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Eric estaba consiguiendo crispar los nervios de Edie. Se había comportado con una serenidad absoluta durante varios días, se diría que hasta entusiasta. Pero ahora no hacía más que fastidiarla. ¿Qué mosca le habría picado? Normalmente no toleraba que lo vieran comer, y ahora, de un día para otro, pedía salchichas y puré y ella tenía que salir corriendo al supermercado, atravesar un mar de aguanieve y volver con los pies helados para preparárselo. ¿Y qué hace él entonces? Pues decide comer solo en el salón y mandar a Gram y a ella a comer a la cocina. Dos días antes, Edie había apuntado en su diario: «Amo a Eric con una pasión infinita, pero no me gusta su manera de ser. Es malo y egoísta, es cruel y le da placer intimidar. No puedo evitar amarlo».
Edie bajó al sótano. Keith seguía atado a la silla del asiento agujereado con la palangana debajo. Lo primero que ella tenía que hacer era vaciar aquel recipiente. Y no le apetecía bajar más, aquello era como cambiarle la arena a un gato. Eric nunca lo hacía, sólo se quejaba de la peste hasta que ella se encargaba de limpiarlo. Y encima se sentía horrible, vacía por dentro, igual de mal que cuando le atacaba el eccema, cuando le trepaba por la cara, el cuello y la mandíbula, cuando le cuarteaba la piel volviéndola roja y haciéndola supurar. Al salir del supermercado, unos gamberros que pasaban en coche habían bajado las ventanillas y la habían saludado con unos ladridos.
Justo cuando Eric le exponía sus últimas ideas a Keith, Edie regresaba del retrete. Él se deleitaba soltándole discursos al prisionero, pero a Edie aquella situación la sacaba de quicio.
—Oye, prisionero, no queremos preocuparnos más de tus manchas de sangre. Me parece que te has abandonado, como si ya no te interesase cuidar de ti mismo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
El prisionero, amordazado y maniatado, no respondió. Hasta sus ojos habían perdido la mirada suplicante.
—He encontrado el sitio ideal para liquidarte, prisionero. Es una antigua estación de bombeo. Está cerrada, abandonada y tapiada a cal y canto. ¿Crees que alguien pasa a menudo por allí? Una o dos veces cada cinco años tal vez. —Eric pegó la cara a la del chico, tan cerca que hubiera podido besarlo—. Te estoy hablando a ti, monada.
Los ojos enrojecidos de Keith se desviaron. Eric lo cogió de la barbilla y lo obligó a mirarlo a la cara.
Edie temía que Eric lo matara allí mismo si no se lo llevaban enseguida. Sacó un bloc de notas.
—¿No habías dicho que querías hacer la lista, Eric?
—¿Por qué no lo llevamos a la bocamina, Edie? Nunca se les ocurriría que pudiéramos regresar al cobertizo.
—No conduciré sobre el hielo —se plantó Edie—. En casi tres días apenas ha helado. —Y apuntó al bloc—. ¿Por qué no usar una bañera para que la sangre no salpique?
—No voy a cargar con una bañera de aquí para allá. Si elegimos la estación de bombeo fue para no tener que preocuparnos de que chorreara sangre por todas partes. Pero una mesa, una mesa no nos vendría mal y sería más práctico. ¿Qué te parece, eh, prisionero? Parece que el prisionero número cero nos da su aprobación, ¿a que sí?
Eric desdobló The Algonquin Lode y lo abrió sobre la cama, de forma que el chico no pudo evitar ver su foto de graduación y debajo el titular NO HAY PISTAS DEL JOVEN DE TORONTO.
—Después de matarlo, para desfigurarlo, le podríamos meter la cabeza en una bolsa de cal viva —apuntó Edie—. O incluso antes de matarlo.
—Se te ocurre cada cosa, Edie… ¿No te parece genial, prisionero? ¿A que sí? Sí, el joven de Toronto está completamente de acuerdo. El joven de Toronto opina: Edie, eres muy pero que muy, creativa.