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Eran las tres y media de la madrugada, Cardinal había clavado las fotos en la estantería con chinchetas y en el equipo de música del estante inferior sonaba una suite de Bach. Él no era un entendido en música clásica, pero Catherine sí, y el compositor alemán era su ídolo. Escuchar el disco preferido de su mujer hacía que la casa estuviera menos vacía, como si al entrar al salón fuera a encontrar a Catherine acurrucada en el sofá, leyendo una de sus novelas de detectives.
Katie Pine, Billy LaBelle y Todd Curry miraban a Cardinal desde sus respectivas fotografías, desde el otro lado de la habitación. El jurado juvenil lo juzgó culpable. Keith London, que quizás aún estuviera vivo, se abstenía de votar, pero Cardinal podía oírlo pidiendo auxilio, acusando al policía de incompetencia.
Tenía que haber alguna conexión entre los cuatro, Cardinal no creía que el asesino escogiese a sus víctimas al azar. Por delgado y frágil que éste fuese, tenía que haber un hilo conductor que uniese a las víctimas, algo que acaso después resultaría obvio y que haría que se maldijese por no haberlo encontrado antes. Estaba allí, en alguna parte: en las fichas de archivo, en las fotografías de los peritos o en los informes de los forenses. Tal vez fuese una palabra o frase que se le había pasado por alto, o algún dato cuya importancia no había advertido hasta entonces.
Un coche merodeaba por Madonna Road. Los montículos de nieve amortiguaban el runrún del motor. Momentos más tarde se oyeron pasos en los escalones de la casa.
—¿Qué haces tú aquí?
Era Lise Delorme. Estaba en el umbral de su puerta, con el cabello salpicado de lluvia y las mejillas coloradas. Su voz sonaba llena de entusiasmo.
—Es una hora ridícula, lo sé. Me iba para casa, pero al pasar por aquí vi que las luces estaban encendidas. Te tengo que contar lo que acaba de ocurrir.
—¿Así que pasabas por aquí?
Madonna Road se apartaba unos cinco kilómetros del camino que Delorme solía tomar. De todos modos le franqueó el paso.
—No te vas a creer lo que voy a contarte, Cardinal. ¿Recuerdas el caso Corbett?
Sentada en el borde del sofá, Delorme gesticulaba como una loca al tiempo que contaba todos los pormenores a su compañero. Desde la primera aparición de Musgrave hasta el momento en que Dyson dejaba caer la cabeza sobre la barra como un condenado a la guillotina.
Cardinal se había acomodado en la butaca junto a la estufa, corrientes y contracorrientes de terror y de alivio le recorrían las entrañas. Escuchaba a Delorme dar cuenta de las sospechas de Musgrave, de la ambivalencia de Dyson y hasta de sus propias dudas cuando averiguó lo del apartamento de Florida tras encontrar el recibo del barco.
—¿Registraste mi casa sin una orden del juez? —preguntó él intentando no quebrar la voz.
Ella hizo caso omiso y siguió sacudiendo los brazos para enfatizar, pronunciando sus palabras con el acento más exagerado que Cardinal jamás le había oído.
—Para mí, el peor momento… —dijo apoyándose la mano en el pecho, resaltando por un instante su seno pequeño y redondo—, el peor de todos, fue cuando encontré el recibo del yate.
—¿El recibo de qué yate?
Cardinal planteó la pregunta con una frialdad simulada a la perfección. Entonces Delorme, descarada como un ladrón profesional, se puso de pie y enfiló directamente hacia el archivador. Se acuclilló para abrir el cajón y con sus dedos pálidos hurgó entre los papeles.
El ciudadano que Cardinal llevaba dentro se escandalizó por la invasión; el policía admiró la labor de su compañera; y su hombría, muy a su pesar, consideraba todo aquello muy erótico.
Delorme sacó el recibo de un yate Chris-Craft por valor de cincuenta mil dólares.
—Cuando vi la fecha, me vine abajo. Me hundí en la miseria. Glup, glup, glup, hasta el fondo, como el Titanic.
—Fue emitido un par de días después de la redada a Corbett, es verdad.
Cardinal alejó el documento, lo estudió a trasluz buscando algo. No habría sabido decir qué era lo que buscaba exactamente.
—Pero no es mío.
—¿Sabes qué te salvó? Las tres efes.
Delorme le explicó la relación entre Florida y los francófonos que viajaban allí en febrero, y cómo esa combinación tan peculiar le había permitido ponerse al corriente de la compra de la embarcación sin desplazarse mil quinientos kilómetros.
—Le doy el número de recibo al sargento Langois y él se presenta allí. El caso es que ese hombre es muy guapo, ¿entiendes? Y la pobre chica de Florida cae rendida a sus pies; haría cualquier cosa por él. Imagínatelo: su acento afrancesado, su aspecto…, todo en Langois es encantador.
Por lo visto, la muy dispuesta empleada había desenterrado la factura de la venta. Y como el yate iba a ser entregado fuera del estado de Florida (para no pagar el IVA o por alguna otra razón) se le había pedido al comprador un documento con fotografía.
—El sargento Langois me envió el fax esta tarde, pero no a la jefatura, como podrás imaginar. Era un fax con la foto del sargento detective Adonis Dyson.
—Así que hasta esta misma tarde creías que yo trabajaba para Kyle Corbett.
—No, John. Yo, yo no sabía qué pensar. Todo este montaje se debía a que quería descartarte como sospechoso pero no sabía que iba a acabar descubriendo el pastel a Dyson. No tenía el fax cuando lo organice.
—Dyson tuvo que saber que podrías rastrear el recibo. ¿En qué habría estado pensando?
—En el recibo no constaba ningún nombre, y él no sabía que habían fotocopiado sus documentos ni que en el despacho habían guardado una fotografía suya junto con la ficha de la venta. De todos modos no creo que haya podido pensar mucho. Estaba entre la espada y la pared, entre Corbett y Musgrave, asustado. Tal vez le entró el pánico.
—Pero, según tú, fue Dyson quien puso el recibo entre mis fichas personales para comprometerme. No puedo creer que quisiera usarme de chivo expiatorio. Nunca fuimos amigos, de acuerdo… Dime, ¿qué pensaste del apartamento de la urbanización? Eso debió de ponerte en guardia.
—Procuré no precipitarme. Sé que tu esposa es estadounidense y que sus padres deben de estar a punto de jubilarse. Que tengan un apartamento en Florida es algo bastante probable. Hice que mi amigo, el poli encantador que estaba de vacaciones, lo comprobara. A esas alturas ya tenía el nombre de soltera de tu mujer. Sus padres le regalaron el apartamento, ¿qué hay de malo en ello? Eso no te convierte en un criminal, ¿no es cierto?
Le llevó unos segundos a Cardinal desenredar la maraña de sentimientos en su interior.
—O sea, que ya no me investigarás más.
—No. El caso está cerrado. Yo me despido de Especiales, y tú estás libre de culpa y cargo.
A Cardinal le costaba creer ambas afirmaciones. Además, había algunas cosas que quería saber.
—¿Por qué se habrá vendido Dyson? La investigación de Corbett fue un desastre de principio a fin, un desastre total. Era evidente que alguien informaba a Corbett, pero siempre creí que el soplo provenía del equipo de Musgrave. Se lo advertí a Dyson, y todo lo que me dijo fue: «Si quiere investigarlo, Cardinal, hágalo en su tiempo libre». Entonces desapareció Katie Pine y quité a Corbett de mi radar. No entiendo por qué Dyson me haría algo así. No le tengo afecto, pero nunca le hubiera creído capaz de semejante bajeza.
—Hace algunos años, Dyson creyó que su fondo de pensiones no era lo suficientemente rentable. Retira el dinero y lo invierte en la bolsa, en la industria minera. Uno de mis profesores de economía financiera solía decir: «Una mina es un agujero en el suelo con un mentiroso por dueño». En este caso no se equivocó.
—¿Dyson perdió el dinero en lo de Bre-X, el timo de la mina de oro en Indonesia?
—El y muchos otros, pero los otros no perdieron tanto como él.
—Diablos —suspiró Cardinal, y tras una pausa añadió. Registraste mi casa, Lise…, nunca pensé que llegarías a eso.
—Lo siento, John. Estaba en una posición difícil: o registraba tu casa o pedía una orden al juez. Cuando tuviste que regresar al despacho aquella noche y dejaste que me quedara, lo tomé como tu visto bueno. Si te malinterpreté, lo siento. —Esos ojos castaños, sus destellos de pasión, lo escrutaban—. ¿Me equivoqué?
Cardinal se tomó su tiempo antes de contestar. Eran más de las cuatro y de repente el cansancio le pesó sobre los hombros como un abrigo de plomo. A Delorme aún le duraba el subidón del triunfo; durante muchas horas, su cuerpo seguiría quemando el combustible de alto octanaje de la victoria. Por fin, Cardinal contestó:
—Quizá fuera mi manera de darte permiso, no lo sé. Pero eso no significa que tuvieras que aprovecharte.
—De acuerdo, no estuvo bien. Pero escucha lo que voy a decirte. Muchas veces me convenzo de que los buenos policías, como los buenos abogados o los buenos doctores, no se comportan siempre como buenas personas, no es agradable estar con ellos. Así que si no te apetece no tenemos que trabajar juntos. Si me retiras del caso Pine-Curry, lo entenderé. Pero creo que deberíamos resolverlo nosotros dos.
Había pronunciado nosot gos, y Cardinal, pese a estar agotado, no pudo evitar sonreír.
—¿Qué he dicho? —preguntó—. ¿De qué te ríes?
Cardinal se puso en pie, algo entumecido, y le alcanzó el anorak a su compañera. Ella recogió las instantáneas sin quitarle los ojos de encima.
—No me darás ninguna respuesta, ¿verdad?
—Conduce con cuidado —susurró Cardinal—. Este aguanieve puede volver a congelarse de un momento a otro.