VII

La habitación a la que entra junto a Rasseri se parece más a una oficina de la NASA que al cuarto de una clínica psiquiátrica. Una consola de sonido, otra de video, cuatro plasmas que hacen las veces de monitores y una computadora se encuentran bajo la mirada atenta de un técnico de guardapolvo blanco. Un vidrio enorme separa este cuarto de la habitación contigua. A través de él se puede ver que ésta se encuentra delicadamente decorada y una ventana que da al exterior le da un toque de vida que contrarresta toda asociación depresiva. El televisor está encendido y el control remoto descansa sobre la mesa de luz. En la pantalla, Homero Simpson toma una cerveza apoyado en la barra de un bar. Podría parecer perfectamente el cuarto de un hotel cinco estrellas a no ser por un detalle: el huésped está atado a la cama y por su sangre corre una batería de drogas que lo mantienen en un profundo letargo.

Rasseri saluda al técnico y le presenta a Pablo.

—¿Alguna novedad?

—No, doctor. Todo estuvo tranquilo durante las últimas horas. Cada tanto ha intentado mover sus brazos, más por un acto reflejo que por otra cosa, pero las ataduras parecen haberlo disuadido rápidamente.

Rasseri mira a Pablo.

—Supongo que ha estado antes en una Cámara Gesell.

Pablo asiente. Cuando era estudiante, en la facultad de psicología tenían una Cámara Gesell que se utilizaba para que los alumnos pudieran presenciar entrevistas que a veces realizaban los profesores, y otras ellos mismos bajo la supervisión de los docentes. Pero esto es otra cosa.

Vuelve a mirar todo lo que lo rodea antes de hablar.

—Reconozco que estoy sorprendido. No imaginaba que en Buenos Aires se trabajara con este nivel técnico.

—No se haga muchas ilusiones, debemos de ser la única clínica en el país que tiene tanta tecnología —dice mientras se acerca al vidrio y observa lo que ocurre en la habitación de al lado—. Pero, de todos modos, esta sala no es un invento tan moderno.

Pablo lo sabe. Se trata de una idea concebida por el psicólogo y pediatra estadounidense Arnold Gesell. Una idea muy sencilla y, sin embargo, extraordinaria. De un lado un vidrio que permite ver todo lo que sucede en la habitación contigua, del otro, un simple espejo que oculta al observador. Sólo eso, tan simple como genial.

Lo que Gesell buscaba era crear un dispositivo que le permitiera observar la conducta de los niños sin que su presencia influyera en sus comportamientos. Más tarde comenzó a usarse con pacientes adultos graves, ya no sólo para estudiarlos sino también para poder tenerlos bajo vigilancia sin que se sintieran observados, ya que la mirada de los demás suele ponerlos nerviosos.

Con el tiempo su uso se fue haciendo extensivo a otros ámbitos, algunos de ellos bastante diferentes de la clínica médica. La policía, por ejemplo, lo implementó como modo de identificar sospechosos sin que éstos pudieran ver a la persona que llevaba a cabo el reconocimiento. Y muchos otros usos más, como el espionaje o, incluso, algunos un poco más eróticos, como dar satisfacción al goce voyeurista.

—En cuanto al resto de lo que ve aquí —prosigue Rasseri ajeno a los pensamientos de Pablo—, se habrá dado cuenta de que todo es de última generación. Debe saber que el doctor Ferro es un hombre muy responsable, casi obsesivo diría yo. Y en algunos casos nos pide que tomemos registro de todo lo que ocurre con el paciente durante las veinticuatro horas. Por eso, todo es monitoreado y grabado.

Pablo se acerca a uno de los plasmas en el cual se observa la imagen en primer plano de Javier Vanussi. Se lo ve muy delgado y con señales claras de estar bajo los efectos de una fuerte medicación. Se queda un rato mirándolo en silencio.

—Parece apenas un chico.

—Así es. Pero tiene veinticuatro años. Aunque podríamos decir que Javier Vanussi jamás será un adulto.

Pablo asiente.

—¿Cuál es el diagnóstico?

Rasseri suspira.

—Ha hecho la pregunta del millón. Si usted fuera un lego yo podría responderla con una breve descripción de síntomas y alguna nomenclatura que podría dejarlo conforme. Pero no es así, razón por la cual me veo en la obligación de confesarle que no lo sé con exactitud.

Pablo asiente. Rasseri le hace una seña a su colaborador para que se retire. Cuando quedan a solas retoma la palabra, pero algo ha cambiado en su voz. Habla de un modo más íntimo, casi dolido.

—Conozco a Javier hace más de diez años. Obviamente que era un chico con problemas serios, de lo contrario su padre no lo hubiera mandado aquí. Pero era eso: un chico, y con un chico uno siempre tiene esperanzas.

—¿El padre lo mandó, como usted dijo, o lo trajo personalmente?

Breve silencio.

—Ustedes los analistas y su pasión por las palabras. —Suspira y se toma unos segundos antes de continuar—. Pablo, Roberto Vanussi era un hombre muy especial. En todos estos años solamente lo vi dos veces, y una de ellas fue cuando vino a entrevistarse con el doctor Ferro para pedirle que nos hiciéramos cargo de su hijo. Después de eso no volví a verlo jamás. Sé que cada tanto hablaba por teléfono con Ferro y que depositaba puntualmente los honorarios. Pero hasta donde yo sé, eso era todo lo que hacía por su hijo.

—Pero imagino que Javier no vendría solo.

—No, generalmente lo acompañaba Francisca.

—¿Francisca?

—Sí. Es la empleada de la casa y en aquella época, hacía las veces de madre sustituta ya que la mamá de los chicos había muerto hacía poco tiempo. Otras veces era Paula quien lo acompañaba, pero el padre siempre brillaba por su ausencia. Usted sabe que es bastante común en casos como éstos que haya padres ausentes y madres fallidas.

—¿La madre de Javier era una madre fallida?

Piensa y un brillo particular aparece en sus ojos.

—Victoria Peña era una mujer muy particular. Una persona hermosa que adoraba a sus hijos. Pero, para su mal, estaba demasiado enamorada de su esposo, y eso condicionó mucho su rol de madre.

Pablo asiente en silencio sin entender demasiado.

—Doctor, ¿sería mucho pedir que me permitiera entrar en la habitación de Javier? Por supuesto, en su compañía.

Rasseri lo mira un instante. Pablo siente que está tratando de discernir el porqué de su pedido y, sobre todo, evaluando el efecto que esto pudiera tener para el paciente. Al cabo de unos segundos accede.

—Está bien. Sígame. De todas maneras no crea que va a ver algo muy diferente de lo que pudo percibir en los monitores.

Salen del cuarto y se encuentran con el técnico que espera detrás de la puerta. Rasseri le indica que vuelva a su trabajo. La temperatura ha bajado mucho, o al menos eso le parece a Pablo que siente un pequeño estremecimiento. Recorren unos pocos metros y se detienen frente a una puerta en la cual figura el nombre de Javier. Debajo de él, un cartel indica: «Prohibido el ingreso a toda persona no autorizada». Rasseri abre la puerta y le cede el paso.

Pablo entra con una sensación extraña. No es la primera vez que va a ver a un paciente que está internado, pero esto es diferente, no sólo porque el ámbito le es desconocido sino porque, además, Javier Vanussi no es su paciente. Registra una leve taquicardia y se da cuenta de que está nervioso. Avanza lentamente hasta la cabecera de la cama y se detiene a un costado. Lo que ve le genera un fuerte impacto. Javier Vanussi lo está mirando directo a los ojos, pero en esa mirada no se percibe nada, y tiene la angustiante sensación de estar siendo observado por un muerto.