I

La verdad late sojuzgada y silenciosa. Oculta en los rincones más oscuros de la mente, olvidada en antiguos archivos judiciales, encubierta en los confusos dictámenes oraculares o simplemente presa de la represión o el desconocimiento, como si se tratara de uno de esos animales que invernan largo tiempo sin manifestarse, pero que aún en ese estado siguen vivos.

La verdad. Eso tan deseado y tan temido al mismo tiempo. A veces por maldad, otras por dolor o simplemente porque el tiempo extendió un velo de fatal encubrimiento, yace oprimida y, cuanto más oculta, más fuerte. Porque no sabe morir. Porque puede ser silenciada, ocultada u olvidada, pero aun así clama a su manera por hacerse notar, por gritar su presencia. Omnipresente en su aparente ausencia. Marcando y condicionando el modo de gozar y padecer, de relacionarnos con los otros y con nosotros mismos.

Nadie puede ser completamente feliz sino al costo de una cierta ignorancia, pero esta ignorancia no está al alcance de cualquiera. Por el contrario, hay personas a las que la verdad les reclama desde su propia sangre el derecho a salir de las sombras, y no pueden desoírla aunque quieran, aunque duela o, como en el caso de Pablo, aunque corran riesgos innecesarios.

El sobre negro descansa apretado entre sus manos. Las fotos que acaba de ver no se le borran de la mente. ¿Qué razón tiene para poner en peligro a la gente que quiere? ¿Con qué derecho arrastra con sus decisiones a personas inocentes? La respuesta es sólo una: no lo puede evitar. La verdad es un imán que ejerce sobre él una atracción a la que no puede sustraerse.

Pero esto no es gratuito. Por el contrario, su cabeza no ha parado un solo segundo desde que salió de su consultorio. Imágenes, pensamientos, dudas, temores y, por sobre todo, bronca, mucha bronca. Piensa que sea quien fuere el que está detrás de todo esto, es un hijo de puta que merece ser descubierto.

Pero para eso hay que llegar a la verdad.

Como siempre, Pablo y la verdad, esa unión inseparable que tanto le costó en la vida. Y no es que no haya intentado apartarse de ella. Tampoco se trata de que sea un hombre de una nobleza intachable. De ninguna manera. La búsqueda de la verdad no es su virtud, es su obsesión. Un síntoma que no puede abandonar.

Aún recuerda aquella charla en la que expuso ante una audiencia numerosa que, como analista, no le interesaba el bienestar de sus pacientes sino el develamiento de la verdad que se oculta en ellos. Apenas había terminado la frase cuando una mujer se levantó indignada y, antes de retirarse de la sala de conferencias, le gritó:

—A mí sí me importa mi bienestar. ¿Me entiende? Porque estoy cansada de sufrir. Así que si ésa es su postura, no cuente conmigo. Puede usted meterse la verdad en el culo.

Miró desde el escenario cómo la mujer se iba ante el murmullo y la sorpresa de todos los presentes y, luego de un brevísimo silencio, apenas si alcanzó a responderle:

—Le juro que la entiendo. Es más, si pudiera hacerlo, yo también me iría de mí mismo.

El público rio con su respuesta. Seguramente les pareció ingeniosa, pero no había sido una ironía. Pablo habló muy en serio.

Y ahora está nuevamente allí, en esa casa enorme, recorriendo el mismo sendero arbolado que atravesó hace… ¿hace cuánto?… Siente que ha sido hace mucho tiempo, aunque sabe que no es así. Pero hoy es todo tan distinto. Hoy ni siquiera repara en la idea de que por esos pastos, Roberto Vanussi se arrastró mientras se desangraba hasta morir, ni en la belleza de la casa, ni en el olor de los pinos. Su mente intenta, desesperadamente, desprenderse de todo pensamiento.

Ha ido a hablar con Camila y ninguna otra idea debe hacerle olvidar eso. Tiene que abandonar sus miedos y prejuicios si es que quiere ayudarla. Por eso, Vanussi, Helena, Alejandra, Paula, el Gitano e incluso él mismo, tienen que esperar. Pero ¿esto es lo que realmente quiere? ¿Priorizar a una nena que apenas conoce aun al precio de arriesgar la vida de los que ama? ¿Hasta dónde va sostener la primacía del analista por sobre el hombre? ¿Y él qué?

No tiene tiempo de responder a esas preguntas porque, la puerta de la casa se abre y Francisca le sonríe mientras seca sus manos en un delantal a cuadros blancos y azules. La mira. Podría haber sido una mujer hermosa de no haber sufrido tanto, de haber nacido en una familia con otros privilegios. Pero ¿quién dijo que la vida es justa?

Pablo percibe la ansiedad que hay en su mirada y deduce que hace rato que está mirando por la ventana esperando verlo llegar. Le extiende la mano a modo de saludo, cruza la puerta lentamente y, con el primer paso que resuena en el piso de madera, se desvanecen sus preguntas y comprende que ya ha tomado una decisión.