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El número de asistentes al entierro de Katie Pine superó con creces las expectativas de todo el mundo. Unas quinientas personas se reunieron en St. Boniface, una diminuta iglesia de ladrillos rojos de Summer Street, para rezar todos juntos una plegaria sobre el pequeño ataúd cerrado. También los medios de comunicación se presentaron en gran número. Delorme reconoció a Roger Gwynn y a Nick Stoltz del Lode. A Nick Stoltz le guardaba un particular resentimiento desde la adolescencia a causa de una foto que aquél le había hecho. Ella y su novio se habían enredado en un abrazo romántico sentados en un banco del parque llamado por aquel entonces Teacher’s College. Para el fotógrafo, como para la mayoría de los lectores del Lode, aquella foto sólo simbolizaba el esplendor del otoño, pero para la familia de Delorme significó que su hija no había pasado la noche con sus amigos en la sociedad de recitación del rosario, tal y como les había contado. Le cayeron dos semanas de reclusión, un castigo que permitió al peregrino corazón de su novio concebir cierto afecto hacia la rival de Delorme. Desde entonces, en el infierno personal de la joven, los fotógrafos ocupaban un lugar ligeramente más fresco que el reservado a los violadores.
Según pudo comprobar la detective, también se presentó la reportera de Sudbury, acompañada de una operadora de cámara y un técnico de sonido de unos ciento cincuenta kilos. Delorme se percató además de la presencia de una furgoneta de la CBC (la compañía de radiodifusión más importante de Canadá) y de que, dos bancos más atrás se había sentado el periodista de The Globe and Mail, responsable del reportaje sobre la mujer policía que logró encarcelar al dos veces elegido alcalde de Algonquin Bay. No todos los días aparecía una niña asesinada en una isla solitaria perdida en medio de un lago congelado y, sin embargo, Delorme nunca habría imaginado que la noticia fuera a interesar a todo el país. El periodista del Globe concentró su ojo de sabueso famélico en Dorothy Pine. quien, con paso lento y llevada del brazo, se aproximaba a los primeros escalones. El periodista se echó hacia delante, pero Jerry Commanda logró interponer su figura entre aquél y la madre doliente. Cuando el pasillo se hubo despejado, el reportero ya se había retirado a su banco, víctima al parecer de un repentino dolor abdominal.
La policía no había acudido solamente a presentar sus respetos a la niña asesinada, sino también a vigilar el desarrollo del funeral por si se diera la remota casualidad de que el asesino se presentase. Delorme se sentó en el último banco, un puesto ideal para vigilar a cualquier merodeador. Cardinal se encontraba de pie frente al recinto, algo alejado del pasillo, con traje negro y gesto sombrío; a su pesar, Delorme debió admitir que era atractivo, aunque se tratara de una apostura castigada por la vida. Las ojeras oscuras añadían un toque enternecedor a una apariencia que cualquier mujer romántica —y Delorme no se consideraba ni por casualidad una de ellas— juzgaría muy cautivadora. Cardinal, según había oído decir, se mantenía ferozmente leal a su mujer a pesar de su enfermedad mental y de sus recaídas. De higos a brevas se hablaba de ello en la sala de reuniones, si bien es cierto que solía comentarse entre susurros.
Si quería ser promocionada y salir de Investigaciones Especiales, Delorme debía asistir al sospechoso de su actual investigación en un Caso de homicidio; no era precisamente lo que ella hubiera deseado. No era ni por asomo la mejor manera de hacer amigos y lograr influencias entre los agentes. Aunque, claro, no son ésos los objetivos prioritarios si uno quiere dedicarse a Especiales.
En opinión de Delorme, John Cardinal era el policía menos corrupto que jamás había conocido; era difícil dar crédito a las preocupaciones de Musgrave. Antes de que comenzara la ceremonia, el detective había estado charlando amistosamente con el párroco, un anciano que a ojos de Delorme no guardaba demasiado bien su identidad secreta de bebedor. Nunca se le habría ocurrido que Cardinal fuese un hombre religioso. Nunca lo había visto en la iglesia de St. Vincent, aunque probablemente él no asistiera a una iglesia francófona.
La verdad era que no lo conocía lo suficiente. La naturaleza de su trabajo la mantenía a una distancia considerable del resto de sus compañeros. Y si hay algo que se aprende en Especiales es que todos tienen una historia oculta y que nunca suele ser la que uno espera. Así que Delorme guardó en un compartimiento de su mente el asunto de la RPMC, Kyle Corbett y los rumores de Toronto, y se concentró en vigilar a los ciudadanos de Algonquin Bay que habían decidido que valía la pena acudir al funeral de una niña asesinada.
Arsenault y Collingwood se habían quedado fuera para grabar en vídeo a los afligidos y sus matrículas, un esfuerzo puramente especulativo, ya que hasta ahora no tenían ni un solo sospechoso ni tampoco un número de matrícula.
«Suponiendo que apareciera —pensaba Delorme—, suponiendo que, en lugar de esta anciana de pelo blanco y traje chaqueta de color verde loro, el asesino se sentara precisamente a mi lado, ¿cómo iba a reconocerlo? ¿Por su olor? ¿Por sus colmillos y su rabo en punta? ¿O acaso por sus pezuñas?». Delorme no poseía gran experiencia en lo que a asesinos se refería, pero comprendía que esperar que fuese distinto de Cardinal, del alcalde o del vecino de al lado era pura fantasía. Podría ser el grandullón de la camiseta de los Maple Leafs. ¿Qué clase de chalado se pone la camiseta de un equipo de hockey para ir a un funeral? O a lo mejor era el indio del mono con «Fontanería Algonquin» escrito en la espalda. ¿Por qué no estaba con el grupo que rodeaba a la señora Pine? Delorme reconoció por lo menos a tres antiguos compañeros de instituto, tal vez el asesino fuera alguno de ellos. Recordó fotografías de libros sobre asesinos en serie: Berkowitz, Bundy, Dahmer, todos eran tipos del montón. No, no podía ser: quien mató a Katie Pine tenía que ser necesariamente distinto, aunque ello no significara que lo fuera en apariencia.
«Deberías hacerme trabajar más —pensó Delorme mientras observaba a Cardinal—. Deberías darme la lata día y noche, hacerme comprobar hasta la más nimia de las pistas. Deberíamos estar volviendo locos a los forenses hasta hartarlos y que no tengan nada más que decirnos».
Y, sin embargo, Cardinal había logrado que Dyson le confiara a ella los asuntos de menor prioridad de su bandeja de entrada. ¿Le estaba haciendo un enroque? ¿Querría mantenerla ocupada para que no pudiese avanzar en la investigación de corrupción de la que él era sospechoso? Aunque tampoco podía descartarse que ése fuese el trato que daba la Gran Hermandad de Chauvinistas a las mujeres.
«Tienen suerte de que me sienta orgullosa de mi trabajo en Especiales. Soy soltera y joven, lo bastante joven al menos para dedicar cada hora de mi día a una investigación si así lo decido. No tengo nada más interesante que hacer», habría añadido en uno de sus días depresivos. Qué emocionante había sido poner el cerco al alcalde y pillar a su cuadrilla de amiguetes corruptos. Y lo había hecho ella sola. Y sin embargo a veces, cuando se ponía a pensar en Dyson, Cardinal y McLeod, acababa maldiciendo al trío de anglófonos que tanto le complicaba la vida.
—Hay que ir ascendiendo poco a poco, Delorme —le había soltado Dyson aquella misma mañana. Ella había estado a punto de arrebatarle el famoso donut glaseado y tragárselo entero sólo para hacerlo enfurecer—. Todo el mundo empieza desde abajo. Uno no llega a la brigada y sube a lo más alto así como así, las cosas no funcionan de ese modo.
—Supongo que no cuenta para nada que haya estado seis años en Especiales. No quiero investigar sus malditos atracos y robos con escalo.
—Todo el mundo investiga robos y usted también lo hará, por las siguientes razones: a)… —y aquí Dyson comenzó a contar con esas espátulas que él llamaba dedos y que a Delorme sacaban de quicio porque Cardinal está a cargo de una investigación de homicidio de gran importancia y no tiene tiempo para otros asuntos; b) porque usted es su subalterna, y c) porque él me pidió específicamente que se lo pasara a usted. Con eso se acaban el misterio y la discusión. Mire, de todos modos usted necesita una excusa para alejarse de él, ¿verdad? Para guardar las distancias. Es difícil investigar a alguien cuando uno pasa todo el día a su lado en un coche de incógnito.
Tendrá que hacer cosas desagradables. De hecho, quizá deba registrar su casa, si se le presenta la oportunidad.
—No puedo registrarla sin una orden judicial.
—Naturalmente que no. Yo sólo me limito a señalarle el hecho de que son compañeros, y eso significa que pasarán mucho tiempo juntos. Si llega a tener acceso a su casa, use su imaginación. Y le quiero dejar muy claro que yo no creo que sea culpable.
—No puedo investigar a Cardinal si me paso el día revisando casos antiguos. ¿Cuándo se supone que voy a echar un vistazo a las fichas de Corbett?
—¿Sabía usted que no es tan extraño que yo suela autorizar horas extra? No soy tan tacaño como dicen Cardinal y McLeod.
—Con el debido respeto, sargento, ¿por qué investigamos este asunto precisamente ahora? No me cabe duda de que el caso Pine lo supera en importancia.
—Kyle Corbett no es solamente un falsificador y un ex camello. Es un tipo que no dudaría ni un segundo en matar a quien fuera, y lo comprobará en cuanto lo atrapemos. Quien haya estado dándole el soplo, no ha incurrido en un delito menor, sino en corrupción y, lo que es todavía más grave, en incitación al crimen. Si es cierto que está entre mis hombres, quiero al culpable fuera de mi equipo y en la cárcel, que es donde debería estar.
—Creo que ahora mismo Cardinal y yo deberíamos estar en Toronto, presionando a los forenses.
—Los forenses saben hacer su trabajo, no hace falta que seamos condescendientes y los presionemos innecesariamente. Además, hay una pila de fichas de robos ahí dentro, y espero que para el fin de semana las haya revisado. Sabemos quién los está cometiendo, sólo hace falta pillar al cabroncete.
A su espalda, la ventisca golpeaba el cristal de la ventana. El rectángulo se reflejaba como un romboide en la lustrosa cabeza de Dyson. Qué ganas tenía Delorme de darle un puñetazo.
Cuando la solista india, una chica muy atractiva, acabó su versión de Abide With Me, el párroco subió al púlpito. Durante unos minutos habló de lo prometedora que había sido la vida de Katie Pine, detallando cariñosamente su inteligencia y su sentido del humor al tiempo que en las primeras filas de bancos el llanto se intensificaba. Si no hubiera titubeado cada vez que pronunciaba el nombre de la niña, Delorme habría jurado que el párroco conocía a Katie desde hacía años. Se roció agua bendita sobre el ataúd, quemaron incienso y después todos juntos cantaron el salmo veintitrés. A continuación el féretro fue desplazado pesadamente sobre sus ruedas hasta la parte de atrás de la iglesia. Los cuatro portadores lo levantaron con torpeza y lo introdujeron en el coche fúnebre que esperaba para llevar a Katie Pine al crematorio, donde lo poco que quedaba de ella sería convertido en humo y cenizas.
Aquella misma tarde, Delorme sacó una caja llena de efectos personales de su antiguo despacho y la vació sobre su nuevo escritorio; justo enfrente, unido al suyo por su parte posterior, se encontraba el escritorio de Cardinal. Sin el menor sentimiento de culpa echó un vistazo a lo que allí había. Los escritorios de los detectives de la brigada se tocaban unos con otros, de forma que lo que hubiese encima de ellos estaba en exposición, a la vista de todos. El de McLeod era un vertedero de sobres de papel de estraza llenos a reventar, un desguace de sobres de pruebas, declaraciones juradas, informes suplementarios, toda una familia de archivadores que, como géiseres, vomitaban una cantidad de papeles sin fin.
Comparado con semejante desastre, el de Cardinal recordaba, por contraste, un campo en barbecho. Las encimeras metálicas de los escritorios imitaban sin éxito el roble macizo. En su mayor parte, la superficie de la mesa de trabajo de Cardinal, con las ondulaciones de sus vetas falsas, se encontraba libre de objetos. En la pared, clavado con una chincheta en el tablero de corcho, Delorme pudo ver el último memorándum de Dyson. ¿El asunto? La nueva automática Beretta. Según Dyson, todos los oficiales debían aprender a utilizarla a la perfección antes de que concluyera febrero. «Así demostraríamos lo que sabíamos a nuestros competidores durante el concurso anual que, maldita sea, ganaban siempre los de la Policía Montada». Dyson no estaba dispuesto a atribuir las derrotas a las diferencias presupuestarias entre los cuerpos.
Había también una foto de la hija de Cardinal, una chica guapa con la misma sonrisa segura de su padre, y junto a ella una multa de aparcamiento. Delorme estiró el cuerpo hacia el corcho sin tocar nada, con la única intención de leer la dirección escrita en la multa: «Fleming Street, 465», en el centro mismo de la ciudad. Aunque eso no tenía por qué significar nada.
El tarjetero giratorio había quedado abierto por la ficha correspondiente a Dorothy Pine. Delorme lo giró hasta la A y durante los siguientes veinte minutos fue pasando letras despreocupadamente hasta llegar a la F. La agenda estaba plagada de nombres garabateados a toda prisa que no le llamaron la atención, y varios números telefónicos de abogados y asistentes sociales encargados de vigilar a presos en libertad condicional, teléfonos que cualquier poli necesitaba tener a mano. Entre aquellos nombres encontró el de Kyle Corbett, lo cual era de esperar: aparecía tres veces con tres direcciones y teléfonos distintos. Delorme no tardó demasiado en pasar los datos a su libreta.
Oyó un ruido que llegaba de la entrada y se dio la vuelta, colocándose frente a su propio escritorio. Voces susurrantes, risas y finalmente el estampido de una taquilla al cerrarse. Delorme descolgó el auricular del teléfono de Cardinal y presionó la tecla de rellamada. Mientras esperaba que le contestaran advirtió la fotografía que Cardinal había clavado junto al memorándum de Dyson. No cabía duda de que se trataba de un preso, un tipo inmenso y de cabeza plana, cuyo corte de pelo en forma de cepillo se la achataba todavía más. Estaba tranquilamente recostado sobre un coche y su peso hacía que se hundiera de forma notable la amortiguación del vehículo. Los policías suelen guardar fotografías de sus detenidos favoritos, tipos que les dispararon, ese tipo de recuerdos.
Una voz que Delorme reconoció de inmediato interrumpió sus reflexiones.
—Centro de Medicina Forense.
—Disculpe, me he equivocado.
El cajón superior del escritorio estaba abierto. Sin duda, aquello no correspondía a los hábitos de un hombre culpable; aunque, por otra parte, podría ser el gesto calculado de quien es, en efecto, muy culpable.
La puerta se abrió con un estampido y una voz bramó:
—Vaya, vaya. Qué sorpresa encontrarme a un agente de Investigaciones Especiales haciendo su pequeño inventario personal.
—Que te den, McLeod. ¿O es que no te acuerdas de que ahora trabajo aquí?
—Los domingos inclusive, por lo que veo.
McLeod llevaba una caja de cartón de la compañía de poda y transportes Canadian Tire. Le lanzó una mirada inquisitiva. Tenía los bordes de los párpados enrojecidos.
—Pensaba que era el único cabrón de por aquí que se dedicaba de lleno a su trabajo.
—Lo eres. Yo solamente traje algunas de mis pertenencias —respondió Delorme.
—De acuerdo. Bienvenida. Estás en tu casa.
McLeod dejó caer la caja en su escritorio y algo metálico sonó en su interior.
—Pero no te acerques a mi escritorio.