16

El restaurante Sundial estaba a las afueras de Orillia, pegado a la autovía 400 y, como su nombre sugiere (reloj de sol), era circular. El salón comedor, luminoso y alegre, estaba enmarcado por amplias cristaleras curvadas. Las camareras trataban a la clientela con amabilidad, y Cardinal siempre paraba allí cuando regresaba desde Toronto.

Delorme volvió del servicio de señoras abriéndose paso entre los bancos de vinilo rosa. Parecía ausente, y al sentarse murmuró algo acerca de regresar a la carretera antes de que la nevada se convirtiese en una tormenta blanca en toda regla.

—No nos podemos marchar todavía —repuso Cardinal—. Acabo de pedir tarta de crema de coco.

—En ese caso tomaré un poco más de café.

—Es una tradición personal, ¿sabes? Parar en el Sundial y tomar tarta de crema de coco. Es el único lugar donde la como.

Delorme asintió distraídamente y perdió la mirada en la nieve; parecía encontrarse de mal humor. Cardinal se preguntó si debía interesarse por la razón del enojo, pero no levantó la vista del salvamanteles, decorado con las efigies de los primeros ministros de Canadá.

La camarera sirvió la tarta y el café, y Cardinal sacó su libreta.

—No estoy tan convencido como Fortier de que investigar las emisoras sea un callejón sin salida.

—Puedo encargarme de la biblioteca, si quieres.

—Pareces desanimada.

Delorme se encogió de hombros.

—Cuando oímos la cinta por primera vez pensé que no tardaríamos en atrapar a este tipo. No sé, mañana, dentro de una semana…, pero pronto. ¿Cuántas veces contamos con una grabación del homicidio? Se la llevamos a un experto y aun así seguimos con las manos vacías, ¿me entiendes?

—Te adelantas a los acontecimientos, Delorme. Quizá Fortier descubra algo más cuando acabe con la limpieza digital. Cuando logre resaltar la voz del asesino…

—Dijo que no podía.

—Aún tenemos la pista de la cámara.

—Reconozco que en el estudio me entusiasmé. Eso de las «copias sonoras» suena muy científico, pero fíjate: incluso si pudiésemos afirmar que se trata de una Nikon de 1976, ¿de qué nos sirve ese dato? Sería distinto si el sonido correspondiera a una cámara fabricada el año pasado. Al menos esa pista nos llevaría a un recibo de compra o a una tarjeta de crédito. Pero una cámara vieja pudo haber pasado por diez dueños diferentes en todos esos años.

—Vaya, sí que estás deprimida.

Sentada de lado en el banco, Delorme contemplaba cómo caían los copos de nieve diminutos que, desde que salieran de Toronto, descendían lenta pero infatigablemente. Una camioneta de reparto de la tienda Pop Shoppe salía del aparcamiento con los limpiaparabrisas batiendo sin cesar. Después de unos instantes dijo:

—Cuando era pequeña, creía que este lugar se parecía más a una nave espacial que a un reloj de sol.

—Yo pensaba lo mismo. Aún lo pienso.

En el espacio que dejara libre la camioneta, un padre ayudaba a subirse la cremallera del anorak a su hija. La niña llevaba una gorra de lana verde brillante con un pompón que le llegaba hasta la cintura. Al ver que el aliento de padre e hija se fundía, Cardinal tuvo que admitir que él guardaba el miedo y el pesar bajo llave, en un armario, dentro del corazón. «Un hilo carmesí une el amor de un padre con el miedo a que algo pueda ocurrirle a su hija. Tal vez por eso somos tan sobreprotectores», reflexionó.

—Tienes una hija en la universidad, ¿no es cierto?

Por lo visto, Delorme también cavilaba sobre padres e hijas.

—Así es, se llama Kelly.

—¿En qué curso está?

—En segundo. Estudia Bellas Artes y sólo saca sobresalientes —dijo sin poder refrenarse.

—Pudiste haber pasado a verla. Teníamos tiempo de sobra.

—Kelly no estudia en Toronto sino en Estados Unidos.

«Y tú lo sabes de sobra, detective Delorme, a pesar de que te hagas la inocente. Investiga todo lo que quieras, pero no esperes que te lo ponga en bandeja».

—¿Por qué se fue Kelly a Estados Unidos?

—Su madre es norteamericana, pero no se fue por eso. Yale es la mejor universidad de Bellas Artes de todo el continente.

—Es curioso que siendo tan famosa ni siquiera sepa dónde está.

—New Haven. Estado de Connecticut.

—Tampoco sé dónde está. Me refiero a New Haven.

—Está en la costa, es un lugar horrible.

«Venga, Delorme, pregúntame cómo puedo permitírmelo. Pregúntame de dónde saqué el dinero».

Pero ella se limitó a ladear la cabeza en un gesto de asombro.

—Así que Yale, fantástico. ¿Qué me has dicho que estudia?

—Bellas Artes. Siempre quiso ser pintora, tiene mucho talento.

—Parece una chica lista. Prefirió no ser policía.

—Sí, es una chica lista.

El coche traqueteaba hacia el norte a través de la tormenta de nieve. En el interior del vehículo, el ambiente se había oscurecido paulatinamente. Uno de los limpiaparabrisas chirriaba a cada pasada y Cardinal se contenía para no parar y arrancarlo de cuajo. Encendió la radio, escuchó un único verso de Both Sides Now, de Joni Mitchell y volvió a apagar el aparato. A medida que se aproximaban a Gravenhurst, comenzaban a surgir las primeras estribaciones de afloramientos precámbricos a ambos lados de la carretera. Cuando alcanzaba el primer filo de roca, Cardinal sabía que estaba arribando a casa. Pero ahora lo único que sentía era asfixia.

Aquella misma mañana, en el Centro de Medicina Forense, Cardinal había telefoneado a Dyson para mantenerlo al corriente. Pero su jefe no le dejó abrir la boca.

—Tengo dos palabras para usted, Cardinal.

—¿Cuáles?

—Margaret Fogle.

—¿Qué pasa con ella?

—En mis manos, recién salido del horno, por así decirlo, tengo un fax del Departamento de Policía de Vancouver. Por lo visto, Margaret Fogle no murió asesinada en nuestra bella ciudad como pensaron algunos. Está viva y en perfecto estado de salud y va a dar a luz a un bebé en Vancouver.

A pesar de la distancia, el evidente regocijo de Dyson se reflejaba claramente.

—Me alegro —respondió Cardinal—. De veras que me alegro de que esté viva.

—No se culpe, Cardinal, todos cometemos errores.

Cardinal había hecho oídos sordos al comentario refiriendo secamente las novedades forenses.

Según dejaban atrás Bracebridge, cuyas salidas no eran más que vagos contornos en la ventisca, Delorme sacó a relucir una vez más el tema de la música. A medida que contrastaban teorías, ambos comenzaron a animarse, y Cardinal cayó en la cuenta de que la opinión de su compañera le interesaba. Tal vez se debiera a esos rasgos marcados o a su mirada grave; no podía ser de otro modo porque aún no se conocían lo suficiente.

«De acuerdo —pensó Cardinal abriendo un debate consigo mismo—, tienes la sensación inconfundible de que tu compañera te está investigando. A ver, ¿cuál es la mejor manera de hacer frente a esta desagradable situación sin salir demasiado dañado?». Cardinal decidió que haría lo que estuviese en sus manos para ayudarla. Sin que fuese demasiado obvio, le facilitaría su cometido: dejaría que Delorme echara un vistazo a su taquilla, a su escritorio (si es que no lo había revisado ya). ¡Qué diablos!, incluso le franquearía el acceso a su casa. El punto débil de Cardinal era Yale, y su compañera ya lo sabía. Había pocas perspectivas de que lograra descubrir algo más, al menos por ahora.

Cuando atravesaron Huntsville, Cardinal experimentó la agradable sensación de volver a pertenecer al equipo local. Siempre valía la pena trabajar con la gente de Toronto; la profesionalidad y la celeridad de los sureños le atraían. Pero adoraba el norte: la limpieza, las colinas rocosas y los bosques, y la transparencia infinita de sus cielos. Mas sobre todo le encantaba trabajar en el lugar que lo había convertido en quien era ahora, la sensación de estar protegiendo el entorno que de niño lo había protegido a él. Toronto ofrecía una infinidad de oportunidades profesionales, por no hablar del dinero, pero nunca sería su hogar.

Su hogar. De pronto, Cardinal deseó que Catherine estuviese a su lado. Era imposible prever cuándo le golpearía el recuerdo. Podía pasar horas enteras sin pensar en otra cosa que en el caso que investigaba, pero de repente una presión creciente le oprimía el pecho, una herida, un ansia. Quería que Catherine estuviese con él, aunque fuese la Catherine de ahora, la Catherine desquiciada.

Estaba oscureciendo, y la nieve se batía contra el coche como cortinas de encaje.

Al día siguiente, la nieve seguía cayendo. En su despacho, Dyson leía a Delorme y Cardinal el perfil psicológico del asesino elaborado por la RPMC. La pronta respuesta de Ottawa representaba un misterio para Cardinal. Los faxes debían de estar echando humo. Sin embargo, Dyson —en una reacción tan típica que rayaba en la parodia— se burlaba del documento que tanto le había costado conseguir.

—El análisis de las fotografías se ve dificultado porque sólo uno de los lugares reseñados es la escena de un homicidio. La bocamina no es más que el lugar donde se arrojó el cadáver. Estupendo, ¿verdad? —exclamó Dyson dirigiéndose al informe que tenía en la mano—. Ahora decidme algo que yo no sepa.

Ni siquiera levantó la vista. Pasó un par de páginas tan campante, deteniéndose en un párrafo aquí y otro allá.

—«Muerte producida por causas diversas…, asfixia…, trauma producido por objeto contundente…». Bla, bla, bla y más bla. «El joven fue asesinado mientras se encontraba sentado… de cara al agresor, lo cual implica que lo conocía y, hasta cierto grado, confiaba en él…». Ya sabemos todo esto.

—Lo que no entiendo es por qué hizo intervenir a los psicólogos de la Policía Montada tan pronto —dijo entonces Cardinal—. Yo habría esperado a poder suministrarles más información.

—¿Y eso cuándo va a ocurrir, según usted?

—Debió tenerme al tanto. Todo el mundo sabe que la Montada se carga una investigación con las mismas ganas con que hacen la cabalgata musical. ¡Mire lo que pasó con Kyle Corbett, por el amor de Dios! Ni siquiera voy a ponerme a especular por qué mandaron al traste aquella operación. Pero sus psicólogos son un caso aparte, y encima anoche me llama Grace Legault, que se autoproclama La Voz de la Opinión Pública. Quería saber cuándo pediremos ayuda a los psicólogos de la RPMC o de la PPO o a cualquier otro maldito psicólogo… Voy a quedar como un imbécil.

—Mire, fue idea del jefe, y fue una buena idea. Debería agradecérselo. ¿Sabe qué significa el término «ataque preventivo»? Esa decisión mantendrá a los medios lejos de nosotros, ya no nos darán la lata para que llamemos a las fuerzas federales y esas gilipolleces. Además, quedaremos bien con nuestros hermanos y hermanas de rojo, lo cual siempre es algo sensato.

—Pero hasta ahora no he visto nada que los forenses de Toronto no pudieran resolver…

Dyson había perdido el interés por las reflexiones de John Cardinal, así que prosiguió:

—«La joven fue raptada en un lugar concurrido…, aparentemente sin ofrecer resistencia ni provocar forcejeos, lo cual demuestra una vez más cierto grado de familiaridad…».

—Los niños y los adolescentes confían en cualquiera que sepa acercárseles, sargento —indicó Delorme—. ¿No se acuerda del maníaco sexual que simulaba venir del hospital a avisar de que la madre de la víctima había sido llevada a urgencias?

—Me sorprende que llamen a esto un servicio —dijo Dyson golpeando el informe con el dorso de la mano.

—Esta gente estudia las fotografías del lugar donde el asesino se deshizo del cuerpo durante treinta segundos —replicó Cardinal—. Ningún psicólogo esclarece nada en esas circunstancias.

—¿Qué pasa, ahora de pronto le has tomado afecto a la Policía Montada? Lo que a mí me gustaría saber es cuántas escenas de crímenes ha investigado ese supuesto psicólogo.

—Se llama Joanna Prokop. Realizó el perfil psicológico de Laurence Knapschaefer indicando con éxito hasta el tipo de coche que conducía. Ella sola tiene más sesos que toda la división de Ontario junta.

Dyson pasó las páginas hasta llegar a la última y leyó desafiante el resumen.

—«La naturaleza de ambos lugares indica que se trata de una persona solitaria… El hecho de que conociera la situación de la bocamina sugiere que se trata de un residente local…». Ah, sí, aquí está: «La personalidad del asesino muestra rasgos a la vez organizados y desorganizados. No teme enfrentarse a las víctimas frontalmente. Posee las habilidades sociales necesarias, al menos superficialmente, para tentar a una persona a ponerse en una situación de peligro. Tanto la casa abandonada, la bocamina o la grabación magnetofónica son el resultado de planes sumamente cuidados. Una planificación exacta apunta a que el agresor probablemente tenga un puesto de trabajo estable. Quizá sea un limpiador obsesivo o un maniático del orden, el tipo de persona que confecciona listas. Puede que su empleo requiera un alto grado de organización». La muerte de Todd Curry no me pareció el trabajo de un maniático del orden, pero no cabe duda de que tenemos costumbres muy distintas los muchachos de la Policía Montada y yo. Muchachos y muchachas, perdónenme.

»“Por otra parte —continuó leyendo Dyson—, las pruebas del frenesí presentes en el homicidio de Curry denotan una personalidad explosiva… El asesino es una persona que falta al trabajo cada vez más a menudo y con el devenir de los días se desboca progresivamente”. La verdad es que no sé qué esperan que hagamos con todo esto. De acuerdo con este informe, ustedes están tras los pasos de Jekyll y Hyde. Capturarlo resultará sencillo si el asesino se encuentra funcionando en modalidad Hyde, pero ¿cómo lo reconocerán cuando actúe como el bueno de Jekyll?

—Calentando sillas, seguro que no —espetó Cardinal, y se marchó.

Delorme lo hubiera seguido, pero Dyson la detuvo.

—Espere un segundo. ¿Ha sido una impresión mía o su compañero está un poco susceptible?

Delorme percibió el cambio en el tono de voz. Ya no hablaban de los asesinatos de Pine y Curry.

—Creo que se ha cabreado porque usted no lo tuvo informado.

—Quizá tenga usted razón. ¿Y qué tal le va, Delorme, en su…?

—Bien. Hasta ahora no he encontrado nada.

—¿Y qué me dice de las finanzas de nuestro amigo?

—No me han contestado aún. A los bancos no les gusta soltar prenda. Pero a título personal, me da la impresión de que…

—No nos importan sus impresiones, Delorme, ni al jefe ni a mí. Compartimos la impresión de que Cardinal es un detective de primera categoría y que su comportamiento es intachable. Así que gracias, pero no necesito más impresiones. Lo que me hacen falta son datos, y no rumores, que expliquen cómo Kyle Corbett se las apañó para escapársenos tres veces seguidas. Cardinal busca endilgarles el error al cabo Musgrave y a sus acólitos. Pero ¿cómo se explica que un poli de Algonquin Bay tenga una casa en Madonna Road y que su hija estudie en Yale? ¿Tiene usted idea de lo que cuesta estudiar en Yale?

—Unos veinticinco mil dólares canadienses. Ya lo he averiguado.

—¿Eso incluye el coste del colegio mayor?

—No, señor, eso incluye solamente los estudios. La comida, el alojamiento, los libros y los materiales de pintura suman en total unos cuarenta y ocho mil dólares canadienses.

—Dios santo.