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La estación de bombeo llevaba cinco años fuera de servicio y su aspecto daba precisamente esa impresión. Se trataba de un edificio feo, bajo y achaparrado, construido con bloques de piedras graníticas. Las ventanas habían sido tapadas con tablas y el tejado estaba oculto por la nieve acumulada del invierno; casi un metro, a pesar del último deshielo. De las esquinas del tejado colgaban carámbanos gruesos como los tubos de un órgano de iglesia. Desde el punto de vista de un asesino, el sitio contaba con una ventaja innegable: su aislamiento. En setecientos metros a la redonda no había ninguna otra casa, y el lugar estaba rodeado por un monte de maleza espesa y salvaje.

Cardinal hizo un reconocimiento rápido de la construcción y comprobó que el lado que daba al lago carecía de puerta de entrada. Pero un tramo de escalera de piedra se elevaba desde la orilla por el costado del edificio y terminaba en una puerta de acceso lateral. Los escalones subían por el muro lateral de la casa trazando una diagonal perfecta desde la gruesa capa de nieve. Fraser había aparcado la furgoneta junto al borde del lago. Las pisadas y las huellas de arrastre llevaban a la estación de bombeo. Un semicírculo de óxido señalaba el lugar donde hasta hacía poco había colgado un grueso candado.

Cardinal se acercó a la puerta, cogió el pomo y lo giró haciendo el menor ruido posible. No tuvo que darse la vuelta, simplemente sacudió la cabeza. Los demás comprendieron la señal.

McLeod abrió el maletero del coche y sacó «la maza», un tubo de hierro de treinta kilos diseñado para echar abajo puertas. Él y Delorme lo sujetaron por las asas que tenía a ambos lados y se prepararon para pulverizar la cerradura. Primero entraría Cardinal con el arma desenfundada. Todos los detalles se acordaron por medio de signos.

Lo que sucedió después llegaría a formar parte del anecdotario del Departamento de Policía de Algonquin Bay y sería referido durante muchos años. Cuenta la leyenda que Delorme y McLeod habían dado un paso atrás para tomar impulso y Cardinal, con la mano en alto, se dispuso a contar hasta tres. Después de que el detective levantara el primer dedo, a punto ya de levantar el segundo, Eric Fraser abrió la puerta.

Salió del edificio y se quedó plantado, parpadeando por la luz repentina.

Se barajarían muchas teorías acerca de la verdadera razón de su salida: una sugería la búsqueda de provisiones; otra, la necesidad de satisfacer sus necesidades fisiológicas. Poco importaba ya, el resultado fue el mismo.

Fraser, en mangas de camisa, dio un par de pasos por el descansillo. El viento le ondulaba la melena azabache. Vestía vaqueros negros y una camisa también negra que se recortaba sobre el paisaje nevado. Como cualquier hombre inocente, parpadeó durante menos de un segundo, un segundo que a los policías les pareció diez.

Cuando hubo acabado todo, Delorme lo relató del siguiente modo:

—Era un tipejo flacucho y pálido, con brazos como ramitas. Jamás me habría parecido un criminal. Físicamente, el tipo no era más que un crío.

Eric Fraser, asesino de al menos cuatro personas, no se movió ni un milímetro y dejó los brazos colgando pegados al cuerpo.

A Cardinal su propia voz le sonó metálica.

—¿Es usted Eric Fraser?

Cardinal desenfundó la Beretta pero Fraser fue más rápido. Giró sobre sus talones y desapareció por el hueco de la puerta antes de que pudiera apuntarle.

Ian McLeod entró el primero tras el asesino, una exhibición de valentía que lo obligaría a caminar con muletas durante los tres meses siguientes. Inmediatamente después de cruzar el umbral de la puerta lateral, una escalerilla muy empinada bajaba a la planta de bombeo. Todo el peso de McLeod se precipitó el vacío y sus tobillos aterrizaron sobre la estructura de acero.

Keith London gritaba como un loco desde la penumbra.

—¡Estoy aquí, estoy aquí! ¡Cuidado, tiene una…!

Pero algo interrumpió aquellos gritos. Cardinal y Delorme se asomaron por el hueco de la puerta, mas todo lo que oyeron fueron los lamentos de McLeod al pie de la escalerilla. Ante ellos se extendía un revoltijo de tuberías y válvulas que recordaban un corazón monumental. Tras bajar con cuidado los primeros escalones, se podía acceder a una pasarela metálica situada a la derecha. Delorme cruzó por allí hacia la puerta; Cardinal bajó por las escaleras.

—No os preocupéis por mí —gruñó McLeod—. Coged a ese hijo de puta.

La tenue luz de la puerta entreabierta apenas podía penetrar semejante oscuridad. Desde los pies de la escalerilla, Cardinal logró distinguir entre las tuberías una escalera en abanico que descendía como los escalones hipnóticos de un sueño. Se había decidido a bajarla cuando por el rabillo del ojo vio un resplandor blanco y azul al final de la pasarela: era el fogonazo inconfundible de un disparo. Delorme se tambaleó hacia atrás y en el silencio sólo se oyó el sonido metálico de su Beretta al dar contra la rejilla. Herida, llegó al quicio de la puerta e incluso intentó abrirla un poco más, pero se derrumbó. Cayó aferrándose al marco y de rodillas. Una palidez mortal se adueñó de su rostro.

Cardinal subió los escalones de tres en tres, esperando que en cualquier momento otro fogonazo fuera a abrirle un agujero de nueve milímetros en el cráneo.

De una patada abrió la puerta. Antes de entrar en la sala se pegó a la pared. Con la Beretta apretada entre las manos, alzó los brazos a la altura del pecho como quien reza. Giró, se agachó y apuntó. No percibió ningún movimiento, solamente vio una segunda puerta en el otro extremo de aquella estancia. Se encontraba dentro de un espacio que recordaba una cocina en desuso. Keith London estaba allí, atado a una mesa, la sangre le manaba de una herida en el cráneo. El detective le presionó la carótida: el chico tenía el pulso débil y respiraba irregularmente dando bocanadas.

A sus espaldas, sobre la pasarela, oyó pasos apresurados. El detective volvió a salir. Al cruzar el umbral vio fugazmente a Fraser, poco más que una sombra, escapándose por la escalerilla hacia el exterior. Cardinal apuntó y disparó. El proyectil no dio en el blanco y rebotó varias veces contra las tuberías con un zumbido agudo.

Cardinal brincó por encima del cuerpo inerte de Delorme, recorrió la pasarela y saltó por el hueco de la puerta. Fraser ya había arrancado la furgoneta, pero el detective la alcanzó y consiguió abrir la puerta. Mientras el vehículo rodaba colina abajo en dirección al lago, Cardinal se introdujo por el lado del pasajero. Al verlo, Fraser le apuntó a la cara.

Pero el neumático de la Windstar chocó contra una piedra y el disparo mortal impactó contra el techo. Cardinal se abalanzó con la intención de inmovilizar el brazo con que Fraser empuñaba el arma. El vehículo avanzaba irremediablemente hacia la superficie helada del lago.

Aunque Cardinal no dejaba que Fraser le apuntara, éste disparó como pudo y el fogonazo quemó la pierna del policía. Después siguió apretando el gatillo cuantas veces pudo, haciendo que los hechos se sucedieran entre instantáneas y destellos, como en una sesión fotográfica.

Mientras con la izquierda Cardinal sometía el brazo del arma, su mano derecha fue directamente al cuello de Fraser. En un intento por quitarse al policía de encima, aquél hundió el acelerador y la inercia los tumbó a ambos contra el respaldo. Cardinal aprisionó el brazo armado con la rodilla y dejó caer todo su peso sobre la muñeca de Fraser. Le agarró el cuello con la mano izquierda, ahora libre, y acto seguido le estampó el puño derecho en el pómulo. El golpe directo sobre el hueso hizo vibrar el esqueleto del asesino.

Todo había acabado y la furgoneta se había detenido. El policía se percató de un silencio horrible. El morro del vehículo se inclinó con una sacudida y los dos hombres salieron despedidos contra el salpicadero. En la mente de Cardinal se abrió paso una terrible certeza, escrita con letras de titular: «la rueda derecha acaba de quebrar la capa de hielo».

—¡El hielo se parte! —gritó Cardinal—. ¡Nos hundimos!

Cuando la Windstar se inclinó hacia delante los movimientos de Fraser, ya de por sí desesperados, se volvieron patéticos. El agua había cubierto la mitad del parabrisas. Sintieron otra sacudida, e inmediatamente el morro del vehículo inició su descenso. El agua negra empezó a filtrarse por los conductos de ventilación, estaba tan helada que al entrar en contacto con la piel el frío llegaba hasta el hueso con la velocidad de una puñalada. Cardinal soltó al asesino y trepó por encima del respaldo del asiento. La Windstar ya descendía imparable hacia el fondo del lago cuando Cardinal tanteó por fin la portezuela lateral.

A su alrededor sólo se veían aguas negras y la espuma blanquecina.

Tiró hacia arriba y hacia atrás de la manija, y gateando pudo salir por el costado. Plácidamente, la furgoneta volvió a inclinarse sobre su lado izquierdo. El agua había penetrado por el hueco de la portezuela inundando el interior. Fraser gritaba sin parar.

Cardinal se balanceó sobre el escalón de la portezuela. Desde la orilla llegaban los gritos de sus compañeros.

Y saltó, con los brazos extendidos. El agua ya le había llegado a la cintura, pero aun así el frío le vació los pulmones y lo dejó sin aliento al sumergirse.

Entonces alcanzó a ver la cara de Eric Fraser. Se pegó a la ventanilla mientras el hielo cedía definitivamente bajo el peso de la furgoneta. Su boca gritó, tomando la forma de una O desmedida y sin fondo, hasta que al fin el agua lo cubrió y el último vestigio de él y de su vehículo desapareció en aquel agujero negro rodeado de hielo.