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La sargento Lise Delorme llevaba ya algún tiempo despejando su escritorio de la Brigada de Investigaciones Especiales; un par de meses para ser exactos. No había ningún caso importante pendiente, pero quedaban miles de pequeños detalles por resolver. Debía redactar conclusiones, poner al día órdenes, archivar fichas. Quería dejar todo en perfecto orden para la llegada de su reemplazo, prevista para finales de mes. Sin embargo, la mañana se le había escapado y sólo había conseguido eliminar la información confidencial del disco duro del ordenador.

Delorme esteba impaciente por ponerse a trabajar en el caso Pine, aunque sabía que al mismo tiempo tendría que investigar a su propio compañero. Hasta la fecha, parecía que Cardinal iba a mantener una prudencial distancia, y no lo culpaba por ello. Ella tampoco se habría mostrado amable con alguien de Especiales.

Una llamada telefónica en mitad de la noche: así había comenzado todo. En un primer momento, Lise Delorme creyó que se trataba de Paul, un ex novio a quien cada seis meses le daba por emborracharse y llamar a las dos de la madrugada, llorando con nostalgia. Pero esta vez se trataba de Dyson.

—Habrá una reunión en casa del jefe dentro de media hora. En su casa, no en su despacho. Vístase y espere. Un agente de la Policía Montada la recogerá. No queremos que ciertas personas vean su coche aparcado frente a la casa del jefe.

—¿Qué es lo que pasa?

El sueño le impedía pronunciar correctamente las palabras.

—Se enterará a su debido tiempo, Delorme. Tengo una sorpresa para usted.

—Que sea un vuelo a Florida o a algún otro lugar soleado.

—Nada de eso. Va a dejar Especiales.

Delorme se vistió en tres minutos y se sentó en el borde del sofá con los nervios a flor de piel. Había trabajado en Especiales durante seis años, y en todo aquel tiempo no había sido convocada a medianoche, ni tampoco a casa de su jefe. Así que iba a dejar Especiales…

—Ni te molestes en preguntármelo —le dijo la joven agente de la Montada antes de que Delorme abriese la boca—. No soy más que la chica de los recados.

Delorme se consoló pensando que había sido un bonito detalle enviar a una mujer.

De niña, también ella había llegado a sentir reverencia por la Real Policía Montada de Canadá. Aquellos uniformes color escarlata y aquellos caballos calaron hondo en el corazón de la pequeña Lise. Mantenía el recuerdo indeleble del día que los vio realizar la famosa «cabalgata musical» en Ottawa; era imposible olvidar la belleza de semejante procesión ecuestre. Ya en el instituto, supo de la historia gloriosa del cuerpo, de la gran travesía al oeste. La Policía Montada del Noroeste, así eran conocidos por aquel entonces, cabalgó miles de kilómetros para poner fin a la violencia en la que se había sumido la región, una violencia originada por la expansión hacia el oeste de Estados Unidos. La RPMC negoció tratados con los aborígenes, echó a los bárbaros asaltantes estadounidenses de nuevo a Montana o a cualquier otro agujero inmundo del que hubieran osado salir, y restableció la ley y el orden antes de que a los pobladores canadienses se les ocurriera rebelarse. La Policía Montada llegó a convertirse en el icono de lo que una fuerza policial íntegra y cabal debía ser y también en la respuesta a las plegarias de cualquier agencia de viajes.

Delorme se tragó aquella imagen edulcorada de cabo a rabo —después de todo, para eso son las imágenes—, y cuando poco antes de cumplir los veinte vio a una mujer —¡una mujer!— vistiendo el uniforme rojo de sarga, se planteó seriamente pedir por correo la solicitud de ingreso.

—Ésos son los hechos, saquen sus propias conclusiones. ¿Alguna pregunta?

—Solamente una —dijo Delorme—. ¿Cómo define usted el termino fidedigno?

El jefe soltó una carcajada, la única de la noche. Nadie oso esbozar una sonrisa.

Habían pasado dos meses desde aquella madrugada. Ahora Delorme introducía documentos en la trituradora de Especiales deseando sin mucho optimismo que su compañero llegara a confiar en ella. Al dirigirse al incinerador para deshacerse de un canasto lleno de tiritas de papel, vio que Cardinal se estaba poniendo el abrigo.

—¿Necesitas que haga algo? —le preguntó.

—No hace falta. Acaban de identificar a la chica por su odontograma. Voy a informar a Dorothy Pine.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe?

—No, gracias. Nos vemos luego.

«Fantástico —se dijo a sí misma Delorme mientras vaciaba el canasto—. Ni siquiera sabe que voy a espiarlo y aun así no me quiere de compañera. Qué gran comienzo».