13

Del mismo modo que había sucedido durante la juventud de Cardinal, D’Anunzio’s seguía atrayendo a los adolescentes como un imán. Mitad frutería y mitad fuente de sodas y heladería, el local no daba la impresión, a primera vista, de ser un sitio fascinante. Pero Joe D’Anunzio, de modales amables y cintura de cantante de ópera, consideraba a todo el que entrara en su local como amigo suyo. Cuidaba su vieja fuente de soda —un grifo de agua gaseosa con el que diluía jarabes de mil sabores— con el esmero de los camareros de antaño, y trataba a los clientes nuevos como a los habituales, permitiéndoles permanecer sentados en los reservados durante horas con sus coca-colas, sus patatas fritas o sus chocolatinas. Cuando eran niños, Cardinal y los demás monaguillos acudían en tropel en cuanto acababa la misa de la catedral. Y años después ocurría lo mismo, aunque ya no vistieran sobrepellices ni sotanas. Llegaban allí cuando ya habían sustituido el incienso por paquetes de Rothmans o de John Player Specials, y el pan y el vino por chocolatinas Aero y batidos de helado.

Cardinal dio un sorbo a su café y observó a unos chavales que jugaban a un videojuego.

En sus tiempos, el juego preferido era el flipper o pinball. El flipper era un juego más físico y menos teórico; metiendo una moneda de cinco centavos dentro del mecanismo sonaban golpes y multitud de campanillas. En respuesta a las atenciones de los chavales, sin embargo, los nuevos engendros electrónicos soltaban una serie exasperante de bips y de bups.

—Dime, Joe, ¿cuándo se quemó aquella casa?

—¿Te refieres a la que está en Main Street?

Joe le sirvió dos coca-colas de cereza a sendas chicas rubias con idénticos cortes de pelo: de un lado al cero y del otro largo. En las aletas de la nariz ambas llevaban piercings, aderezos que a Cardinal le parecían más bien pústulas de aluminio. Cuando él era joven, las muchachas llevaban el cabello largo y con raya al medio, lo que según la nostálgica mirada de Cardinal les concedía un aire dulce, entrañable. ¿Por qué razón aquellas jovencitas utilizaban la moda para flagelarse?

Joe regresó desde el otro extremo de la barra hasta la caja registradora.

—Creo que fue en noviembre, sí, a principios de noviembre. Hicieron falta cinco o seis coches de bomberos para apagarlo.

—¿Seguro que no fue después? ¿Después de Año Nuevo?

—En absoluto. Fue antes de que me operaran de la hernia; entré en quirófano el 10 de noviembre. —Joe desplazó su circular figura y vertió un poco más de café en la taza de Cardinal—. ¿Cómo no te enteraste de un incendio como aquél?

Dos niños habían desaparecido. Y Catherine empezó a desvariar en noviembre. Cardinal había tenido la mente bastante ocupada.

Se llevó la taza de café al otro extremo de la barra, junto a la ventana de la entrada. Por el lado oeste de la plaza, un cortejo fúnebre salía de la catedral. Cuatro hombres transportaban un ataúd a hombros, iban ataviados con trajes negros pero sin abrigos, debían de estar ateridos. En el solar vacío, al otro lado de la plaza, había otro hombre. Iba cubierto con un anorak Verde y amarillo y una capucha a conjunto. Tomaba notas, o eso parecía. Por la boca despedía volutas de vapor que el sol atravesaba y luego diluía. Cardinal salió del local y enfiló hacia el solar esquivando el tráfico que bajaba por Algonquin. El hombre del anorak rellenaba un impreso prendido en un sujetapapeles cuando el policía se presentó.

—Tom Cooper, de Construcciones Cooper —respondió el hombre—. Tengo que comprobar cuánto ha adelantado nuestra gente de derribos. Se supone que ya debían tener todo esto limpio el martes pasado, y estamos a viernes. Qué difícil es encontrar profesionales en esta ciudad, profesionales de verdad.

—Señor Cooper, estoy seguro de que a un contratista como usted no se le pasan por alto los solares como aquel de allí. ¿Hay alguna otra casa vacía en el extremo oeste de Main Street?

—En el oeste, no. Hay una en MacPherson y otra en las afueras, en Trout Lake. Pero aquí en la ciudad no permanecen vacíos mucho tiempo.

—Es que me han dicho que había una casa vacía en Main West Street. Al menos lo estaba en diciembre. La ocupaban unos adolescentes, probablemente para drogarse. ¿Ha sabido de algún sitio así?

Cardinal oyó su propia voz desvanecerse. Sabía que el hilo de la conversación se había tensado de repente y que a la mínima se cortaría.

Cooper apretó el sujetapapeles bajo el brazo y, entrecerrando los ojos, escruto la calle hacia el oeste, como si por su empeño fuese a aparecer una casa vacía.

—No. En Main Street no. Al menos ninguna que yo recuerde. En Timothy, quizá —giró sobre sí mismo como si tuviese un pivote en vez de pies—. La casa no está en Main Street, pero hace esquina.

—¿En la esquina de Timothy y Main Street? ¿Junto a las vías?

Cooper asintió.

—Efectivamente. Pero es imposible que allí se cobijara nadie, está cerrado a cal y canto. Los herederos tramitan la autenticación del testamento. Se llevan fatal, o al menos eso es lo que se dice.

—Muchas gracias, señor Cooper. Ha sido de gran ayuda.

—No tendrá usted que ver con el caso de Windigo… Es un asunto terrible.

Cooper, como todos los habitantes de Algonquin Bay, seguía de cerca el curso de las investigaciones. ¿De quién se sospecha? ¿Ha sido alguien de por aquí? ¿Participarán los de la Policía Montada? No se puede culpar a la gente por ser curiosa. Cardinal tuvo que escuchar de cabo a rabo la teoría del culto satánico antes de librarse de Cooper.

En su coche recorrió la media docena de manzanas que lo separaban de Timothy Street. Al llegar al paso a nivel cruzó las vías lentamente. El tramo norte del ferrocarril lo recorrían sobre todo trenes de carga que transportaban petróleo hasta las ciudades norteñas de Cochrane y Timmins. Hacía años, cada vez que el tren circulaba por aquel paso a nivel, esos mismos silbatos solían despertar al joven Cardinal, sonidos solitarios y al mismo tiempo curiosamente reconfortantes, como el canto del somorgujo.

La casa era una construcción victoriana rodeada en su totalidad por una galería. Las ventanas estaban tapadas con listones y tablas de aglomerado. Años de hollín de locomotoras habían ennegrecido los muros de ladrillo de la planta superior, por lo que la casa no sólo estaba ciega, sino que además tenía los ojos amoratados. De las esquinas colgaban carámbanos inmensos como gárgolas. Un seto de considerable altura rodeaba el terreno, vasto para las dimensiones de Algonquin Bay.

Cardinal bajó del coche y se plantó en el sitio donde alguna vez estuvo el camino hacia la vivienda. Más allá de los tenues jeroglíficos que dejaran atrás las patas de los pájaros, no pudo apreciar ni una sola pisada humana.

La nieve endurecida había recubierto los escalones que llevaban a la galería. Agarrado a la barandilla, subió pisando firmemente y examinó la puerta principal, también cerrada con listones y tablas. El sello del fideicomiso permanecía intacto y el candado no mostraba señales de vandalismo. Revisó las aberturas tapiadas y después rodeó la casa para asegurarse de que las otras no hubiesen sido forzadas.

Sonó la campana del paso a nivel. Mientras Cardinal comprobaba el estado de la puerta lateral escuchó el traqueteo del tren, un tren de carga.

Cualquiera que quisiera entrar lo haría por detrás: pero detrás no había nada salvo el seto y las vías. Los ladrones suelen tener una especial predilección por los ventanucos de los sótanos, pero éstos habían quedado enterrados bajo la nieve. Con el tacón de su bota, Cardinal cavó una zanja que separaba la pared de la casa de la dura capa de nieve.

—¡Mierda!

Un trozo de hielo afilado le había raspado la pantorrilla. A un metro y medio de la esquina de la vivienda descubrió el dintel de una ventana. Después de quitar el hielo solidificado, retiró la nieve restante con las manos.

—Te encontré —susurró triunfante.

El Juzgado Provincial de Algonquin Bay, situado en McGinty Street, es un edificio de obra vista, moderno y sin pretensiones, que podría igualmente acomodar una escuela o una clínica. Quizá por compensar tanta sencillez, el cartel que señala el Juzgado del Distrito de Nipissing es del tamaño de una valla publicitaria.

El recepcionista informó a Cardinal, que el juez Paul Gagnon estaría ocupado hasta el mediodía en el Juzgado de Tráfico y que después debía asistir a una comida de trabajo.

—Intente que me haga un hueco, por favor. Mi visita está relacionada con la investigación de Katie Pine.

Cardinal sabía de sobra que Gagnon nunca le firmaría una orden de registro para averiguar el paradero de un joven de dieciséis años fugado de Mississauga; es decir, de un mayor de edad. El policía rellenó el formulario correspondiente y, mientras esperaba a que concluyera la sesión, llamó a la jefatura. Delorme había salido por algo relacionado con el Caso de Woody y no regresaría hasta dentro de una hora. Cardinal sintió una punzada de remordimiento por no permitirle tomar parte en la investigación; de hecho, ella no había ocultado su resentimiento por tener que poner al día los casos atrasados de él.

El juez Gagnon era un tipo pequeño de pies diminutos y un peluquín dos tonos más claro que su propio cabello. Tenía un par de años menos que Cardinal y era una verdadera fiera en el campo de la política. Dentro de la toga parecía un niño en una tienda de campaña, su fino hilo de voz era un eco aflautado.

—Suena poco convincente, detective. —Gagnon colgó la toga en un gancho y se puso la americana de pelo de camello—. Veamos, usted cree que quien mató a Katie Pine y raptó a Billy LaBelle pudo haberse alojado en la casa de la familia Cowart. Dicha teoría se basa en cierta información de segunda mano recibida de Ned Fellowes, del Centro de Crisis. Información que, dicho sea de paso, ni siquiera llevaría directamente al asesino, sino a otro joven desaparecido, el tal Todd Curry…

Gagnon se ajustaba la corbata mirándose en el espejo.

—Alguien entró en la casa por la fuerza, su señoría. Estoy seguro de que las partes en litigio no se opondrían a que yo investigara. Pero acudir a ellos llevaría demasiado tiempo y fastidiaría a muchos que ya están furiosos por tener que resolver el testamento.

El ojo escéptico de Gagnon enfocó a su interlocutor en el reflejo.

—¿Cómo sabe usted que el que rompió la ventana no fue un miembro de la familia? Quizás esa persona fue a buscar algún mueble impugnado o la reliquia de la abuela. ¿Quién puede saberlo?

—El ventanuco mide veinticinco centímetros de alto y setenta y cinco centímetros de ancho, aproximadamente.

—Quizá fueran joyas: el reloj de bolsillo del abuelo. Lo que quiero decir, detective, es que no tiene ninguna razón de peso para sospechar que el asesino pasase por allí.

—Según mis sospechas, es el único sitio que pudo haber pisado, aparte de la bocamina en la isla Windigo. Tal vez le gusten los edificios desiertos, no lo sé. La última vez que vieron a Curry, el chaval desaparecido, éste dijo que pasaría la noche en una casa abandonada de Main Street.

Gagnon se sentó detrás del escritorio, lo que le hacía aparecer aún más pequeño, y estudió el impreso.

—Esta dirección corresponde a Timothy Street, detective.

—Timothy hace esquina con Main Street, la casa parece dar a esta última. Todd Curry no era de aquí, debió de suponer que la casa estaba allí.

El juez Gagnon consultó el reloj.

—Tengo que comer con Bob Greene.

Bob Greene era el parlamentario local, un tipo voluble, un imbécil de segunda fila.

—Fírmeme la orden, su señoría, y no le daré más la lata. No tenemos una sola pista sobre Billy LaBelle y, en cuanto a Katie Pine, nuestras investigaciones también acaban aquí mismo. Esta pista es lo único que tenemos.

Katie Pine era un número mágico; Katie Pine y Billy LaBelle sumaban la cifra que abriría la combinación del diminuto corazón de Gagnon. Cardinal podía oír cómo giraban las piezas del mecanismo: un caso celebre equivale a una oportunidad. Una oportunidad aprovechada equivale a un ascenso. Un ascenso equivale a practicar la justicia.

El juez frunció su ceño en miniatura, demorando su aprobación, resistiéndose, con las tablas de un actor de talento modesto.

—Si la casa estuviera habitada jamás le firmaría este permiso. De ninguna manera permitiría que alterase usted el orden de un hogar basándose en alegaciones tan endebles.

—Créame, su señoría, sé de sobra lo endebles que son mis sospechas. Ojalá tuviese en mi poder un indicio a prueba de dudas que ofrecerle, pero el asesino decidió no dejarnos su nombre y dirección junto al cadáver de Katie Pine.

—¿Qué significa ese tono tan altanero y moralista? No me estará usted sermoneando, ¿verdad?

—Dios no lo permita. Sepa que si quisiera ir por ahí dando sermones a jueces me habría hecho político, su señoría.

Los brazos y la cabeza del juez desaparecieron en su abrigo como bajo un manto de niebla espesa, y emergieron nuevamente por las mangas y el cuello. El juez cogió rápidamente la Biblia de su escritorio y la puso delante del detective.

—¿Jura ante Dios todopoderoso que lo que consta en el impreso es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

Cinco minutos más tarde, Cardinal ya había regresado a la vivienda de la familia Cowart y quitado con las manos la nieve que cubría el ventanuco del sótano. Se le habían entumecido las rodillas, rígidas como dos tablas de madera. La nieve se había acumulado en estratos bien diferenciados de nieve polvo y hielo compacto. Cardinal fue hasta el coche y regresó con la pala que siempre llevaba en el maletero.

El listón de cinco por diez que cruzaba la placa de aglomerado y la mantenía en su sitio mostraba marcas de haber sido forzado con una palanca. Los clavos estaban flojos. Cuando Cardinal tiró del listón, éste se soltó con facilidad; detrás de la madera no había vidrio alguno.

Se quitó el abrigo y el frío glacial le quitó el aliento. Se arrodilló y descendió por la ventana introduciendo primero las piernas y después el cuerpo. La nieve se le colaba por la camisa y el pantalón, y el calor de la piel tardó muy poco en derretirla. Apoyó el pie en una plataforma que parecía ser una mesa; quienquiera que hubiera estado allí la había colocado bajo la ventana para facilitarse la salida.

Una vez dentro, atrajo hacia sí el abrigo y se lo puso, no sin antes luchar desesperadamente con la cremallera. Entonces, de pie sobre la mesa, agitó los brazos como un pájaro y maldijo el frío a voz en grito. El resplandor mortecino que se filtraba por el ventanuco no hacía mucho por disipar la oscuridad del lugar.

Se bajó de la mesa —destinada a lavar la ropa, según pudo comprobar— y encendió la linterna. Un cacharro que cargaba seis pilas de las grandes, un chisme muy resistente que en ocasiones había cumplido funciones de cachiporra; precisamente por eso el cristal estaba partido y el tubo, cubierto de muescas. Se hizo un haz blanco y amplio que iluminó la caldera congelada como a la estrella de un espectáculo, la lavadora, la secadora y una mesa de carpintero repleta de herramientas que el investigador envidió de inmediato. Ya había reparado en la sierra vertical que descansaba silenciosa en un rincón, la había visto en la sección de herramientas de Canadian Tire. Valdría unos quinientos dólares.

Incluso con el frío podía oler la piedra, el polvo y la humedad de la madera sin pulir, así como los dulces aromas de la lavadora y la secadora. Tras desgarrar una serie de telarañas abrió una puerta y descubrió una alacena repleta de frascos de conservas: melocotones, ciruelas, incluso uno de cuatro litros que contenía pimientos rojos. Parecían corazones recién arrancados.

Las escaleras eran nuevas, no habían sido acabadas ni tampoco alfombradas. La luz de la linterna no descubrió ninguna pisada. Pero Cardinal subió los escalones de dos en dos, pegado a la pared, para salvar cualquier huella que se le hubiese pasado por alto.

La puerta dio paso a la cocina. Cardinal se detuvo allí para estudiar la sensación que le producía la casa, ese lugar tan frío y oscuro que rezumaba desesperanza. Contuvo la excitación del cazador, esa impresión de que algo va a suceder. Hacía tiempo que había aprendido a desconfiar de ese tipo de percepciones que, casi siempre, acababan en nada. La evidencia de que allí hubiesen pernoctado intrusos no significaba que el asesino —o el errante Todd Curry— también hubiese pasado por allí.

Nadie había usado la cocina. Una fina película de polvo cubría todas las superficies. Del rincón nacían unas escaleras estrechas, cuyo hueco alojaba un armario. Cardinal levantó el pasador con la punta de la bota, desvelando estanterías repletas de hileras de comida enlatada. En la pared del armario colgaba el calendario de una tienda de deportes. En la fotografía aparecían un pescador con casaca leñadora y un niño risueño. El recuerdo de su hija Kelly le golpeó la mente con la fuerza de un puñetazo: las vacaciones de verano, la casa de campo; el entusiasmo de su hija al pescar un pez, sus remilgos al encarnar el anzuelo; los reflejos de su cabello dorado contra el azul del cielo. El calendario anunciaba el mes de julio de hacía dos años, el mismo mes en que muriera el dueño de la casa.

En el cubo de basura de plástico no encontró nada, a excepción de un envase aplastado de Tim Hortons, la tienda de donuts.

El mobiliario del salón era antiguo, pesado, pero Cardinal, poco experto en asuntos como aquéllos, no habría podido aventurar si se trataba de antigüedades o simples imitaciones. El cuadro de la pared parecía antiguo y vagamente conocido, pero Cardinal tampoco era crítico de arte. En cierta ocasión, Kelly se horrorizó al descubrir que su padre no tenía ni idea de quiénes habían sido el Grupo de los Siete (estrellas de la historia del arte canadiense, por lo visto). A través del cristal de la vitrina descubrió un juego de delicadas copas, colocadas con elegancia. Cardinal abrió la puerta de un aparador y encontró botellas de Armagnac y de Seagram’s V. O. La silla que ocupaba la cabecera de la mesa era la única con apoyabrazos, y el tapizado se hallaba mucho más gastado que el de las demás. Quizás el anciano siguió ocupando el sitio de honor hasta mucho después de que su familia se hubiera disgregado. Quizá se sentase allí imaginando a su mujer e hijos a su alrededor.

El haz de la linterna dio con un par de puertas corredizas, que presumiblemente llevaban al salón. Pero el frío las había inmovilizado, por lo que Cardinal regresó a la cocina y subió al segundo piso por la escalera de servicio.

En las habitaciones de esa planta no había muestras recientes.

Permaneció un largo rato en el dormitorio principal, la última habitación que habían habitado. Sobre un tocador antiguo descansaba un televisor pequeño muy fácil de robar.

El botiquín del baño contenía antihistamínicos, laxantes, Fixodent y una botella gigantesca de analgésicos Frosst 222s.

Cardinal bajó por la escalera principal hacia la sala de estar, situada al frente de la casa. Un piano viejo la ocupaba casi por completo. Sobre el instrumento, un par de candelabros de plata rodeados de fotografías de la familia Cowart. Un examen más exhaustivo de la tapa de madera dejó ver que los candelabros habían sido movidos de sitio —las bases hexagonales habían marcado el polvo—, y los cabos de las velas daban la impresión de ser recientes. Así que alguien se había sentado al piano a la luz de las velas, acaso Todd Curry. La tapa del teclado evidenciaba huellas borrosas de manos. Cardinal se estremeció, los huesos le dolían a causa del frío.

El salón recordaba a un decorado: dos butacas, un pie, la maceta y la planta reseca, y una alfombra circular delante de la chimenea de ladrillo. Las cenizas de un tronco yacían en la rejilla, cubiertas por una delgada capa de nieve. Naturalmente, haría falta un fuego. Sin electricidad ni calefacción, cualquiera que planease quedarse aquí en diciembre tendría que encender la chimenea de inmediato. Aunque el fuego habría iluminado la estancia. ¿No se asustaría el intruso de que alguien reparara en el humo? «Una persona normal, desde luego que sí —razonó Cardinal, y de inmediato se corrigió—, pero yo no ando tras los pasos de una persona normal. Voy tras las huellas de un adolescente toxicómano fugado de su hogar y de un asesino de niños, y sólo Dios sabe de quién o qué más».

El arco que Cardinal dibujó con la linterna iluminó la repisa de la chimenea y un televisor de tamaño considerable. Detrás del sofá colgaba un cuadro antiguo y oscuro de un hombre vestido de negro: un conquistador, a juzgar por la perilla puntiaguda. Una capa de terciopelo negro con extraños dibujos se ondulaba a sus espaldas.

En el sofá descubrió una mancha similar a la que dejarían varios litros de pintura volcados intencionadamente sobre el tapizado. El estampado de la tela había quedado desdibujado por completo. Al acercarse, Cardinal comprobó que no se trataba de pintura sino de sangre. Sangre en cantidades industriales.

Alumbró la pared y cayó en la cuenta de que lo que él creía el diseño del empapelado eran, en efecto, salpicaduras de sangre. Salpicaduras verticales, de abajo arriba, como las que deja un instrumento pesado al elevarse. Hasta el cuadro estaba manchado; aquello era lo que había notado en la tapicería.

Paralizado delante del sofá, lo recorrió de una punta a la otra con la linterna. A uno de los cojines le faltaba la funda, se la habían quitado. Un ladrón podría utilizarla para llevarse el botín, pero ¿qué uso le daría el asesino? «No se molestó en llevarse los candelabros de plata —reflexionó Cardinal— ni el televisor portátil de arriba. No lo hace por dinero».

Temblando de frío, o eso quiso creer, Cardinal intentaba figurarse dónde habría ocultado el asesino el cadáver. Estaba casi seguro de que no lo había sacado de la casa; además, parecía que la planta superior estaba intacta. Regresó al sótano deseando desesperadamente disponer de más luz y se detuvo ante una puerta de aspecto endeble. Aunque ya nadie usara carbón, en las casas antiguas, el hueco de la escalera suele alojar la tolva que lleva al depósito de carbón. Cardinal distinguió en el suelo marcas de arrastre.

Apoyó la linterna en el suelo. El haz de luz proyectó su sombra deformada por toda la pared al tiempo que se agachaba a abrir la portezuela. Ésta se abrió con un chirrido y un sonido de hoja metálica al doblarse. El frío lo había dejado sin olfato, pero, aunque no pudiese oler, sabía que estaba a punto de encontrar el cuerpo. Quería verlo, salir cuanto antes de allí y volver con un equipo de peritos. Cogió la linterna y se metió por el hueco.

La lámina de polietileno estaba abierta, lo que le otorgaba al cadáver el aspecto de un paquete desenvuelto, de un obsequio precioso dentro de una caja negra. El cuerpo, perfectamente conservado por el frío, se hallaba hecho un ovillo en una posición casi fetal. La cabeza estaba entre las rodillas, liada con un trapo endurecido por el frío y ennegrecido por la sangre. Cardinal reconoció el estampado, se trataba de la funda del cojín ausente en la planta de arriba. ¿Por qué le habrían tapado la cabeza? Los pantalones que llevaba enrollados en los tobillos eran vaqueros negros; el calzado, unas botas de baloncesto marca Converse del mismo color. Cardinal podía recitar de memoria las señas: «Desaparecido. Joven de raza blanca. Fue visto por última vez vistiendo…».

Cardinal sintió las náuseas abriéndose paso desde sus entrañas, pero hizo caso omiso de ellas. Desfilaron por su mente los impresos que debería rellenar y las llamadas que tendría que hacer: al forense, a Delorme, a los procuradores del Estado, al fiscal de la Corona. Sin embargo, y pese a las obligaciones que le daban vueltas por la cabeza, no dejó de empaparse de los detalles del cadáver: el reloj barato en la muñeca, los genitales arrugados y mutilados. Cardinal se compadeció por los padres del chico, quienes seguirían aferrados a cualquier esperanza de hallarlo con vida. Habría que informarlos. ¿Quién sabe si existe la vida después de la muerte? El caso es que si el difunto se encuentra más allá del dolor y la ignominia, ¿por qué le invadió entonces aquel instinto de cubrir al muchacho? ¿Por qué esa misma reacción que antes él reprochara a Delorme?

Mientras se tomaba un descanso fuera, Cardinal agradeció que el frío y la nieve hubieran mantenido ala mayoría de los curiosos en sus casas. Entre el forense, los peritos y los camilleros, había tal congestión de personal y de equipos en el sótano, que moverse se había vuelto literalmente imposible. Era ya de noche y, sin embargo, el atasco daba la vuelta a la manzana, y el jardín delantero estaba tan iluminado como la Torre CN, el famoso rascacielos cónico construido por los Ferrocarriles Nacionales de Canadá.

A Cardinal la ligera tensión nerviosa comenzaba a manifestársele por dentro. Había realizado un buen trabajo, no le había hecho falta respaldarse en la alta tecnología. Sencillamente hizo las cosas bien, y de haber sido un hombre mejor y un buen poli, habría disfrutado mucho más de aquel momento de satisfacción. Echó de menos al policía honesto que alguna vez fue y deseó de nuevo poder deshacer lo hecho; al menos para que no se le arruinase aquel instante. Si era cierto que Delorme lo investigaba, rebuscaría en su pasado y, de ser así, encontraría algo. No era muy probable, pero cabía la posibilidad, podía ocurrir en cualquier momento. «Sólo déjame resolver este caso —rezó al Dios en quien creía de vez en cuando—; déjame acabar con el que le hizo esto a Todd Curry».

Una bandada de periodistas se acercaba cada vez más al jardín, estirando la cinta amarilla que demarcaba la zona policial. Pero en esta ocasión no eran sólo Gwynn y Stoltz de The Algonquin Lode y el equipo de la cadena de televisión de Sudbury. Esta vez habían acudido los periódicos de Toronto, la CBC y hasta la CTV. Todos querían saber lo mismo: «¿Ha sido el Windigo?». Pero Cardinal tenía poco que decir hasta que se informara a los familiares del chico. El chirrido producido por los motores de avance automático de las cámaras fotográficas era estridente.

—Señorita Legault, ¿podemos hablar un minuto?

Hizo un aparte con la periodista a un costado.

—Así que el Windigo. Debe de estar orgullosa de su idea, ahora todo el mundo lo llama así.

—Venga, detective. Encuentran un cadáver en una isla con ese nombre, que además viene con mito incluido. Tarde o temprano a alguien se le iba a ocurrir, ¿no cree?

—Pero se le ocurrió a usted, no se subestime.

—Dos muertes, y febrero aún no ha acabado. Ya ha superado la cifra anual de asesinatos, ¿no es cierto?

—No exactamente.

—Me refiero a asesinatos de este tipo. Obviamente, no estoy contando los homicidios domésticos. Oiga, ¿qué posibilidad hay de hacerle a usted una entrevista de verdad? Extraoficial, sin cámaras.

Aquella mirada fría de reportera estaba midiendo su reacción. Cardinal pensó en la forma en que el gato observa al ratón.

—Aunque usted no lo crea, todo esto se va a convertir en una locura. No sé si…

—Aunque usted no lo crea, detective, los telediarios no simbolizan la estupidez.

—Perdone, nunca la acusaría a usted de simbolizar nada.

Legault no cejó en la presión.

—A ver, detective, ¿por qué no me educa de una vez?

De pronto, Cardinal percibió que la periodista se tomaba en serio su oficio, y aquello le llegó al corazón. Catherine era así. Quizás él mismo también lo fuera.

—Si usted bautiza al asesino de Katie Pine con el nombre de un espíritu que se alimenta de seres humanos —le dijo lentamente—, es probable que sólo logre cebarlo aún más.

—¿Eso significa que no hará la entrevista?

Cardinal señaló hacia la casa.

—Discúlpeme, el deber me llama.

Los camilleros, dos tipos que cuando no asistían al forense trabajaban para las funerarias locales, salieron de la casa con la bolsa de plástico que contenía al cadáver y la depositaron dentro del coche fúnebre. El más joven de los dos temblaba visiblemente y parpadeaba sin cesar, como un topo.

Unos minutos más tarde, por la misma puerta, salió Delorme.

—Gracias, socio, por tomarte, el trabajo de llamarme. Tú sí que eres un buen compañero. Todo un campeón del trabajo de equipo.

—Te telefoneé, pero no estabas.

—Si yo fuese un tío me habrías esperado. Si no vamos a trabajar juntos, será mejor que me vuelva a Especiales. Explícaselo a Dyson.

—Lo dices como si ya no estuvieses en Especiales.

Delorme lo miró de arriba abajo, recorriéndolo con aquellos ojos que parecían reflectores.

—Hablas igual que McLeod, ¿lo sabías? Si te va la paranoia, no te lo puedo impedir. Pero a mí no me incluyas en tus delirios. —Reparó en el coche fúnebre que se alejaba—. ¿Se lo llevarán directamente a Toronto?

Cardinal asintió.

—Maldito Arthur Wood.

Le entraron ganas de matar al cabroncete que tanto tiempo le hacía perder.

—¿Puedes conducir hasta Toronto?

—¿Esta noche? ¿Te refieres a ir al Centro de Medicina Forense?

El entusiasmo le cambió de inmediato el tono. Ahora su voz sonaba como la de una niña.

—El primer avión sale mañana por la mañana, no me apetece esperar.

Con un gesto de la barbilla, Cardinal señaló la figura cuadrada y negra de Barnhouse. Se encontraba a media manzana de distancia, pero podía oírsele a la perfección. Amonestaba a alguien por un supuesto atropello a su persona.

—Hablaré con Barnhouse y me enteraré de las primicias. Te recojo dentro de media hora. Antes de llegar a Gravenhurst ya habremos adelantado al coche fúnebre. Quiero estar allí cuando el forense abra nuestro regalito.