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Las fichas, que ocupaban ya tres escritorios, ponían el vello de punta al pelirrojo Ian McLeod, poli correoso, musculado en exceso y dueño de una manía persecutoria en pleno apogeo. Intentaba desesperadamente poner al día el trabajo atrasado a causa del caso Corriveau, un doble asesinato en un refugio para cazadores. Nadie ponía en duda su capacidad investigadora, pero incluso en sus mejores días McLeod era un cabrón malhablado de pésimos modales, y el asunto de los hermanos Corriveau lo había vuelto sencillamente insoportable.

—¿Podéis hablar un poco, un poquito más bajo? De manera que no se venga abajo todo el puto edificio.

—Estás muy sensible últimamente —apunto Cardinal—. ¿Que te pasa? ¿Has estado en uno de esos seminarios para recuperar la masculinidad perdida?

—Intento poner al día cualquier cosa que no tenga que ver con el caso Corriveau, ¿vale? Aunque no lo creáis, antes de que los dichosos hermanos decidieran cargarse a su suegro (ese mamón inútil) y a su socio (otro jodido inútil de mierda), yo tenía una vida. Todavía la tengo, sólo que me cuesta recordar como era, consecuencia natural de pasarme todo el puto día en este agujero inmundo que, según me dicen, es una comisaría de policía.

Cardinal cambió de tema.

—Ninguno de estos casos ha sido aclarado —se dirigió a Delorme—. Dividámonos la pila en dos y repasémoslos tan rápido como podamos. Hagamos como si acabaran de dejarlos encima de los escritorios. Me da la impresión de que nadie se ha detenido a mirarlos.

—Te he oído —gritó McLeod desde el otro extremo de la sala No necesito que mis supuestos compañeros de armas…, ¡huy!, per done usted, mis supuestos compañeros y compañeras de armas me vengan con indirectas. Me gustaría veros buscando adolescentes desaparecidos cuando Su Majestad el juez Lucien P. (P de pollatriste) Thibeault se haga con vuestras vidas. Thibeault se siente personalmente responsable de la asesoría legal de la firma Capullos Corriveau y Hnos.

—No me refería a ti, McLeod. Cuanto más viejo te pones, más paranoico te vuelves.

—¡Mira quién habla! John Cardinal, alias el Resucitado. ¿Precisamente tú me pides que no me ponga paranoico? Más me vale ponerme paranoico de verdad. Mientras tanto, el juez Lucien S. (S de soplapollas) Thibeault se me aparece hasta en sueños vociferando sobre las concatenaciones de pruebas y el palo del que salen esas puñeteras astillas. Me cago en estos franchutes que siempre van juntitos, cogidos de la mano.

—Cierra el pico, McLeod.

Delorme no era una mujer corpulenta pero tenía una mirada que helaba la sangre.

—Hablaré tanto como me apetezca, no necesito tu permiso. Mi madre era francófona, con la única diferencia de que no era una separatista de puertas para adentro como tú.

—¡Oh, vamos!

—Déjalo ya —dijo Cardinal a Delorme—. Mejor no hablar de política con él.

—Todo lo que dije fue que los Quebecois tienen razones legítimas por las que quejarse. ¿De qué diablos está hablando este imbécil?

—¿Podemos ahorrarnos la discusión, por favor?

Mientras McLeod murmuraba algo acerca de sus suplementos, Cardinal y Delorme separaron tres casos en menos de una hora. Utilizaron el sencillo método de contrastar el informe inicial y los telefaxes de seguimiento, que solían incluir un fax final que confirmaba que el desaparecido había regresando al hogar. Los restantes los colocaron por (orden de prioridad. Dos de los informes escogidos habían sido distribuidos por todo el país, lo que significaba que no había razón para afirmar que aquellos individuos —uno proveniente de Terranova y el otro de la isla Príncipe Eduardo— hubiesen pisado siquiera Algonquin Bay.

—Esta de aquí parece interesante —comentó Delorme levantando el facsímil de una fotografía—. Tiene dieciocho pero parece de trece. Metro cincuenta de estatura, cuarenta y cinco kilos de peso. Pero a ésta la vieron en la estación de autobuses.

—No la guardes —le advirtió Cardinal mientras atendía el teléfono—. Brigada de Investigaciones Criminales, Cardinal al habla.

—Soy Len Weisman. Y sí, también hoy, domingo, me lo paso en el depósito de cadáveres. ¿Que por qué? Porque un detective de sexo femenino casi me vuelve loco. Por lo visto no se ha dado cuenta de que Toronto no es una ciudad de juguete como la vuestra. ¿Esa mujer es consciente de cuántos casos nos caen al día o de la presión a la que estamos sometidos?

—La víctima tenía trece años, Len. No era más que una niña.

—Ésa es la única razón por la que estás hablando conmigo. Simplemente, procura decirle a tu subalterna que la próxima vez tendrá que ponerse a la cola como todo el mundo. ¿Te han llamado los del laboratorio?

—No, sólo los de odontología, y de eso hace ya varios días.

—Pues ellos tienen algo que te va a interesar, parecía que se la iban a quedar para siempre.

—¿Qué nos puedes contar, Len?

—Con los despojos que enviaste, no demasiado. Ya has visto el cuerpo, así que iré al grano. Descubrimos algo en las extremidades. Tanto la muñeca como el tobillo mostraban marcas de ataduras, así que la mantuvieron prisionera antes de matarla. Los del laboratorio podrán añadir algunos datos más. Ahora viene el descubrimiento estelar: en el globo ocular que le quedaba y en los restos de lóbulos pulmonares, la doctora Gant encontró señales de hemorragia petequial. Si no se hubiese congelado el cuerpo no habrían quedado huellas. No las habríamos visto.

—O sea, que la estrangularon.

—No. La doctora Gant no se arriesgaría a hacer semejante afirmación. No había mucho cuello que revisar, ya me entiendes, así que ni señales de ataduras ni hueso hioides. Llama a la doctora si te apetece, pero no la estrangularon; nada de lo encontrado sugiere la cosa. Por la razón que fuera esa chica murió asfixiada.

—¿Qué más?

—Deberías hablar con Setevic, del laboratorio. En su informe pone: hebra de fibra roja, del tipo trilobal. Ni sangre ni pelo que no perteneciera a la chica.

—¿Qué más sabes de la fibra?

—Habla con Setevic. ¡Ah! Hay una nota. Dice que en el bolsillo de los vaqueros le encontraron una pulsera.

—El día que Katie desapareció llevaba puesta una pulsera de dijes.

—Efectivamente, eso es lo que pone aquí: Pulsera de dijes se la enviarán con el resto de sus cosas. ¿Está contigo la detective Delorme?

—Sí.

—Jamás he visto a esa mujer, pero apuesto a que es guapa, (del tipo de mujeres que elevan la aguja del sexómetro hasta la zona roja.

—Pues sí, para qué mentirte. —En ese momento, Delorme escrutaba un fax con el entrecejo fruncido. Cardinal trató sin éxito de quitarle atractivo a la imagen—. ¿Quieres su número de teléfono, Len?

—¿Cuándo he rechazado un número de teléfono? Se comporta como esas mujeres acostumbradas a conseguir todo lo que se proponen, ésa es la impresión que me dio. Oye, ya que está ahí, dile que se ponga. Déjame hablar con ella.

Cardinal le pasó el teléfono a su compañera. Delorme cerro los ojos y escuchó. Las mejillas se le fueron poniendo más y más coloradas, fue como ver mercurio subiendo por un termómetro. Un instante más tarde colgó delicadamente el auricular.

—Qué se le va a hacer, algunos hombres no reaccionan bien cuando se les presionan.

Entonces se oyó un grito desde el otro extremo de la estancia:

—¡Te he oído, Delorme!