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Desde los muelles del Puerto del Gobierno hasta las islas Manitou, a trece kilómetros al oeste, se extendía una pista abierta a golpe de quitanieves que atravesaba el lago como una cinta de raso de un azul pálido. Los moteles de la costa despejaban la superficie congelada de sus letreros para atraer a los pescadores que, como los esquimales, practicaban agujeros en la capa de hielo. Aunque apenas entrañaba peligro alguno circular en un coche o incluso en un camión por la superficie helada del lago en el mes de febrero, no era recomendable avanzar sobre ella a más de veinte kilómetros por hora. Los cuatro vehículos, cuyos faros iluminaban las ventiscas de nieve formando cónicas y luminosas composiciones cubistas, parecían desplazarse a cámara lenta.
En el interior del primer vehículo de la caravana, Cardinal y Delorme guardaban silencio. De vez en cuando, ella alargaba el brazo para retirar del parabrisas el hielo que obstaculizaba la visión a su compañero. La escarcha se despegaba en jirones que caían convertidos en rizos para luego derretirse sobre el salpicadero y sus regazos.
—Se parece bastante a alunizar —dijo ella con una voz apenas audible a causa del gruñido de la caja de cambios y el zumbido de la calefacción.
A su alrededor la nieve caía incesantemente, en una variedad de tonos que iban desde el blanco hueso hasta el gris ceniza, y que en las hondonadas y los bordes del camino alcanzaba el malva oscuro.
Cardinal observó por el retrovisor la procesión que le acompañaba: el automóvil del juez de instrucción, iluminado por los faros de la furgoneta de los peritos, a la que seguía, cerrando la comitiva, el cuatro por cuatro de la Patrulla de Caminos.
En pocos minutos el perfil fiero y abrupto de la isla Windigo apareció ante los faros. Era un islote ínfimo que no superaba los trescientos metros cuadrados, y según recordó Cardinal, que había navegado aquellas mismas aguas durante el verano, la estrecha franja de playa que la rodeaba no era mucho más que un ribete pedregoso. El cobertizo que indicaba la entrada a la mina sobresalía entre los pinos como la torreta de un barco. La luna proyectaba sombras perfectamente definidas que parecían saltar y temblar a medida que la caravana se aproximaba.
Uno tras otro, los vehículos aparcaron en una línea recta. El conjunto de faros proyectó una muralla de luz cegadora que se vio rodeada de la oscuridad más absoluta.
Con aquellos voluminosos abrigos de plumas y las botas inmensas y torpes, Cardinal y los otros parecían un grupo de astronautas sobre el hielo flexionando constantemente las piernas para mitigar el frío. Eran ocho: Cardinal y Delorme; el juez de instrucción, el doctor Barnhouse; los peritos Arsenault y Collingwood; los agentes de la Patrulla de Caminos Larry Burke y Ken Szelagy, enfundados en sus anoraks azules, y el conductor de otro de los coches particulares, el último en llegar, Jerry Commanda, de la PPO. La Policía Provincial de Ontario supervisaba la Patrulla de Caminos y prestaba todos los servicios policiales a los asentamientos que no contaban con policía propia. Los lagos y las reservas indias también se hallaban bajo su responsabilidad. Pero con Jerry no hacía falta preocuparse por disputas jurisdiccionales.
Los ocho formaron un círculo casi completo, cuya sombra se alargaba debido al efecto de los faros.
Barnhouse, el juez de instrucción, fue el primero en hablar.
—¿No debería usted llevar un cencerro al cuello? —le espetó a modo de saludo a Cardinal—. Ya sabe, como los leprosos.
—Es que me estoy curando —repuso Cardinal.
Barnhouse era un tipo belicoso, con aspecto de bulldog. Su constitución era la de un luchador: cuello grueso, espalda ancha y el centro de gravedad a ras del suelo. Quizá para compensar todo aquello asumía una actitud altanera.
Con un gesto de la barbilla, Cardinal señaló al tipo alto que había quedado fuera del círculo.
—¿Conoce a Jerry Commanda?
—¿Que si lo conozco? Estoy harto de él —bramó Barnhouse—. El señor Commanda trabajó en la ciudad, hasta que decidió volver a sus raíces.
—Ahora estoy con la PPO —respondió Jerry conteniéndose—. Hay un cadáver en medio del lago. Imagino que querrá preparar una autopsia, ¿verdad, doctor?
—No hace falta que me explique mi trabajo. ¿Dónde está el heroico policía que descubrió el fiambre?
Ken Szelagy dio un paso al frente.
—No lo descubrimos nosotros. Fueron unos chavales, a eso de las cuatro. Larry Burke, ese de ahí, y yo atendimos la llamada. Cuando vimos de qué clase de crimen se trataba, acordonamos la zona y dimos el aviso. Por lo visto, McLeod se encontraba en el juzgado, así que llamamos al sargento detective Dyson. Imagino que fue él quien envió aquí al detective Cardinal.
—El talentoso señor Cardinal —murmuró con ambigüedad Barnhouse—. Por ahora nos las apañaremos con las linternas. No quiero armar un revuelo colocando focos y demás.
Cardinal se dirigió hacia las rocas de la orilla y estuvo a punto de decir algo, pero Jerry Commanda le leyó el pensamiento.
—En fila india, señores.
—No soy un señor —apuntó Delorme con acritud desde la profundidad de su capucha.
—Vale, pero difícil de apreciar en este instante, ¿no crees? —respondió Jerry.
Con un movimiento de mitón, Barnhouse indicó a Burke y a Szelagy que encabezaran el grupo. Durante los minutos siguientes, las botas crujieron sobre la gruesa capa de hielo compacto. Navajazos de frío parecían abrir tajos en la cara de Cardinal. Lejos, más allá de las rocas, una hilera de luces centelleaba a lo largo de la orilla del lago: la Reserva Chippewa, el territorio de Jerry Commanda.
Al llegar a la alambrada que rodeaba el cobertizo de la bocamina, Szelagy y Burke esperaron a los demás.
Delorme dio un codazo amortiguado a Cardinal y apuntó hacia un objeto pequeño a metro y medio de la verja.
—¿Rompisteis el candado, muchachos? —inquirió Cardinal.
—No, lo encontramos así —contestó Szelagy—. Creímos que sería mejor dejarlo como estaba.
—Los chavales dijeron que ya estaba roto —añadió Burke.
Delorme sacó una bolsita de plástico del bolsillo, pero Arsenault, que como buen perito siempre iba preparado, sacó una de papel y se la alcanzó.
—Usa una de éstas. Cualquier cosa mojada se deteriora envuelta en plástico.
Cardinal se alegró de que aquello hubiera sucedido pronto y que hubiese sido otro el encargado de parar los pies a Delorme. Era una buena investigadora, se había ganado el puesto en Investigaciones Especiales por haber enviado a la cárcel a un ex alcalde y a varios concejales gracias a un trabajo exhaustivo que había llevado adelante ella sola. Pero nunca había trabajado en la escena de un crimen. A partir de ahora, Delorme se andaría con más cuidado, y Cardinal lo prefería así.
Uno tras otro, los policías pasaron por debajo de la cinta amarilla y, siguiendo los pasos de Burke y Szelagy, rodearon el cobertizo. Szelagy señaló unas tablas sueltas.
—Cuidado al entrar, hay un escalón de casi un metro, el resto es puro hielo.
En el interior del cobertizo destartalado, los haces de las linternas formaron un círculo de luz discontinuo en el suelo. El viento silbaba por entre las rendijas como en una película de terror.
—¡Dios santo! —susurró Delorme.
Tanto ella como los demás habían visto muertos en accidentes de tráfico, algún que otro suicidio y numerosos ahogados, pero ninguna de aquellas experiencias los había preparado para esto.
A pesar de que temblaban de frío, una quietud intensa se instaló entre los miembros del grupo. Fue como si hubieran empezado a rezar; sin duda, más de uno lo había hecho. La imaginación de Cardinal se alejó momentáneamente de lo que tenía a sus pies. Se remontó al pasado, hacia la imagen de Katie Pine sonriendo en una foto escolar; y luego al futuro, hacia el momento en que tuviera que dar la noticia a la madre de la niña.
El doctor Barnhouse abordó el asunto con profesionalidad.
—Estamos ante los restos congelados de un adolescente… ¡Coño!
Dio unos golpes a la grabadora, apenas perceptible dentro de la manopla.
—Siempre se jode cuando hace frío. —Carraspeó antes de proseguir con tono declamatorio—: «Estamos ante los restos congelados de un adolescente. La descomposición y los daños causados por animales salvajes impiden en este momento determinar el sexo de la Víctima. El torso está desnudo y la parte inferior del cuerpo parcialmente cubierta por unos vaqueros. Faltan el brazo derecho y el pie izquierdo. La cara ha sido desfigurada por las mordeduras de las alimañas. Falta el maxilar inferior». Qué horror —dijo—, no es más que un crío.
Cardinal creyó percibir un temblor en la voz de Barnhouse. Qué diablos, él tampoco apostaría a que su propia voz no lo fuera a traicionar. No era sólo el estado del cadáver lo que les afectaba —todos habían visto cosas peores—, sino que los restos se hallaban perfectamente conservados en un bloque rectangular de hielo translúcido e impoluto de unos veinte centímetros de espesor. Las cuencas los miraban a través del hielo, perdidas en la negrura que envolvía a los investigadores. Uno de los ojos había sido arrancado y descansaba sobre un hombro; del otro no había ni rastro.
—«La cabellera, negra y larga hasta los hombros, ha sido desprendida del cráneo. La pelvis anterior denota estrías, lo que sugiere que la víctima es del sexo femenino, aunque es imposible asegurarlo sin un examen más minucioso, lo cual queda descartado, pues el cadáver se halla incrustado en un bloque de hielo como consecuencia de las condiciones específicas del lugar».
Con el haz de su linterna, Jerry Commanda apuntó por encima de las cabezas hacia el techo de tablas ásperas, y de nuevo al hueco de cemento donde se encontraba el cuerpo.
—El techo gotea que da miedo. Hasta puede verse el hielo que se filtra desde el exterior.
Sus acompañantes dirigieron sus linternas a las finas hebras de hielo alojadas entre tabla y tabla. Una vez más, las sombras se desplazaron sobre la pared y los haces volvieron a iluminar las cuencas vacías.
—Debió de haber ocurrido durante aquellos tres días de diciembre, cuando se derritió todo —conjeturó Jerry—. No me sorprendería que ahí debajo hubiese un sumidero y que el cuerpo lo haya obstruido. Al derretirse el hielo, el hueco se llenó de agua. Luego la temperatura volvió a bajar y se congeló de nuevo.
—Parece encapsulado en ámbar —dijo Delorme.
Barnhouse continuó con su resumen final.
—«No se han encontrado prendas de ropa sobre el cuerpo ni en los alrededores, con excepción de los vaqueros que…». Pero eso ya lo he dicho, ¿verdad? Sí, estoy seguro de haberlo dicho. «Los tejidos de la región abdominal están desgarrados por completo, faltan todas las vísceras y la mayoría de los órganos principales. Es imposible afirmar si se debe a un trauma peri mórtem o a la actividad animal post mórtem. Hay porciones visibles de pulmón: los lóbulos superiores del izquierdo y el derecho».
—Katie Pine —dijo Cardinal.
No había sido su intención decirlo en voz alta, pues sabía que provocaría una reacción. Y llegó como un trueno.
—Espero que no esté afirmando que reconoce a la pobre chica por su foto del instituto. Hasta que se compare la dentadura de la mandíbula superior con su odontograma no habrá una identificación positiva.
—Gracias, doctor —respondió imperturbable Cardinal.
—El sarcasmo sobra, detective. Se esté curando usted de su lepra o no, no voy a tolerar su sarcasmo.
Barnhouse posó sus ojos tristes sobre el objeto inanimado que yacía a sus pies.
—«Las extremidades, las que quedan, se encuentran casi descarnadas, pero me arriesgaría a decir que el cuerpo sufrió una fractura en el radio del brazo izquierdo».
El juez de instrucción dio un paso atrás alejándose del borde del hueco y cruzó, beligerante, los brazos sobre el pecho.
—Señores, y señorita, abandono esta investigación, ya que está claro que requerirá los servicios del Centro de Medicina Forense. Y dado que el lago Nipissing es jurisdicción de la Policía Provincial de Ontario, pongo la investigación oficialmente en sus manos, señor Commanda.
Jerry no tardó en responder:
—Si se trata de Katie Pine, la investigación corresponde a Algonquin Bay.
—Pero Katie Pine seguramente es una de los suyos. Una chica de la reserva.
—Fue raptada del parque de atracciones próximo a Memorial Gardens, lo que lo convierte en un caso de la ciudad, un caso de Cardinal. Lo ha sido desde el momento en que la muchacha desapareció.
—No obstante —perseveró Barnhouse—, mientras no se identifique fehacientemente a la víctima se lo encargo a usted.
—De acuerdo, doctor —concluyó Jerry—. Es todo tuyo, John. Sé que es Katie.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —insistió el juez, señalando la masa informe con su grabadora—. Fíjese, de no ser por la ropa, ni siquiera parecería un ser humano.
Cardinal habló lenta pero claramente:
—Katie Pine se fracturó el radio del brazo izquierdo mientras aprendía a montar en monopatín.
Barnhouse se había marchado y los dos uniformados aguardaban en el cuatro por cuatro de la Patrulla de Caminos. Los cinco restantes se apretujaron en el interior de la furgoneta de los peritos. Cardinal tenía que gritar para hacerse oír por encima del rugido de la calefacción.
—Nos hará falta bastante cuerda: a partir de este momento, la isla entera será considerada la escena del crimen y, por lo tanto, también de la investigación. No hemos hallado indicios de sangre en la bocamina, por lo que es improbable que el crimen haya sido cometido en este lugar. Aquí se deshicieron del cadáver, nada más. Aun así, no quiero a curiosos en motonieves pasando a toda velocidad por encima de las posibles pruebas, así que tendremos que acordonar la isla. Que no pase nadie.
Delorme le alcanzó el móvil.
—He llamado al Centro de Medicina Forense. Es Len Weisman.
—Len, tenemos un cuerpo congelado en un bloque de hielo macizo. Una adolescente; probablemente se trate de un homicidio. Si logramos seccionar el bloque de hielo y te lo enviamos entero en un camión refrigerado, ¿podrás encargarte de la autopsia?
—Claro. Tenemos unos Congeladores de reóstato variable. Podemos controlar la temperatura y derretirlo escalonadamente para salvar cualquier cabello o fibra que pudieran ser útiles.
Escuchar un acento de Toronto en semejante paisaje lunar rayaba en lo surrealista.
—Estupendo, Len. Cuando el camión esté a punto de partir, te llamaremos para confirmar a qué hora llegará.
Cardinal devolvió el teléfono a Delorme.
—Arsenault, tú eres el perito experto. ¿Cómo nos la llevamos de aquí?
—Cortar el bloque de hielo no supone ningún inconveniente. Lo que sí lo será es separar el hielo del cemento al que se ha adherido.
—Llama a alguien de la ciudad para que lo haga, allí siempre están cortando cemento. Y vosotros anulad vuestros compromisos, habrá que examinar lo que esconda toda esta nieve.
—Pero ¡la mataron hace meses! —exclamó Delorme—. Rastrear en la nieve no nos aportará nada nuevo.
—Eso no lo sabemos. ¿Alguien tiene un buen contacto en el Ejército?
Collingwood levantó la mano.
—Diles que necesitamos una tienda inmensa, del tamaño de una carpa de circo. Que cubra la isla. Si hay algo que no nos hace falta es más nieve sobre el terreno. Y también necesitamos un par de calefactores, de los que se usan para calentar los hangares. Derretiremos la nieve y veremos qué hay debajo.
Collingwood, de pie junto a la salida de la calefacción del coche, asintió con la cabeza. De su guante brotaba una nube de vapor húmedo.