IV
José Heredia entra en el bar y lo recorre con la mirada. Su metro noventa, el abrigo negro que le llega hasta las rodillas y las botas terminadas en punta le dan un aspecto extraño, como si estuviera fuera de tiempo y lugar. Cualquiera podría preguntarse qué hacía una figura como ésa entrando en un café de la Avenida de Mayo en una noche porteña. Hubiera desentonado menos tomando un vino en algún bodegón sevillano o en las páginas de un libro de Bram Stoker.
Detiene su mirada en una mesa ubicada junto a una ventana en el fondo. Cruza todo el salón y se sienta frente a su amigo. Suspira y finge recuperar el aliento.
—¿Se puede saber qué te pasa? No me pediste, sino que casi me ordenaste que viniera. ¿No podías esperar hasta mañana? —Su tono es más de broma que de reproche—. ¿Sabés qué estaba haciendo? Tal vez no te importa, pero igual te cuento. Terminaba de atender a mi último paciente y había empezado a cocinar. Después de todo un día dedicado a los demás, ése era mi momento. Y ahí estaba yo —bromea teatralmente—, entregado al ritual de abrir una y otra vez el horno para que la carne estuviera en su punto justo, ni muy cruda ni muy seca. Sabés que me encanta cocinarme, es una especie de laborterapia, mi momento de relax. Mientras cocino no me importa nada más en la vida. Por eso hasta hace un rato toda mi atención estaba puesta en el olor de la carne y el gusto de la salsa que me estaba preparando. Pero el teléfono me trajo de nuevo al mundo real. Vos, rompiendo el idilio cotidiano que existe entre mi cocina y yo. Así que espero que tengas un buen motivo para haberme sacado de mi mundo de hadas.
Pablo suele reírse con su amigo, pero no esta vez. Lo mira fijo a los ojos.
—Paula Vanussi. ¿Te suena?
José se pone serio de repente.
—Obvio que me suena. Es una de mis pacientes.
—Gitano, ¿qué quilombo me tiraste encima?
Gitano. Sólo Pablo lo llama de ese modo. José lo mira y comprende que habla en serio.
—Descarto que te fue a ver.
—Sí. Llegó con su carita de ángel y un gesto desprotegido y me empezó a hablar de cadáveres podridos e hijos parricidas. Y cuando, para ganar tiempo, para pensar en medio de tanto despelote, le pregunto cómo consiguió mi teléfono, me dice que se lo diste vos. —Silencio—. Así que te escucho.
Sonríe.
—¿Te contó todo lo que pasó?
—No, pero supongo que a vos sí. Por eso te llamé. Contame.
—¿Me estás pidiendo que viole el secreto profesional?
—Dejate de hinchar las pelotas, Gitano. No va a ser la primera vez que hablamos de un paciente. Además, te recuerdo que vos me metiste en esta historia.
—No es tan así.
—Que digas que no es «tan» así, quiere decir que al menos un poco así es.
—No, por favor. No me vengas con sutilezas analíticas a esta hora.
—Disculpame. Eso es lo que somos, ¿no?
En ese momento el mozo se acerca a la mesa. José pide un café. Pablo sigue en silencio, simplemente esperando.
—Está bien, te cuento, pero cambiá esa cara de culo que no es para tanto.
—…
—Conocí a Paula en la facultad hace más o menos tres años, fue alumna de mi clase de psicopatología.
—Ah, es psicóloga.
—No todavía. Terminó de cursar pero aún tiene colgados unos finales que, si los sigue postergando, se le van a vencer y va a tener que cursar las materias de nuevo. Sería una cagada. Justo ése es uno de los temas que estábamos trabajando en análisis.
—Eso no me interesa —lo interrumpe.
—Vos me pediste que te contara.
—Sí, pero no esa parte de la historia. Hablame de ella, no de su análisis, y decime todo lo que sepas acerca de la muerte… del asesinato —se corrige— de su padre.
José hecha medio sobre de azúcar en el pocillo y lo revuelve lentamente, sacude la cuchara en el aire y se la lleva a la boca. Luego la deja en el borde del plato y bebe un sorbo.
—Como te decía, ella fue alumna en mi clase, una muy buena alumna. Estudiosa, aplicada y con mucho interés por comprender cómo funcionan las enfermedades psíquicas. Pero si bien este interés se mantuvo durante toda la cursada, se hizo especialmente fuerte, obsesivo diría yo, cuando vimos las psicosis y las clasificaciones psiquiátricas. Ya sabés, trastornos graves, problemas neurológicos, cuadros border y esas cosas. En ese momento no le di demasiada importancia al tema. Después comprendí por qué estos casos la fascinaban tanto. —Pablo lo interroga con la mirada—. Javier, su hermano, es un pibe con problemas severos. Por las cosas que ella cuenta, imagino una estructura esquizofrénica, asociada tal vez a algún trastorno de la personalidad.
Pablo siente que su humor se va suavizando a medida que su amigo habla. Con él suele pasarle eso. Llega con ganas de matarlo y al rato comienza a sentir el placer de poder hablar de un modo relajado y franco.
Se habían conocido en la facultad, al inicio de sus carreras, en la cátedra de psicoanálisis. Desde el primer momento se llevaron bien, se divirtieron y les gustó reunirse para estudiar. Cursaron juntos casi todas las materias, sin embargo Pablo se recibió un poco antes. Era más metódico y responsable que su amigo. José es, a pesar de su aire divertido y amable, un hombre introvertido y oscuro que en ocasiones atraviesa algunos períodos en los que se aísla en su mundo. Pablo intuye algún secreto que lo atormenta, algo que no le ha contado nunca y que tal vez no le contará jamás.
De los dos, sin embargo, fue José el que logró entrar como profesor a la universidad. Una vez dentro del ámbito académico, habló con el titular de cátedra y lo convenció para que invitara a su amigo a ingresar como ayudante. Y así fue. Pero Pablo no estaba cómodo y, poco después, sus discrepancias con la cúpula de la facultad lo llevaron a renunciar al cargo. A pesar de esto y del lugar incómodo en el que había quedado, José siguió apoyándolo y lo defendió de todas las críticas, incluso cuando las publicaciones teóricas de Pablo lo dejaron para siempre fuera del afecto académico. Son amigos y ambos se respetan y quieren a pesar de las diferencias.
—A mitad de ese año —continúa José—, Paula me dijo que quería analizarse conmigo y yo le respondí que en ese momento no era posible, que era mi alumna y no era ético, pero que si al finalizar la cursada seguía con los mismos deseos, yo no tenía inconveniente en que tuviéramos algunas entrevistas para ver si podía tomar su caso.
La cosa es que en diciembre terminó de cursar y ese mismo mes, en el primer llamado, rindió el final que me desligaba del rol de profesor —sonríe—, el único final que dio con tanta celeridad. —Termina su café de un trago—. Puta… está frío.
—Y empezaste a analizarla.
—No inmediatamente. Me pareció aconsejable tomarnos los tres meses del verano para que terminara de diluirse la relación profesor-alumna. Así lo convinimos y en marzo me llamó para iniciar el análisis.
—¿Y qué pasó?
Piensa.
—Dudé mucho en aceptarla como paciente. Tuve muchas entrevistas preliminares.
—¿Por qué?
—No lo sé. Si bien era muy inteligente, casi brillante te diría, y producía mucho material de análisis, algo en ella no terminaba de cerrarme. Lo cierto es que después de un par de meses no encontré motivos para no tomarla y empezamos el análisis, si bien por un tiempo largo no hizo diván.
José hace silencio y se toma unos segundos antes de continuar.
—Te habrás dado cuenta de que viene de una familia de mucho dinero y descuento que también notaste que es una chica muy linda.
—Ajá.
—Sin embargo, la vida de esa piba fue un infierno. Su padre era un empresario ligado a personas de mucho poder… Peces gordos, ¿me entendés?
—No lo sé.
—Mirá, en apariencia tenía una empresa constructora. Todo legal. Incluso cotizaba en bolsa. Nada que decir de eso.
—¿Entonces?
—Que su hija cree que eso era una mascarada y que su fortuna venía de temas ligados al juego, las drogas y la prostitución.
—¿Y qué pruebas tiene ella de eso?
José menea la cabeza y llama al mozo nuevamente.
—Según me dijo no tiene certezas, pero sí sospechas muy bien fundadas. —Pide otro café, corto y fuerte.
—¿Y vos le creés?
Se miran y Pablo nota que no le está contando todo lo que sabe y, aunque eso le molesta, de algún modo lo entiende. La está preservando.
—Yo, como vos, trabajo con la realidad psíquica de mi paciente, no con la realidad concreta. Y si en su realidad psíquica el padre es un hijo de puta, yo estoy para ver qué hace ella con esto y qué emociones le provoca. ¿No te parece?
Pablo lo mira y piensa un instante.
—Teóricamente sí, pero cuando en la realidad concreta se comete un asesinato con parricidio incluido, al menos yo me preguntaría qué tan serias eran las presunciones de la paciente, porque a lo mejor, gente ligada a esos supuestos negocios turbios, alguno de esos peces gordos como vos los llamás, tuvo algo que ver con esta muerte.
—Olvidate de eso.
—¿Por qué?
—Porque al tipo lo mató el hijo. Un pobre pibe que, como te acabo de contar, no está nada bien.
—¿Y vos cómo estás tan seguro de eso?
—Porque ella me lo dijo. Además todo indica que es así y no tengo motivos para poner en duda las pruebas que llevaron a los investigadores y a los abogados a esa conclusión.
Pablo lo mira en silencio. Piensa antes de hablar, como si estuviera sopesando las palabras que va a utilizar.
—¿Sabés por qué Paula vino a verme?
—Me dijo que te admira mucho, que tus libros la movilizaron y le dieron una óptica distinta para pensar la clínica. Sabía que éramos amigos porque ése no es un secreto en la facultad. —Sonríe—. Soy casi el único amigo que te queda adentro.
—Ya lo sé. Pero estamos hablando de Paula y no de mi dificultad para hacerme querer por mis colegas.
—Cierto. El tema es que ella quería una opinión sobre la situación psicológica del hermano. Al menos eso es lo que me dijo a mí.
—José —hace una pequeña pausa antes de continuar—, ella me pidió que actuara como perito de parte en el juicio por asesinato que se va a llevar adelante en contra de su hermano. Voy a ser aún más claro, por si no me expliqué bien. Lo que ella quiere es que yo testimonie ante el juez que ese chico es inimputable del asesinato de su padre. Que le explique por qué alguien con las alteraciones psicológicas que, según me dijo tiene Javier, no era capaz de comprender la gravedad del acto que estaba realizando, ¿me entendés? No me está pidiendo una opinión sobre el cuadro clínico de su hermano sino que quiere que vaya como psicólogo a pedir que Javier no vaya a la cárcel por homicidio. Como verás, entre una opinión clínica y esto que me está pidiendo hay un abismo.
Se hace un silencio pesado entre ambos. José está inquieto y se mueve en su silla. Hace un barco con la servilleta sin levantar la vista y suspira.
—Tenés razón y no quiero que te sientas en la obligación de aceptar su pedido sólo porque yo estoy en el medio. Te juro que no sabía que era esto lo que pretendía. Pensé que sólo quería saber si podías hacer algo por la salud de su hermano.
—José, vos sabés que la psicología forense no es mi especialidad. Y por lo que veo, Paula Vanussi tiene el dinero necesario como para contratar al mejor forense del mundo.
—Lo sé, pero es evidente que ella confía mucho en vos.
Pablo asiente.
—¿Y qué vas a hacer?
Levanta la mirada y la fija en José.
—¿Te acordás cuando cursamos Lógica?
—Sí.
—Hubo un tema que me apasionó.
—Lo recuerdo, «Las Falacias Lógicas».
—Exacto. Esos razonamientos que están armados de un modo tal que parecen verdaderos, cuando en realidad son falsos.
José lo cuestiona con la mirada.
—¿Y a qué viene eso ahora?
—Una de ellas era la llamada «Falacia de la pregunta supuesta». ¿Te acordás? —José hace un gesto de negación—. Se da cuando se formula una pregunta que da por sobreentendido que ya se ha respondido otra que en realidad nunca fue formulada.
El gesto de su amigo le transmite el esfuerzo que está haciendo por comprender de qué le está hablando.
—A ver… Por ejemplo, un hombre le pregunta a su mujer: «¿Cuándo dejaste de amarme?». Pero esa pregunta supone que hubo otra anterior que ya fue respondida: «¿Dejaste de amarme?». Y en realidad esto nunca fue preguntado.
—Comprendo. Pero decime, ¿qué tiene que ver eso en este caso?
—Que tanto vos como Paula me preguntan si acepto intentar demostrar que Javier Vanussi no sabía lo que hacía cuando mató a su padre.
—¿Y?
—Pero nunca me preguntaron si yo estaba seguro de que fue él quien lo mató.
Ninguno de los dos dice nada por un rato. Al fin, José lo interroga.
—Te lo pregunto, entonces. ¿Vos creés que Javier mató a su padre?
Pablo respira profundamente antes de responder.
—No lo sé, Gitano.