Todo tiene un precio. Yo, simplemente, estoy pagando una deuda que tengo con usted.

—Comprendo. Pero siga, por favor.

—Bueno, me animo a decir por los trastornos que manifiesta con su cuerpo, ese cuerpo que «le duele», que se le lastima, que a veces no reconoce en el espejo, que Javier tiene una estructura con rasgos esquizoides.

Rasseri se pone serio.

—Diría usted, entonces, que es un esquizofrénico.

—No.

El médico lo mira extrañado.

—Pero lo que acaba de exponer…

—Lo sé, pero hay un detalle importante. Javier presenta un delirio muy bien definido, claro y firmemente estructurado. Y esto, usted lo sabe, no se da generalmente en un cuadro esquizofrénico. Por el contrario, en la esquizofrenia suele haber incluso ausencia de delirio. Javier, en cambio, presenta un delirio inconmovible y resistente. En este delirio, su padre maltrata y mata a su madre cada noche y ella le grita en su cabeza de un modo que lo atormenta. Y aparece además una hipótesis de solución para esto que lo perturba: matar a su padre, no por algo personal, ni siquiera para matarlo a él, sino como el único modo posible de acallar los gritos de su madre. Es decir, que matándolo a él, en realidad, la mata a ella. Y todo esto, en su mente, tiene una lógica extraordinaria. Entonces…

—Paranoia.

—Exacto. Por eso le hablé de una psicosis mixta. Pero no podría decirle más con sólo una entrevista. Es más, creo que me he arriesgado demasiado.

—Y yo se lo agradezco. Me ha dado elementos importantes para tener en cuenta a la hora de evaluar la estrategia terapéutica. Ahora, me pregunto, ¿por qué ninguno de nuestros psicólogos advirtió esto que me está diciendo?

—A lo mejor porque ninguno tuvo la oportunidad de escuchar su relato. Usted mismo me dijo que era la primera vez que hablaba del asesinato de su padre. Tal vez si lo hubiera hecho antes…

—Puede ser. Pero, si me lo permite, quisiera hacerle una pregunta más.

—Por supuesto.

—Después de haber escuchado cómo Javier le contó con lujo de detalles la escena del crimen, ¿sigue pensando que tal vez él no sea el asesino?

Medita unos segundos antes de responder.

—Aún no lo sé.

—Pablo, usted vio la aparatología que tenemos en ese cuarto. Registramos cada tensión muscular, cada modificación del ritmo cardíaco, el aumento de la sudoración y el menor incremento en la actividad eléctrica del cerebro.

—¿Qué está tratando de decirme?

—Que esa habitación cuenta con los mismos elementos que lo que vulgarmente se conoce como «detector de mentiras». No es nuestra intención descubrir si los pacientes mienten o no, pero tenemos la técnica como para sacar conclusiones al respecto.

—¿Y?

—Que Javier no tuvo durante su relato ninguna manifestación física de estar mintiendo.

Pablo lo mira directo a los ojos.

—De eso estoy seguro.

—Entonces, no entiendo.

—Doctor, no tengo dudas de que Javier me contó la verdad. Lo que no sé es si esa verdad es real o es algo que solamente ha ocurrido en su mente.

—Eso quiere decir que estamos como antes.

—No. Usted tiene ahora una segunda opinión acerca del cuadro clínico de Javier para intentar ayudarlo en su tratamiento, y yo sé que no es hablando nuevamente con él como voy a descubrir la verdad de esta historia.

Rasseri lo mira.

—¿Y qué hará entonces?

—Reconstruir cada frase de mi entrevista con él. Y pensar. Alguien asesinó a Vanussi y eso es un hecho. Si no fue Javier fue otra persona, y la verdad no deja de existir por el hecho de que no se la conozca. Doctor, yo he aprendido que estas cosas se confiesan. —Rasseri lo interroga con la mirada—. Es muy común que los asesinos necesiten sacarse la sensación inconsciente de culpa por lo que han hecho y eso puede llevarlos a delatarse. Y generalmente lo hacen. A veces sin querer, a veces de un modo velado, pero lo dicen aun sin decirlo. Sólo es cuestión de estar dispuesto a escuchar.

Lo mira.

—¿Y usted está dispuesto a escuchar?

Pablo levanta la vista y Rasseri percibe su mirada cansada y con un dejo de resignación.

—No se trata de una decisión voluntaria. Simplemente, no lo puedo evitar.

Se levanta y le agradece su colaboración. Pasa por la recepción y se dirige a la salida. Luciana no está en su escritorio.

—Mejor así —piensa.

Al llegar a la calle mira sin querer hacia la izquierda. El Peugeot negro sigue allí. Camina hacia la otra esquina sin darse vuelta y decide que le conviene irse en subte, así será más difícil de seguir. Al doblar en la esquina enciende el celular. Un nuevo mensaje lo está esperando.