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Cardinal telefoneó a Vlatko Setevic, quien se hallaba en la sala de microscopios del instituto forense. Habían sido ellos quienes encontraron cabellos y fibras en el cuerpo descongelado de Katie Pine.
—Encontramos unas cuantas hebras de tipo interior/exterior. Corresponden a las alfombras que se utilizan para cubrir suelos de coches o sótanos. Son fibras rojas de nailon, del tipo trilobal.
—¿Puedes averiguar qué automóviles las llevan? ¿Ford? ¿Chrysler?
—Ni de coña. Es demasiado común, excepto el color.
—¿Y qué me dices del cabello?
—Sólo hallamos un cabello que no correspondiera a la chica: es castaño y mide unos ocho centímetros, probablemente provenga de alguien de raza blanca.
Delorme mostró cierto disgusto cuando Cardinal la hubo puesto al corriente de los resultados.
—No nos sirve de nada, a no ser que aparezca otro cadáver —refunfuñó—. ¿Qué es lo que les lleva tanto tiempo? ¿Por qué no nos han enviado todavía el informe del patólogo?
Cardinal pasó los dos días siguientes al teléfono, tras las huellas de los desaparecidos no residentes en la ciudad. Telefoneó a los departamentos de policía donde comenzaron las investigaciones, a los padres y a quienquiera que hubiese dado aviso a la policía. Cuando no estaba haciendo el seguimiento de algún robo antiguo, Delorme le echaba una mano. Así lograron descartar cinco casos más, lo que significaba que únicamente quedaban otros dos, dos jóvenes que acaso pudieron acabar en Algonquin Bay: una chica de St. John que había sido vista en la estación de autobuses local, y un muchacho de dieciséis años de Mississauga, una población próxima a Toronto.
La desaparición de Todd Curry había sido denunciada en diciembre. La notificación recibida fue la estándar que recibían todos los departamentos de policía en esos casos, con foto de baja definición incluida. Un dato saltó a la vista de Cardinal: el muchacho medía un metro sesenta y pesaba unos cincuenta kilos. A un asesino con una debilidad por los alfeñiques, Todd Curry bien pudo parecerle la presa ideal.
Llamó a la policía regional de Peel y comprobó que nadie, ni los padres del muchacho ni sus amigos, había tenido noticias de él durante los dos últimos meses. La Oficina de Personas Desaparecidas facilitó a Cardinal el nombre de un pariente del chico que vivía en Sudbury, un tal Clark Curry.
—¿Señor Curry? Me llamo John Cardinal, soy detective de la policía de Algonquin Bay.
—Su llamada guardará relación con Todd, supongo.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Cuando ustedes me llaman, siempre es porque Todd se ha metido en un lío. ¿Qué más puedo hacer? Sólo soy su tío, no puedo darle albergue otra vez.
—Aún no lo hemos encontrado. Todavía estamos intentando dar con él.
—¿Un muchacho de Mississauga buscado por la policía de Algonquin Bay? Ese chico se está convirtiendo en un caso federal.
—¿Se ha puesto Todd en contacto con usted desde diciembre? Desde el 20 de diciembre, para ser más exacto.
—No. No dio señales de vida durante las navidades. Sus padres, como se imaginará, estaban desesperados. Me llamó desde Huntsville el mismo día en que se piró, me llamó y me dijo que estaba en el tren, quería saber si se podía quedar conmigo. Le dije que sí, pero nunca llegó. Desde entonces no he sabido nada de él. Tenga en cuenta que es un chico muy problemático.
—¿Qué tipo de problemas tiene? ¿Drogas?
—Todd comenzó a inhalar pegamento cuando tenía diez años y desde aquel día nunca ha vuelto a ser el mismo. Algunos chicos tontean con las drogas; otros las huelen y las convierten en su vocación. La única alegría en la vida de ese chico era colocarse, si es que a eso se le puede llamar alegría. Le voy a decir algo: Dave y Edna dicen que lo ha dejado, pero yo lo dudo. Lo dudo mucho.
—¿Le puedo pedir un favor, señor Curry? Si vuelve a hablar con él, llámeme.
Cardinal le dio al hombre su número y colgó.
Hacía años que no cogía un tren, aunque cada vez que pasaba cerca de una estación recordaba el largo viaje de bodas que Catherine y él hicieron al oeste. Habían pasado casi todo el trayecto remoloneando en aquella angosta cama basculante.
Cardinal telefoneó a los Ferrocarriles Nacionales de Canadá, le informaron que Huntsville era la antepenúltima parada del ramal del norte, la estación anterior a Algonquin Bay. No había manera de saber si Todd se había bajado en South River o en Algonquin Bay. Quizá se apeara en Huntsville, quizá prosiguiera con rumbo norte hacia Temagami, o incluso hasta Hearst.
De una carrera, Cardinal se acercó al Centro de Crisis sito en la esquina de Station y Sumner. Algonquin Bay no contaba con un albergue estudiantil, por lo que los adolescentes fugados muchas veces se hospedaban allí, a sólo dos manzanas de la estación del ferrocarril. El centro había nacido como una casa de acogida para emergencias familiares, pero quienes acudían eran generalmente mujeres maltratadas. Lo regentaba un ex cura larguirucho llamado Ned Fellowes, quien solía dar albergue a jóvenes fugados si le quedaba alguna cama libre.
Como la mayoría de los edificios de la ciudad, el Centro de Crisis era una casa de dos pisos de ladrillos rojos y un tejado gris a dos aguas muy pronunciado para evitar la acumulación de nieve. Los trabajadores que reparaban el tejado de la galería habían cubierto la fachada con andamios recientemente. Mientras hacía sonar la Campanilla, Cardinal los oyó maldecir en francés: «Tabarnac! Ostíe!». Eran insultos tomados del vocabulario religioso, muy distintos de los utilizados por los angloparlantes, cuyas palabrotas derivaban de lo sexual. «Uno maldice con las palabras que teme», caviló Cardinal, aunque no era aquél un pensamiento en el que quisiera detenerse demasiado.
—Claro que recuerdo al chico, aunque no se parece en nada en esa foto.
Ned Fellowes devolvió la fotografía a Cardinal.
—Se quedó una sola noche, por Navidad más o menos.
—¿Podría decirme qué noche exactamente?
El detective siguió a Fellowes hasta un mostrador situado en lo que alguna vez había sido el salón. La chimenea de ladrillos pintados alojaba libros de psicología y publicaciones especializadas en asistencia social. Fellowes consultó un inmenso libro de registro de color marrón, luego deslizó su dedo desde lo alto de la página hasta el final de una lista de nombres.
—Todd Curry, aquí está. Se quedó la noche del 20 de diciembre, un viernes, pero se marchó al día siguiente, el sábado. Lo recuerdo bien porque me sorprendió que quisiera irse tan pronto. Me había pedido una cama hasta el lunes, pero el sábado al mediodía me dijo que había encontrado «un sitio guay donde quedarse», una casa abandonada en el extremo oeste de Main Street.
—En Main West Street. ¿No se referiría a la pila de escombros donde antes estaba el convento St. Claire, junto al Hotel Castle?
—No sabría decirle. Le aseguro que no me dejó una dirección a la que escribirle, sólo se zampó un par de sándwiches y se largó.
No había más que una casa vacía en Main West Street y no se encontraba en pleno centro sino unas manzanas más allá, donde el barrio comenzaba a tornarse residencial. El convento St. Claire había sido derrumbado cinco años antes, dejando al descubierto un muro de ladrillo. En él, un viejo anuncio pintado exhortaba a beber Northern Ale, la cerveza local, cuyo fabricante había desaparecido hacía al menos tres décadas. A la caída del convento le siguieron una a una las de varias viviendas más. El objetivo era hacer sitio para la incontenible expansión del aparcamiento de Country Style, la franquicia de tiendas de ropa. Rodeada de hierba crecida y tocones resecos, aquella última casa se sostenía en una esquina del solar, como el último diente podrido a la espera del dentista que ha de arrancarlo.
Tenía sentido, rumió Cardinal mientras conducía hacia el logo por Macpherson Street: la ruina quedaba a una calle de D’Anunzio’s un local para adolescentes a tiro de piedra del instituto. Aquél era un domicilio inmejorable para cualquier joven vagabundo. Por las venas del detective, la sangre comenzaba a correr con un zumbido suave pero constante.
A la derecha del parabrisas apareció el Hotel Castle. Cardinal se detuvo delante de una valla irregular y despedazada que ya había pasado a formar parte de la maleza. Se apeó y se acercó caminando hasta la cancela. A través del arco que formaba el ramaje, buscó con la mirada el lugar que había ocupado la casa. Su vista pasó de largo hasta dar con D’Anunzio’s, al otro lado de la manzana, sobre Algonquin Avenue.
Aunque la nieve cubría las ruinas, aún se podía sentir el olor acre a madera quemada. Un bulldozer había apilado los escombros en una esquina del solar. Cardinal se quedó inmóvil, en jarras, como quien estima el alcance del daño sufrido. No quedaba en pie más que un poste chamuscado de cinco por diez, un dedo negro y acusador que increpaba al cielo.