59
Las normas de la unidad de cuidados intensivos del Hospital St. Francis eran todavía más estrictas que las del City Hospital, donde se recuperaba Keith London. El St. Francis tenía una norma inquebrantable, sólo se permitían visitas de la familia del paciente.
Por eso, a pesar de los potentes calmantes, Cardinal no dejaba de preguntarse cómo habían hecho Arsenault y Collingwood para entrar en su habitación; y Delorme, que con el brazo todavía en cabestrillo, también se había presentado. Cardinal tendría que reprenderla por no coger el arma como les habían enseñado. Eso le enseñaría. Seguro.
Con severidad y al mismo tiempo con una buena dosis de secretismo, Delorme le había mostrado un sobre cerrado. Estaba seguro de que en el interior de aquel sobre se escondía una historia que tenía que ver con él. Pero en aquel estado de embriaguez narcótica, con sus constantes pérdidas y recuperaciones de conciencia, no lograba dar con su significado. No cabía duda de que la letra del sobre era la suya, pero ¿por qué la habría dirigido al jefe Kendall?
¿Y cómo había hecho McLeod para entrar? Si McLeod estaba postrado, ¿cómo había llegado hasta allí? Pronto se acordó. Lo había hecho dando botes y se había situado junto a la cama, con las muletas encajadas en las axilas y un calcetín mugriento en la punta de su escayola o como quiera que se llamen esos moldes de plástico que las han reemplazado. Algunos allegados se habían ofendido por el lenguaje soez de McLeod, habían mandado llamar a la enfermera jefe. Ella también acabó enfadándose con él.
Hasta Karen Steen había acudido a verlo, la amable y gentil Karen Steen. Solicita como siempre, había ido a colmarlo de agradecimientos que curaron sus dolencias como un bálsamo. Le había regalado un oso de peluche con gorra de policía. Cardinal aún recordaba su perfume. De aquel encuentro retuvo que Keith London había sido dado de alta de la UCI y que los doctores aseguraban que se recuperaba estupendamente. Karen le contó que su novio había recobrado el conocimiento y que poco a poco comenzaba a hablar. Keith no recordaba cómo había recibido la herida, ella deseaba que nunca lo hiciera.
¿O había sido Delorme quien le había regalado el oso? A Veces, cuando el Demerol hacía efecto, tenía la impresión de que el oso le hablaba. No, no podía ser. Ahora estaba seguro de que el peluche provenía de la señorita Steen. Era lógico, Delorme era analítica, no tenía ni una sola vena sentimental en todo el cuerpo.
—Qué familia tan numerosa la suya, señor Cardinal —comentó la enfermera que le ponía las inyecciones.
Era una mujer impasible, joven, pecosa y con los dientes delanteros separados.
—¿Qué familia? Esas personas no son mis parien… ¡Ay!
—Ya está. Ahora quédese boca abajo mientras yo ordeno esto un poco. —Se puso a estirar las sábanas; cuando las desplegaba sonaban como chasquidos—. Y vaya boca tiene su pariente el pelirrojo —prosiguió la enfermera sin dejar de ir de un lado al otro—. Hizo bien al mandarle un ramo de flores a la enfermera jefe. Quizá lo dejen entrar más adelante.
Cogió a Cardinal y lo giró como a una tortilla francesa, después lo agarró de las axilas y lo sentó. Lo hizo todo con la naturalidad y aparente falta de esfuerzo que sólo logran los profesionales. La maniobra hizo que a Cardinal le doliera hasta la raíz del pelo.
—No se le parece en nada, el pelirrojo. Nunca hubiera adivinado que eran hermanos.
Los analgésicos cubrieron su dolor como la tinta impregna el papel secante. Le sobrevino un sopor ligero poblado de sueños, tras el cual se despertó sintiéndose de maravilla. En la profundidad de su ser, sin embargo, acechaba una forma dispuesta a asolarlo, una forma cada vez más definida, cada vez más parecida a la angustia. Volvió a dormirse. Soñó que Catherine se había curado y que ahora era ella la que lo visitaba y cuidaba de él, como un ángel guardián… Pero al despertarse en mitad de la noche no vio a nadie, solamente oyó los zumbidos y pitidos de los aparatos, las palpitaciones dolorosas en las entrañas y las risas de alguien al final del pasillo.
—Nunca creí que el otro asesino fuera una mujer —repetía Delorme—. Todo poli sabe que algún día tendrá que disparar y quizá matar para salvar una vida. Eso lo sabemos todos. Pero cuántos polis tienen que matar a una mujer, ¿eh, John? Me digo a mí misma que era una asesina, pero aún me entran ganas de vomitar. No puedo conciliar el sueño. No puedo comer.
Divagó durante un rato y él dejó que lo hiciera, estaba feliz de que Delorme estuviese a su lado. Ella le contó quién era la mujer y dónde vivía. Le relató cómo encontraron a la abuela famélica en el dormitorio de la primera planta. Le refirió su primer encuentro con Edie Soames y cómo le había seguido la pista al CD partiendo de la biblioteca. Y lamentó no haber sido más lista —lo dijo casi llorando— y no haberla interrogado.
Incluso bajo el efecto de las drogas, Cardinal repasó los hechos: nadie hubiera movido un dedo para comprobar una prueba tan endeble. Pero Delorme estaba inconsolable. Quizá le hubiese salvado la vida a Woody —se mortificaba— y hoy un bebé aún tendría un padre.
Cardinal le pidió detalles sobre el registro de la casa de Edie Soames.
—A Katie Pine la asesinaron en el salón, mientras la abuela dormía en el cuarto de arriba. La casa es la que aparece en la cinta magnetofónica. ¿Sabes qué fue lo primero que oí al entrar? El reloj de repisa. Estaba encima de la chimenea, igual que en la cinta.
—Vaya, me hubiera gustado verlo.
Delorme le enumeró las cosas que encontraron allí: otra arma, una lista y el diario de Edie.
—¿Llevaba un diario? Apenas pueda le echaré un vistazo.
—Da repelús, ¿sabes? —replicó Delorme—. Y lo que más grima da es que no tiene nada de especial. Podría tratarse del diario de cualquier chica: maquillaje, peinados y sus reflexiones sobre el amor que sentía por su novio. También escribió algunas líneas sobre Billy LaBelle. Lo mataron ellos.
—¿Pone dónde lo enterraron?
—No. Pero encontramos otra cosa: una cámara y algunas fotos sacadas delante de la casa donde mataron a Todd Curry, y otras con la isla Windigo de fondo. Ah, y ésta, cerca del depósito de agua.
Le mostró la foto. En la instantánea se veía a Edie dibujando un ángel en la nieve.
A él le costó enfocar la imagen.
—No está muy lejos del lugar donde se deshicieron del cuerpo de Woody, a poco menos de un kilómetro. Tampoco está lejos de la estación de bombeo —aclaró ella.
—¿Cómo lo sabes? Podría ser cualquier sitio con nieve.
—Yo pensé lo mismo. Pero fíjate en la tubería maestra.
—No logro distinguirlo bien. ¿Qué es, un número?
—Sí, es un número. La compañía de aguas nos dijo dónde estaba la tubería. —Le apoyó la mano en el hombro a su compañero y concluyó. Creo que allí es donde enterraron a Billy LaBelle.
—Deberíamos enviar un equipo que excavara la zona de inmediato.
—Ya lo están haciendo. Cuando salga del hospital iré para allá.
—Me había olvidado… —dijo Cardinal como pudo debido al efecto delos calmantes—. Me había olvidado de lo eficiente que eres.
Se dio la vuelta para dormir y entonces vio el oso con la gorra de policía.
—Y gracias por el oso, Lise.
—Yo no te regalé ningún oso.
Delorme regresó, pero Cardinal no habría podido asegurar cuánto tiempo había transcurrido desde la última visita, si una hora o un día. La notó cansada y pálida. Acababa de regresar de informar al matrimonio LaBelle que por fin había hallado el cadáver de Billy.
—Ha sido espantoso —dijo ella—. No creo que sirva para investigar homicidios.
—Naturalmente que sí. Otro poli no hubiera encontrado el cuerpo y los LaBelle se habrían pasado el resto de sus vidas preguntándose qué le habría pasado a su hijo. No es nada agradable, pero al menos a partir de ahora se cicatrizarán sus heridas.
Delorme no dijo nada durante unos segundos. Después se puso en pie, miró si había alguien en el pasillo y volvió a entrar. De su bolso sacó un sobre cerrado.
—La primera vez que te lo mostré estabas hasta las orejas de calmantes.
—Mi carta a Kendall… ¿Cómo te enteraste?
—Revisé los archivos de tu ordenador, lo siento. El día que se te ocurrió lo de la pulsera de dijes, aproveché para leer lo que estabas escribiendo. Vi que era una carta dirigida al jefe. Se está trasladando al despacho de Dyson, y su correo…, pues, digamos que yo llegué primero. Nunca llegó a leerla, John. Dice que va a venir a verte, se preocupa por ti.
—No debiste hacerlo, Lise. Si llega a salir a la luz en el juicio…
—No habrá juicio. Los dos han muerto, ¿recuerdas?
—Te juegas el puesto.
—No quiero que un buen poli se quede sin empleo. Lo hiciste cuando estabas bajo una presión terrible. Que yo sepa, no formas parte de ningún escuadrón de la muerte que vaya por ahí aterrorizando a la gente. Le he estado dando vueltas, John. Acusarte haría más mal que bien, ésa es la verdad. Además, Toronto está fuera de mi jurisdicción. Nadie me pidió que investigara tus andanzas allí.
—Pero ahora voy a tener que pasar por todo eso otra vez.
—No tienes por qué. No hay ninguna razón para que vuelvas a pensar en ello.
Pero Cardinal sabía que lo haría, pensaría en ello cuando los calmantes dejasen de surtir efecto, cuando volviese a casa, cuando se despertase en mitad de la noche. Apenas pudiese hacer caso omiso del orificio que tenía en la mano y los dos que le perforaron el estómago, volvería a ponderar el delito cometido en Toronto. Nunca desaparecería. Ahora lo entendía, ésa era la forma que lo acechaba en la niebla. Además, R. J. no había sido el único destinatario de aquella carta.
A la mañana siguiente, Cardinal despertó en una habitación y sala distintas. El sol inundaba la estancia, lo sintió sobre la piel incluso antes de abrir los ojos. Concentrada, tras su paso por el cristal de las ventanas, la luz caía tibiamente sobre su brazo. Experimentó algo agradable, muy parecido a la recuperación. Decidió quedarse tumbado como un gato y absorber toda aquella energía, pero cuando se desperezó, los puntos que le remendaban el estómago le hicieron cambiar de parecer. Al rato notó que una mano suave y cálida cogía la suya.
—¿Qué tal está mi dormilón?
—¿Catherine?
—Eso parece, cariño. Me han dado el alta.
Su esposa se sentó en el borde de la cama, a Cardinal el aspecto de su cónyuge se le antojó muy distinto del de un ángel guardián. Sus ojos distaban mucho de asemejarse a serenos estanques de certeza, eran esquivos y denotaban una gran preocupación. El párpado izquierdo estaba más caído que el derecho, señal inequívoca de que seguía fuertemente medicada. Pero al menos la ansiedad había desaparecido. Catherine ya no sufría temblores y sus manos cogían las de su marido con firmeza.
—Ya no estoy trastornada. El litio me mantiene serena. Funciono a base de litio, como la nave de «Star Trek». Perdona, no quise hacer un chiste intergaláctico.
Catherine llevaba puesta la boina que él le había regalado. Un detalle, un gesto insignificante, y sin embargo Cardinal no encontraba las palabras para expresar cuánto lo había emocionado.
—Estás estupenda —fue lo único que atinó a decir.
—Después de haberte casi ahogado y de haber recibido dos balazos, tengo que admitir que tú tampoco estás nada mal.
Siguió un silencio largo. Cogidos de la mano, intentaban hallar las frases que los ayudasen a recorrer el largo camino de volver a conocerse.
—Han llegado muchas flores a casa, y también tarjetas.
—Sí, la gente se ha portado muy bien.
—También vino a traerte flores un hombre, un tipo grandote con un parche que le cubría el ojo. Parecía estar muy preocupado por ti. Te he traído su tarjeta.
Sacó de su bolso una tarjeta Hallmark con flores, un diseño de lo más cursi. Contenía una frase que rebosaba cariño: «Ya nos veremos por ahí. Rick».
—Un tío encantador, ese Rick. —Hizo una pausa—. ¿Llegaste a recibir mi carta?
—Sí, la recibí, y Kelly también. Pero ya hablaremos de eso en otro momento.
—¿Qué dijo?
—Pregúntaselo tú mismo, está de camino.
—Está enfadada, ¿verdad?
—Por ahora está preocupada. Pero apenas se le pase se cabreará contigo. ¿Qué esperabas?
—He metido la pata hasta el fondo. Lo siento, Catherine.
—Yo también lo siento. ¿Cómo no voy a sentirlo?
Y mientras pensaba en cómo expresarlo de la forma más adecuada, bajó la vista. En la ventana, los gorriones recordaban un puñado de semillas que alguien hubiese lanzado contra el azul del cielo.
—Lo que me entristece, John, es que hayas hecho algo malo. Pero no significa que por eso crea que eres malvado. Me entristece porque sé cuánto te remuerde. Pero una parte de mí, y esto te sonará extraño, John… —No pudo continuar—. Es muy agradable volver a decir tu nombre y no sólo oírlo como un eco dentro de mi cabeza, ¿sabes? Estoy feliz de volver a tu lado. Pero dejando a un lado la alegría y volviendo a lo de antes, quería decirte que una parte de mí está muy, muy feliz de que hayas hecho algo malo.
—¿Cómo vas a alegrarte? ¿Qué estás diciendo?
—Nunca lo has entendido, ¿no es cierto? ¿Cómo ibas a entenderlo? Nunca aceptarás lo duro que es estar atado a mí, tener que cuidarme como a una criatura, tener que preocuparte de hospitales y de accidentes y preguntarte adónde se habrá ido esta vez. Pero por más duro que sea todo eso, creo que es mucho más difícil ser el objeto de tantos cuidados y atenciones. Es difícil ser la persona cuidada, es horrible ser una carga. Es horrible saber que eres el mayor gasto del presupuesto nacional. No sé si me entiendes…
—No digas eso, Catherine.
—Así que el hecho de que tú hayas hecho algo malo, de que hayas estado a punto de causar estragos en nuestras vidas… Lo que he querido decir con todo esto es que me alegra tener la oportunidad de ser la fuerte. Estoy encantada de que por una vez me necesites tú a mí.
El doctor de Cardinal entró en la habitación como un torbellino, saludando y haciendo preguntas, todo a la vez.
—No, no hace falta que se vaya —dijo al ver que Catherine recogía sus cosas.
Le iluminó la pupila a su paciente para constatar los reflejos oculares y le pidió que se sentara. Incluso lo obligó a dar algunos pasos. Cardinal se tuvo que agarrar de la barandilla de la cama como si fuera un viejecito, sentía que los intestinos le abrasaban por dentro.
—Que le den por el culo, doctor. Me vuelvo a la cama.
El doctor siguió garabateando en la gráfica de constantes.
—No se preocupe, no quería que caminara. Sólo comprobaba que le seguía doliendo. Está estupendamente. Su estómago tardará entre cuatro y seis semanas en cicatrizar. Las balas hicieron un desastre ahí dentro.
—¿Seis semanas?
—Le hará bien descansar. —Dirigiéndose a Catherine señaló a Cardinal con el pulgar y dijo en tono de sorna—: Qué héroe más gilipollas, ¿eh?
Acto seguido dejó caer la tablilla contra el pie de la cama y se marchó tan ruidosamente como había entrado.
—Con ese sentido del humor tendría que ser poli —espetó Cardinal.
El sudor de la frente ya se le había enfriado.
—Será mejor que me vaya —dijo ella—. Estás más blanco que las sábanas.
—No te vayas, Catherine. Quédate un poco más.
Ella le hizo caso, se quedó a velar su sueño. Al fin, todo sucedió tal y como él lo había soñado.
Cardinal cerró los ojos. Hubiera querido preguntarle si, a pesar de lo que había hecho, aún quería vivir con él, compartir su felicidad con él. Pero los analgésicos actuaron sobre sus sentidos como una almohada suave y mullida; sintió que su cráneo, sus extremidades y hasta los músculos de la cara se sumían en un sueño profundo. Entreabrió los ojos y atisbó a Catherine sentada a su lado. Se había puesto las gafas y leía un libro que había traído con ella para matar el tiempo. Entre parpadeo y parpadeo, las paredes color ver de pálido fueron transformándose en verdes y pálidos árboles. Las voces que resonaban en el pasillo se convirtieron en rugidos de animales salvajes y la puerta se fue abriendo de par en par hasta transmutarse en un arroyo.
Cardinal soñó con un viaje. Catherine y él navegaban por un río en una canoa, sobre un espejo de agua tropical, rodeado de una vegetación que él nunca había visto. Ella remaba en proa y él, a duras penas, dirigía el timón. El sol era de un amarillo brillante, como el dibujo de un niño. La canoa era verde, verde botella, y Catherine y él reían.