19
—Debo confesarle que me parece un asunto fascinante —aclaró la bibliotecaria.
Era una mujer regordeta y de tez pálida, sus ojos celestes brillaban tras un par de gafas diseñadas para no favorecerla.
—No es que sea morbosa ni nada por el estilo, pero un buen asesinato azuza el intelecto y desempolva las neuronas, ¿no cree usted?
¿Quién ha dicho nada acerca de un homicidio? —preguntó Delorme con indiferencia—. ¿Acaso le he dicho que investigara un homicidio?
—Venga ya. Usted y el otro detective salieron por el canal cuatro el día que encontraron a la chica Pine. Qué cosa más horrible. Y cuando hallaron a ese otro chaval, en la casa… ¡Ay, no, detective!, algo así no se olvida. No estamos en Toronto, ¿sabe? Aquí todo el mundo se acuerda de todo. Dígame, ¿ya han relacionado ambos crímenes? ¡Ay, si me da escalofríos y todo!
—Señora, no puedo hablar. Hay secreto de sumario.
—Claro, claro. Me parece perfectamente lógico que no pueda decirme nada. Ustedes los policías tienen que guardarse ciertos detalles para sí, si no cualquier loco, y hay muchos, créame, podría confesarse culpable y nunca sabríamos quién lo hizo. Pero ¿cuál podría ser el móvil en un caso como éste, detective? Quiero decir, el chico tenía dieciséis años aproximadamente, al menos eso decía el Lode. Ahora bien, con dieciséis años aún se es un niño; explíqueme usted entonces, ¿qué tipo de monstruo mata a un niño? ¡Un niño no, dos niños! En el National Post lo llaman «el asesino de Windigo». Ay, si hace que se le hiele a uno la sangre. Seguramente tendrán alguna teoría, para, a partir de ella, poder investigar, ¿verdad?
La bibliotecaria —que vivía rodeada de toneladas de libros de Agatha Christie y Dick Francis y consumía sus días entre montañas de Erle Stanley Gardner y P. D. James— creía por lo visto que Delorme acababa de salir de una novela de misterio con el único fin de aportar un poco de emoción a su vida. Aquella fanática de la novela policíaca tenía el labio superior cubierto de delicadas gotitas de sudor.
—Señora, no puedo comentar el caso con usted. ¿Ha encontrado algo ya?
El ataque lanzado por la bibliotecaria sobre el teclado indefenso parecía inspirado por alguna de sus novelas preferidas: un apuñalamiento múltiple.
—Este sistema —refunfuñó frustrada— está muy lejos de ser el último grito. Es bastante lamentable, si le soy sincera. ¡Maldito aparato!
Delorme dejó a la bibliotecaria infligiendo heridas inútiles a su teclado y fue en busca de las baldas de CD. A su alrededor, los lectores iban y venían con sus discos. Ella había pasado allí gran parte de su adolescencia, a pesar de que la biblioteca estaba pésimamente provista de libros en francés. Prefería hacer sus deberes allí, rodeada del olor de la tinta y el papel y del suave frufrú de las páginas, antes que en su propia casa, donde reinaba la estridencia del partido de hockey televisado y de los gritos de su padre dirigidos a sus bien amados Canadiens. Por supuesto que Delorme también había perdido mucho tiempo soñando despierta en aquel lugar. Esperó durante años, con impaciencia, a acabar el instituto y marcharse. Pero al verse cursando el último año en la Universidad de Ottawa, comprendió que en su interior había anidado la nostalgia. A veces le resultaba muy extraño trabajar de policía en su ciudad natal —había tenido que arrestar a más de un ex compañero de clase—, pero la gran ciudad no era su sitio. La gente de Ottawa era mucho más fría que la peor ventisca que Algonquin Bay pudiera arrojarle a la cara.
El fondo de CD de la biblioteca no reveló nada de Pearl Jam ni de los Rolling Stones, pero sí encontró el álbum de Anne Murray. La caja estaba manchada y cubierta de mil huellas dactilares borrosas Delorme la guardó con cuidado en un sobre y regresó al mostrador.
—¡Ay, Dios santo…! ¡Se ha incautado de algo! No me diga que ha encontrado una prueba.
—Es el álbum de Anne Murray. No he encontrado los otros.
—Por lo visto no tenemos los otros dos. Nunca hemos tenido nada de Pearl Jam, cosa que a mí no me sorprende, pero el de los Rolling Stones sí lo tuvimos. Lo que pasó es que tenía tanto éxito que se estropeó o algo le pasó. Al final lo quitaron de circulación… —La bibliotecaria interrumpió su cháchara un segundo para percutir sin piedad el teclado—. De eso hace dos años. Bien, detective, dígame entonces si puede ser verdad que la policía no consiga averiguar cómo murió esa niña.
—Señora…
—Ya, ya; soy demasiado curiosa, lo sé. Pero no me negará que le he encontrado los nombres que me pidió.
La mujer se acomodó las gafas y miró con detenimiento el trozo de papel donde había apuntado la información.
—Ese compacto fue prestado a Leonard Neff, Edith Soames y Colin McGrath. Y para que lo sepa, será difícil olvidar al señor McGrath. Vaya revuelo que armó. Tuvimos que pedirle que abandonara el recinto —concluyó, aunque pronunció resinto.
—¿Qué tipo de revuelo? ¿Había bebido?
—No hay duda de que el señor McGrath estaba ebrio, pero eso no justifica las obscenidades que tuvimos que aguantar. Estuve a punto de telefonear a sus compañeros, detective. Tuve que reprimir las ganas de llamar.
—¿Qué puede decirme de los otros, de la señorita Soames y del señor Neff? ¿Recuerda algo que pudiera ayudarnos?
La bibliotecaria cerró los ojos como si se dispusiera a rezar, y luego dijo con convicción:
—No, nada en absoluto.
Delorme sacó su libreta.
—Voy a necesitar las direcciones de los tres.
Delorme no tuvo en cuenta las tiendas de música de la ciudad. Ninguno de los álbumes era reciente, los tres habían sido muy populares y ni siquiera había razones para creer que hubiesen sido adquiridos en Algonquin Bay. Cardinal, por su parte, había descartado la cuestión de la música, a excepción de la posible emisión de radio. Si Delorme hubiese averiguado que los tres CD habían sido prestados por la biblioteca a la misma persona y alrededor del 12 de septiembre, eso sí significaría algo; pero seguir el rastro a una pieza musical hasta la biblioteca no sería de gran ayuda. Después de seis años en Investigaciones Especiales, Lise Delorme había aprendido a reconocer un callejón sin salida cuando tenía uno delante.
Con todo, haber encontrado el compacto en la biblioteca hizo que se le aceleraran los latidos del corazón. El CD de la biblioteca era algo tangible, le transmitía la sensación de que avanzaba en una dirección determinada y que llegaría a algún sitio, no dentro de una semana, sino ya mismo. Además, la pista de la biblioteca era la única que tenía.
El domicilio del señor Leonard Neff era un moderno chalé de ladrillos situado en el acomodado barrio de Cedarvale: un camino privado flanqueado por antiguas caballerizas convertidas en viviendas, patios y plazas distribuidas con precisión quirúrgica donde nacía Rayne Street. En la entrada había un arco de hockey y un par de chicos que remataban el uno contra el otro, vestidos con camisetas de los Canadiens de Montreal. El Ford Taurus aparcado delante de la casa llevaba equipos de esquí amarrados a la baca. Aparentemente, la familia Neff amaba el deporte. Las ventanas de la casa eran modernas, de triple hoja de cristal, no del tipo que vibra con el paso de camiones, estimó Delorme. En cualquier caso, en las calles de la zona, Cedar Crescent, Cedar Mews y Cedar Place (quedaba demostrado el evidente ahorro de imaginación en la denominación de las calles por parte del ayuntamiento), no había mucho tráfico, y si lo había, no era tráfico pesado.
La segunda parada la llevó al domicilio del revoltoso señor McGrath. Resultó ser un apartamento pequeño próximo a la salida de Airport Road. Delorme salió del coche y aguzó el oído: era el zumbido de un avión de Air Ontario descendiendo para aterrizar. La autovía 17 estaba a menos de cincuenta metros, el tráfico llegaba a los oídos de la detective en forma de un silbido constante. Una mujer cargada con bolsas de la compra se tambaleaba en los escalones del portal mientras batallaba con las llaves de su casa. Delorme se acercó a toda prisa para sujetar la puerta, y entró en el edificio colmada de la gratitud de la mujer. El apartamento del señor McGrath se encontraba en la planta baja al fondo del edificio. Delorme se plantó en el pasillo y prestó atención. No percibió ruido del tráfico, sólo los sonidos de los otros apartamentos: una aspiradora, el chillido de un periquito, el cotorreo metálico de un concurso televisivo.
El último nombre de la lista sonaba al de una viejecita: Edith Soames. «Muy bien —se dijo Delorme—, ahora estoy segura de que he llegado al final del callejón. Es imposible que Todd Curry o Katie Pine fueran asesinados por una ancianita, pero hay que investigar las pistas que uno tiene y ver qué ocurre».
El domicilio de Soames quedaba a dos calles hacia el este de la casa donde Delorme había pasado toda su infancia, y durante unos minutos la nostalgia la distrajo de su misión. Sin detener el coche, pasó delante del afloramiento de piedra donde a los seis años Larry Laframboise le había partido el labio. En la esquina se levantaba el café North Star, donde por casualidad había oído a Thérèse Lortie, una ex amiga, acusar a Delorme de comportarse como una furcia. Media manzana más allá estaba el banco donde Geoff Girard le dijo que no quería casarse con ella, y Delorme recordó el repentino calor de las lágrimas que le resbalaron por la cara al escuchar aquellas palabras.
Pasó frente a su antiguo hogar intentando no volver la vista atrás, pero en el último momento aminoró la marcha del vehículo y lo contempló con detenimiento. La casa se hallaba en un estado lamentable.
Geoff y ella solían sentarse en aquel porche desvencijado durante horas, metiéndose mano por debajo de la manta. Cierta noche, su padre persiguió al muchacho hasta Algonquin Avenue, mientras su hija de dieciséis años le iba a la zaga, gritándole durante todo el trayecto. Fue en ese porche donde hizo el amor por primera vez, pero no había sido con Geoff sino con otro chico. Quizá Thérèse Lortie no estaba tan equivocada como creía.
Su padre se había largado —se había marchado al oeste, a Moose Jaw o algún otro lugar— y su madre había fallecido. Geoff Girard se casó y tuvo por lo menos catorce niños perfectos y rubios y ahora vive en Shepard’s Bay. Hacía ya tiempo que la casa de su juventud había sido dividida en apartamentos, como todas las otras casas antiguas del barrio.
La de los Soames estaba tan desbaratada como las demás. La fachada de falso ladrillo rojo se había oscurecido con el paso del tiempo y se descascaraba alrededor de las ventanas, provistas de contraventanas. Delorme tuvo una visión de su padre tambaleándose en una escalera de mano levantando una de aquellas pesadas aberturas. Cuando pasaba algún camión, vibraban y temblaban como una hoja al viento.
La puerta se abrió y una viejecita se asomó al porche. La asistía una mujer joven que rondaba la veintena, una nieta quizás o una enfermera por horas. Los gruesos abrigos que ambas llevaban y el terror de la viejecita a resbalar en los peldaños cubiertos de hielo obligaban a la anciana andar con dificultad. La joven le sujetaba el codo y reaccionaba impacientemente, con cara de pocos amigos, ante cada nuevo paso titubeante de la viejecita.
Delorme se apeó del coche y las esperó en la acera.
—Disculpen la molestia —dijo, enseñando su placa—. Investiga una serie de robos cometidos en esta zona.
Lo cual era cierto: Arthur Wood había forzado la puerta de varios apartamentos del barrio, pero Delorme no mencionó que los allanamientos habían tenido lugar hacía tres años.
—¿Que qué? ¿Qué ha dicho?
—¡Robos! —gritó la joven a modo de respuesta y ofreció a Delorme un gesto de impotencia que declaraba: «Vejestorios, ¿qué se supone que hace uno con ellos?». Pero se limitó a decir—: Nadie ha robado en nuestra casa.
—¿Ha visto usted algo fuera de lo normal? ¿Alguna furgoneta recorriendo repetidamente la calle o algún extraño vigilando las casas?
—No, no he visto nada fuera de lo normal.
—¡Qué! ¿Qué dice esta mujer? ¡Dime lo que dice!
—Nada, Gram. ¡No pasa nada!
Delorme se despidió con la advertencia habitual de que mantuviesen cerradas puertas y ventanas. La joven prometió que así lo harían. La detective sintió una punzada de pena por ella: un caso de eccema o de otra enfermedad similar le había destrozado la cara. Su piel era áspera como el cuero del elefante y estaba manchada con zonas en carne viva, que parecían haber sido restregadas con un estropajo de aluminio. No era fea, pero su mirada de cordero degollado y sus ojos esquivos expresaban que ella estaba segura de serlo. Probablemente, el mundo no podría ofrecerle más que aquella existencia de amargura, encadenada a su abuela anciana, y la joven lo sabía.
—¿Qué dice? ¡Dime lo que dice!
—¡Vamos, abuela, si no nos damos prisa la tienda va a cerrar!
—Dime lo que pasa. Me gusta saber qué ocurre a mi alrededor, Edie.
Así que Edie Soames era la más joven, vaya. Aunque siendo abuela y nieta probablemente se llamasen igual, lo mismo daba. Un día, una mujer joven y solitaria sacó prestado de la biblioteca pública uno de los álbumes más populares del país, un álbum que miles de personas habían comprado, pedido prestado o grabado. Aquello no significaba nada.
Delorme las dejó continuar solas su lenta lucha hacia MacPherson Street. Habría sido maravilloso comunicar a su compañero que sus sospechas habían dado algún resultado, pero Delorme desapareció por la esquina, derrapando un poco en la calzada helada, con la certeza de que los resultados obtenidos aquella mañana sumaban exactamente cero.