27
Con sus dos metros de altura, Jack Fehrenbach no habría desentonado en un anuncio de revista para botas de montaña. Era la viva imagen del aficionado a la vida al aire libre, no le faltaba ni el detalle de la barba crecida. Se le habría podido fotografiar montando una tienda de campaña o friendo una trucha recién pescada en una de aquellas estufas Coleman. Sus hombros recordaban una estantería ancha y maciza, y el resto de su cuerpo parecía tallado en roble. El aspecto de leñador lo suavizaban ligeramente una corbata de estampado conservador y unas gafas bifocales, que Fehrenbach se quitó enseguida para poder fijarse bien en Cardinal y Delorme, que habían tenido el atrevimiento de presentarse en su casa y llamar a su puerta sin previo aviso.
—Espero que no se trate de multas de tráfico —respondió en cuanto Cardinal le mostró su identificación—. He informado de ello cinco veces, se lo he dicho hasta quedar afónico: ya he pagado las malditas multas. Tengo el comprobante, por el amor de Dios. Les envié una fotocopia. ¿Cómo es que no siguen la pista de los pagos? No será por falta de tecnología, ¿verdad? ¿O es que no tienen ordenadores en el ayuntamiento? Dígame, ¿cuál es exactamente el problema?
—No venimos por las multas, señor Fehrenbach.
Fehrenbach dio un repaso al semblante de Cardinal en busca de defectos congénitos y los encontró a espuertas.
—Entonces ¿qué es lo que desean?
—¿Nos invita a pasar, por favor?
El hombre les permitió avanzar un metro en el interior de su hogar. Los tres se apretujaron en un pequeño recibidor repleto de abrigos.
—¿Se trata de alguno de mis alumnos? ¿Alguno se ha metido en un lío?
Cardinal sacó una foto de Todd Curry. Una buena instantánea que, con labia y simpatía, Delorme había logrado obtener de la madre del chico. La sonrisa del chaval era amplia, pero su mirada oscura denotaba preocupación, como si los ojos traicionasen a la boca.
—¿Conoce usted a este joven? —preguntó Delorme.
Fehrenbach observó la fotografía con detenimiento.
—Se parece a alguien a quien vi una vez. ¿A qué viene la pregunta?
—Señor Fehrenbach, ¿de verdad tenemos que permanecer aquí, en el vestíbulo? Está un tanto concurrido, ¿no cree?
—De acuerdo, pasen. Pero quítense los zapatos, acabo de encerar el piso y no quiero que me llenen la casa de nieve.
Cardinal se quitó las botas y se reunió con Fehrenbach en el salón. Delorme los siguió en calcetines. La estancia era diáfana y luminosa, con plantas por todas partes. Los suelos de madera, madera auténtica, relucían; en el ambiente flotaba un agradable aroma a cera. A lo largo de toda la pared, cuatro baldas imponentes cedían bajo el peso de la historia: los tomos gruesos se apiñaban en hileras o se alzaban en pilas torcidas. Entre aquel compendio de conocimiento asomaba un ordenador apenas visible.
—No voy a andarme con rodeos, señor Fehrenbach.
Cardinal sacó un papel del bolsillo y leyó las palabras que había apuntado en él.
—«¿Un metro cincuenta y sesenta kilos? Lo bueno viene en un paquete pequeño, Galahad, y tú eres un regalito que me encantaría recibir».
La respuesta de Fehrenbach desconcertó a Cardinal. En lugar de sorpresa, lo que se reflejó en la cara del hombre fue desilusión, se diría que hasta tristeza.
Cardinal leyó un poco más.
—«De hecho, hasta pagaría el franqueo si estuvieras dispuesto a enviarte por correo a domicilio…». ¿De dónde sacó usted eso?
Fehrenbach le quitó el papel de la mano a Cardinal y lo escrutó a través de las gafas bifocales. Las comisuras de los labios se le habían puesto blancas. Se quitó las gafas una vez más; el entrecejo se nubló sobre la nariz aguileña. A buen seguro, nadie en clase tomaba a broma al profesor Fehrenbach.
—Agente, esto es correspondencia privada, y usted no tiene derecho a husmear en ella. ¿Ha oído usted hablar de registro e incautación improcedentes? Por si no lo sabe, en este país a los ciudadanos nos ampara una constitución.
—Galahad está muerto, señor Fehrenbach.
—¿Muerto? —repuso él como tanteando a un estudiante que hubiera dado una respuesta errónea—. ¿Cómo que está muerto?
Sobre su labio superior comenzaban a aparecer gotas de sudor.
—Limítese a contarnos su encuentro con él.
Fehrenbach cruzó los brazos encima del pecho, un movimiento que definió los músculos hasta entonces relajados. «Mejor no cabrearlo —pensó Cardinal—. Este tipo puede producir daños considerables».
—Mire, yo no sabía que era un chaval. Él me dijo que tenía veintiuno. Acérquese, se lo mostraré; aún lo tengo en el disco duro. No puedo creer que haya muerto. ¡Dios mío! —exclamó llevándose la mano a la boca con horror, un gesto mayúsculamente femenino para aquel hombretón de proporciones heroicas.
—No será el chico que encontraron en aquella casa, ¿o sí? ¿Ese al que le…?
—¿Qué le hace pensar eso, señor Fehrenbach?
—Pues que el periódico decía que no era de aquí, y que hacía varios meses que había muerto…, no lo sé. Habrá sido la manera en que usted ha abordado el tema.
Nada en su reacción apuntaba a que sentía culpa, pero Cardinal sabía que el asesino de Katie Pine y de Todd Curry era capaz de cualquier cosa, y podía ser cualquiera. Cualquiera. Alguien que había planeado los asesinatos al dedillo y que había grabado al menos uno de ellos. Eso implicaba cierto control. El perfil psicológico sugería que el homicida podía conservar un empleo, ¿por qué entonces no optar por uno que lo relacionara con jóvenes?
—Mire, agente Cardinal, soy profesor de instituto, y Algonquin Buy es un sitio pequeño. Si esto sale a la luz, estoy acabado.
—¿Si sale a la luz qué? —intervino Delorme—. ¿Si sale a la luz qué, señor Fehrenbach?
—Que soy homosexual. Veamos, ésta ya no es una investigación local, hasta The Toronto Star está dando la vara con el maldito Windigo. ¿Y ese correo electrónico? ¿Qué cree que va a ocurrir cuando aparezca en el canal cuatro? Sería conveniente que comprendiera que, desde la perspectiva homosexual, el correo electrónico equivale a sexo seguro. Es infinitamente más recomendable que salir a ligar a bares de ambiente o a…
—Pero usted no lo iba a dejar en un correo electrónico —lo interrumpió Delorme—. Usted lo dispuso todo para que Todd Viajara al norte para visitarlo.
—¿Sabe cuáles fueron las primeras palabras que dije a ese chico cuando apareció en mi porche? «De ninguna manera». Se lo juro por Dios. Al verlo plantado allí, un alfeñique, le dije: «De ninguna manera. Esto no va a funcionar, jamás. Eres demasiado joven. No puedes quedarte a pasar la noche aquí».
La noche anterior, Cardinal había telefoneado a Kelly. No estaba, y él había tenido que enviar a sus compañeras de cuarto en misión de búsqueda y captura. Por fin dieron con ella en un estudio donde se había quedado pintando hasta tarde. Su opinión de Fehrenbach: «Jack Fehrenbach es un profesor de primera, papaíto. Hace que te involucres en la asignatura, consigue que te interese la historia. Vale, tienes que recitarle las fechas y las cifras, pero además te obliga a pensar en las causas y los efectos. Tiene un entusiasmo contagioso, pero no va de colega, ¿me entiendes? Ahora que lo pienso, diría que nos trataba hasta con desdén». En respuesta a la observación de Cardinal acerca de la orientación sexual del profesor: «Todos los estudiantes del instituto saben que el señor Fehrenbach es homosexual, pero a nadie le importa. Sabes perfectamente que los alumnos no tendrían piedad de él si les hubiera dado un motivo. Pero él nunca se lo dio. No es el tipo de tío al que los estudiantes ponen a caldo». En resumen, Fehrenbach era uno de los mejores profesores que había tenido nunca, y eso considerando que a Kelly ni siquiera le gustaba la historia.
Pero Cardinal no permitiría al sospechoso enterarse de lo que él sabía.
—Comprenderá, señor Fehrenbach, que, habiendo leído lo que hemos leído, es algo difícil creer que haya rechazado al chaval. ¿O es que de pronto le preocupó comportarse correctamente?
—¡Me trae sin cuidado lo que usted crea! ¡Quién se cree que es!
La mano salió disparada hacia la boca una vez más y la cubrió durante un segundo. Inmediatamente rectificó:
—No quise decir eso, es que estoy alterado. Por supuesto que me importa lo que usted crea, y mucho. Yo había invitado a Todd a Visitarme. Todo el malentendido me hizo sentir mal, le preparé la cena y déjeme decirle que conversar con él se me hizo cuesta arriba. No sé usted, pero mis conocimientos acerca de la obra completa de Puff Daddy son, como mucho, elementales. Créame, la mayor ambición de este chico era llegar a ser pinchadiscos, a ganarse la vida haciendo scratching…, ya sabe, esos ruidos como de rayones. En cualquier caso, no se mostró muy amable después de enterarse de que no podía quedarse a pasar la noche. Lo siento, pero yo no me arriesgo. Imagínese: un desconocido de dieciséis años en el apartamento de un homosexual que, además, es profesor de instituto. ¿Cree usted que estoy loco? Así que lo que hice fue llevarlo en coche hasta el Hotel Bayshore, le di dinero para pasar allí la noche, desayunar y comprarse el billete de vuelta. ¿Por qué me mira de ese modo? Le mostraré su correo electrónico.
Arrancar el ordenador y revisar el correo en su servidor le llevó a Fehrenbach unos minutos.
—Aquí lo tiene. Fíjese. Esto fue al principio, fue nuestra segunda comunicación privada después de salir del chat. Soy yo quien dice: «Cuéntame algo sobre ti. ¿A qué te dedicas? ¿Cuántos años tienes?».
Hizo avanzar el texto.
—Compruebe usted misma su respuesta.
Delorme se sentó a su lado y leyó:
—«He cumplido veintiún años y la tengo como la de un toro. ¿Necesitas saber algo más, Jacob?».
—Nunca se me ocurrió que me mintiese sobre su edad. Verá, la mayor parte de la gente miente pero en otro sentido. Le confieso que alguna vez hasta yo me he quitado un par de añitos. De todos modos, al principio todo era explícitamente sexual, pero después cuando comenzó a mostrar dudas acerca de un encuentro, me di cuenta de que no estaba tan seguro como creía de su orientación sexual. Entonces nuestra relación se convirtió más bien en una amistad. Yo no deseaba forzar nada, y supongo que me convertí en una especie de mentor.
—Disculpe que se lo diga, pero su correspondencia no parecía llegar a esas cotas de intelectualidad —señaló Delorme.
—Intelectual no era, pero eso no significa que no fuera inteligente. En mi opinión, las cosas se han liberado desde que yo era joven, pero aceptarse a uno mismo, me refiero a aceptar una sexualidad que será vista por la mayor parte de la sociedad como anómala, es una de las tareas de autoanálisis más difíciles que una persona puede acometer. Si es usted objetiva, verá que nuestras charlas se tornan menos explícitas después de los primeros cinco o seis correos.
La detective avanzó con el ratón. Era cierto, los correos posteriores cambiaban gradualmente de fantasías interminables, casi renacentistas, a debates sobre la sexualidad en general. Tal y como el profesor aseguraba, los correos eran los de un mentor que se dirigía a su protegido, las palabras de quien había luchado y superado su conflicto dirigidas a otra persona que se estaba enfrentando con el mismo problema.
Hacia el final, los correos derivaban en un intercambio logístico muy específico de indicaciones a Galahad sobre cómo llegar desde Toronto hasta Algonquin Bay en autobús o en tren, y cómo enviarle el dinero necesario para el viaje.
«Salgo en el autobús de las once cuarenta y cinco, mañana por la mañana. Debería llegar a Algonquin Bay a las cuatro a más tardar. ¡Hasta pronto!». La fecha correspondía al 20 de diciembre. Después de aquel correo, no llegó ningún otro.
—¿No lo fue a recoger a la estación?
—No, le había enviado el dinero para el billete y el taxi. A esas alturas ya había comenzado a dudar de que tuviese la edad que aseguraba tener. Comprenderá que no tenía ningún interés por ser visto en compañía de un menor.
—Es usted muy precavido, señor Fehrenbach —observó Delorme—. Muchos pensarían que es sospechosamente precavido.
—Tengo un amigo en Toronto, mejor dicho, que vivía en Toronto, a quien le encantaba charlar largo y tendido con sus alumnos en su despacho, y no estoy siendo irónico. Charlas privadas, a puerta cerrada. Basándose en esos datos y en el testimonio de un chaval a quien él había suspendido, mi amigo fue encarcelado cuatro años. Cuatro años, agente. No, no soy precavido. Soy prudente, nada más. Siempre dejo la puerta de mi despacho abierta, de par en par, y nunca me encuentro con estudiantes en ningún sitio que no sean las instalaciones del instituto.
—Según ese mensaje —estimó Cardinal—, y según sus propias palabras, Todd se habría registrado en el Hotel Bayshore el 20 de diciembre.
—Así es. Yo mismo lo llevé en mi coche y lo vi entrar en el hotel. Me quedé en el coche, pero lo vi entrar.
—Debió de ser difícil resignarse. Después de tanta charla caliente, imagino que se habría preparado para un fin de semana también caliente. Y sin embargo usted concluye la relación en el portal de su casa. Debió de ser difícil.
—Se equivoca. Usted dice que tenía dieciséis, pero aparentaba catorce. A mi modo de ver, agente Cardinal, un adolescente de catorce sigue siendo un niño. Me acuesto con hombres, no con niños.
—Necesitamos saber dónde pasó el resto del fin de semana.
—Muy fácil. Me había quedado sin plan, había esperado compañía para el fin de semana y de pronto me encontraba solo. Así que acepté una oferta anterior de un amigo que vive en Powassan y pasé el fin de semana con él. Y el lunes me fui directamente a Toronto a pasar las navidades con mis padres. Mi amigo lo recordará, le conté lo que le acabo de contar a usted. Por cierto, se divirtió mucho a mi costa.
—Necesitamos el nombre de su amigo. Y no olvide que si llama a esa persona para hacer coincidir las versiones de sus respectivas declaraciones, lo sabremos por los listados de la compañía telefónica.
—No tengo por qué hacer coincidir lo que digo con la verdad, y él tampoco.
Fehrenbach cogió su libreta de direcciones y dictó las señas a Delorme, sin dejar de mirar por encima del hombro de ella para asegurarse de que las había escrito bien, como si comprobara los deberes de uno de sus alumnos.
Cardinal recordó el respeto manifiesto en la voz de su hija: «¿Cuántos profesores conoces que sean capaces de lograr que sus alumnos riñeran, ¡riñeran!, acaloradamente sobre Henry Hudson y Samuel de Champlain? Ese tipo se podría llamar Don Procedimiento Correcto, Don Memoricen las Fechas, Don Pongan en Orden los Conceptos y Revisen los Apuntes Porque Pondré a Prueba esos Conocimientos en el Examen».
Cardinal le ofreció la mano.
—Señor Fehrenbach, nos ha ayudado mucho.
El profesor dudó, pero finalmente se la estrechó.
De nuevo en el coche, Delorme se mostró huraña. Cardinal conocía su temperamento impulsivo, y pudo percibir los intentos de ella por controlarlo. Al girar para coger Main Street, el coche derrapó sobre una superficie helada. Cardinal aprovechó la ocasión para aparcar junto al bordillo.
—Mira, Lise, el tipo tiene una reputación intachable. ¿De acuerdo? Es un profesor de primera. Su actitud fue abierta, honesta y directa; mucho más honesta de la que yo habría tenido de haber estado en su lugar.
—Hemos cometido un error. Ahora mismo, Fehrenbach debe de estar sentado frente al ordenador borrando hasta la última letra de su correspondencia con Todd.
—No la necesitamos. La tenemos en el ordenador de Todd. Comprobaremos su coartada y mandaremos a un par de tipos a Vigilarlo. Y te adelanto que nada de eso dará fruto alguno.
El recepcionista del Hotel Bayshore no recordó al Todd Curry de la fotografía. Por lo visto, el muchacho nunca llegó a firmar en el registro.
—¿Lo ves? Fehrenbach nos mintió.
—No esperaba encontrar su firma en la lista. Fellowes, el ex cura del Centro de Crisis, ya me había dicho que Todd Curry llegó allí para pasar la noche del 20 de diciembre. Probablemente anduvo pululando por ahí, se enteró del Centro de Crisis y decidió ahorrarse el dinero que Fehrenbach le había dado para pagar el hotel. Osea, que en algún lugar entre el Centro de Crisis y la casa de Main West Street Todd se topó con el asesino.