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Hasta el domingo siguiente, Cardinal no tuvo ocasión de revisar y contenido de las investigaciones. Pasó la tarde entera en casa con una pila de fichas de archivo en cuyas etiquetas destacaban los nombres de Pine, LaBelle y Fogle.

Si en una ciudad de cincuenta y ocho mil habitantes un niño perdido es un acontecimiento, la desaparición de dos jóvenes provoca un verdadero revuelo. El jefe Kendall y la comisión eran lo de menos, y tampoco causaban problemas los periodistas de The Algonquin Lode o la televisión. Quien verdaderamente daba la lata era la gente de la calle: la ciudad entera se había propuesto no darle un respiro. El otoño anterior, Cardinal no había podido ni salir de compras sin que lo acribillaran a preguntas sobre Katie Pine y Billy LaBelle. Todos tenían alguna teoría y siempre había sugerencias.

Como es natural, aquello también tenía su lado bueno: nunca faltaron voluntarios. En el caso LaBelle, los boy scouts rastrearon durante una semana cada centímetro del bosque del aeropuerto. En cuanto al lado malo, los teléfonos de los investigadores nunca dejaron de sonar. La capacidad de la policía local, un cuerpo dotado con pocos efectivos, fue literalmente desbordada por las llamadas de ciudadanos ansiosos por proporcionar nuevas pistas que tarde o temprano habría que investigar. Las fichas se llenaron de informes suplementarios —o «suplementos», como se les llamaba no sin cierto cinismo—. Los suplementos se componían de folios con detalles del seguimiento de las pistas y declaraciones de testigos ocasionales que, cual miles de mapas mal trazados, llevaban invariablemente a callejones sin salida.

Sentado con los pies casi dentro de la chimenea y una cafetera llena de brebaje descafeinado encima de la estufa, Cardinal se dedicaba ahora a descartar material, procurando reducir aquella montaña de información a una cantidad razonable de datos fehacientes, de los cuales esperaba extraer una única idea o al menos el fragmento de una teoría, porque hasta entonces no había logrado descubrir absolutamente nada.

Las amables fuerzas armadas canadienses pusieron a su disposición una tienda lo suficientemente grande para cubrir Windigo, además de dos estufas de las que utilizaban para calentar los hangares del escuadrón local de cazas F-18. De rodillas, como arqueólogos, Cardinal y el resto del equipo peinaron la superficie nevada de la isla dividiéndola en miles de zonas del tamaño de una baldosa. Aquello les llevó casi todo el día. Más tarde, aumentando paulatinamente la potencia de las estufas, derritieron la nieve y examinaron el suelo empapado: un colchón de agujas de pino, arena y piedras. Encontraron latas de cerveza, colillas, aparejos de pesca y trozos de plástico, pero nada de aquello guardaba relación alguna con el crimen.

En el candado no había huellas dactilares.

Aquélla fue la primera certeza de Cardinal: la ardua búsqueda no les había proporcionado ni una sola pista.

Katie Pine había desaparecido el 12 de septiembre. Aquel día acudió al instituto y, tras oír la campana, se marchó con dos amigas. Eso decía el primer informe —basado en la llamada telefónica de Dorothy Pine— después venían los «suplementos»: la entrevista de Cardinal con Sue Couchie y la de McLeod con la tercera joven. Las tres amigas fueron al parque de atracciones instalado a las afueras de Memorial Gardens. Cardinal anotó mentalmente aquellos hechos y los clasificó entre los fehacientes.

Las amigas no permanecieron en el parque mucho rato. La última vez que vieron a Katie, estaba lanzando pelotas a unos bolos con la esperanza de ganar un OSO panda inmenso que había llamado su atención, un peluche casi tan grande como ella, quien, pese a haber cumplido ya los trece, no aparentaba más de once.

Sue y la otra chica regresaban de una tienda oscura y pequeña donde madame Rosa les había adivinado el futuro, pero, al llegar al puesto de bolos, Katie ya no estaba. La buscaron y, al no encontrarla, pensaron que se habría cansado de esperar.

Entre los papeles del suplemento, Cardinal halló la entrevista al encargado del puesto de bolos. No, ella no ganó ningún oso y él no reparó en que la acompañara nadie. Y no, no la vio irse. Nadie la vio irse. Como Dyson solía decir, se la había tragado la tierra.

Miles de entrevistas y miles de pósteres más tarde, Cardinal no conocía ni un solo dato más acerca de la desaparición. Katie se había fugado en dos ocasiones a Mattawa, a casa de unos parientes. Pero fueron las violentas borracheras de su padre las que la impulsaron a marcharse y cuando él murió, murieron las ansias de fuga de la niña. Dyson, sin embargo, se había negado a tener en cuenta aquella explicación.

Cardinal se levantó y se dejó caer la bata sobre la ropa. Removió un poco los rescoldos de la estufa y regresó al sillón. No eran más que las cinco pero ya era de noche y tuvo que encender la lámpara de pie. La cadena metálica estaba helada.

Abrió la carpeta de LaBelle.

William Alexander LaBelle: doce años, un metro cuarenta, cuarenta kilos. Un chico muy menudo. Su domicilio en el barrio de Cedargrove revelaba su origen de clase media-alta. Recibió educación católica y asistía a la escuela parroquial. Los padres y familiares quedaban fuera de sospecha por homicidio. Se había fugado antes, pero sólo una vez. A Dyson aquello le bastó para utilizarlo en su contra. «Fíjese bien, Cardinal, LaBelle es el tercer hijo de una familia de triunfadores. No le va tan bien como a sus hermanos, jugadores estrella del equipo de rugby. Sus calificaciones no se pueden comparar con las de sus hermanas, unas luminarias tiene doce años y la autoestima por los suelos. Billy LaBelle prefirió pirarse. Carretera y manta».

Pero saber dónde había ido no estaba tan claro. Billy desapareció el 14 de octubre, un mes después que Katie Pine, del centro comercial de Algonquin Bay, donde pasaba el rato con unos amigos.

Los informes suplementarios incluían entrevistas a maestros y a los tres chavales que lo acompañaban en el centro comercial. Jugó a Mortal Kombat de gorra en una tienda de la cadena Radio Shack (se adjuntan dos suplementos con entrevistas al vendedor y a la cajera), y un minuto después anunció que se iba a casa en autobús. De los cuatro amigos es el único que vive en Cedargrove, por lo que se marchó solo. A partir de entonces, nadie lo volvió a ver. Billy LaBelle, de doce años, salió del centro comercial de Algonquin Bay para formar parte de un expediente de desaparición.

Las dos semanas de carta blanca que Cardinal había recibido de Dyson tras la desaparición de Billy facilitaron su tarea. Pero al acabar el plazo varias sombras se cernieron sobre la investigación: la falta de pruebas de que se hubiera cometido un asesinato, un historial de fugas y la necesidad de dar prioridad a otros casos. Cardinal insistió en que ambos jóvenes habían sido asesinados, probablemente por la misma persona.

—Joder, Cardinal, mire los problemas que tiene el chaval. Todo le sale mal. Hágame caso: ese chico se suicidó. Ya aparecerá en primavera flotando en el río de los Franceses —se limitó a decir Dyson.

¿Por qué entonces no hubo ningún intento previo? ¿Por qué no había síntomas de depresión? Dyson se tapó los oídos simulando estar sordo.

Cardinal apartó a un lado la ficha de LaBelle. Se sirvió otra taza de descafeinado y echó un tronco en la estufa. Las chispas saltaron como centellas.

Era el turno de Fogle. Su carpeta contenía poco más de una página, que resumía los hechos del primer informe cortésmente cedido por la policía de Toronto. «Debí haber sospechado cómo acabaría todo este asunto», reflexionó Cardinal, aunque quizá ya lo sabría. Su superior tenía razón: había gastado un montón de dinero y necesitado mucho personal. Pero ¿qué se supone que debe hacer uno cuando los niños comienzan a desaparecer sin dejar rastro?

Margaret Fogle, que con diecisiete años ya no era una niña, fue la gota que colmó el vaso de Dyson. ¿Una adolescente que se fuga de Toronto? No es un asunto de alta prioridad, punto. La última persona que la vio fue una tía suya que vivía en Algonquin Bay. Adjunto al informe se encontraba el suplemento de McLeod, plagado de sus habituales faltas de ortografía («Sus padres se abían separado». Según sus propias palabras, tenía la intención de llegar a Calgary, provincia de Alberta.

—Lo cual nos deja con sólo medio continente donde buscar y varios centenares de fuerzas policiales tras sus pasos —señaló Dyson—. ¿Me esta escuchando, Cardinal? Usted no es el único policía de este país. Deje que los de la Policía Montada se ganen los garbanzos por una vez.

Vale, quizá debiera olvidar el caso de Margaret Fogle. Pero al quitarla de la ecuación, quedaba aún más claro que había un asesino al acecho.

—¿Por qué insiste en lo del asesino? —exclamó Dyson echando humo por las orejas. Había perdido el interés por conversar, se le había agotado la benevolencia—. Los violadores y los pervertidos van o a por niños o a por niñas, pero nunca, o casi nunca, a por ambos.

—Laurence Knapschaefer fue a por ambos.

—Sabía que sacaría a relucir a Laurence Knapschaefer. Un caso demasiado extravagante para mí, Cardinal.

Laurence Knapschaefer había asesinado a cinco chavales en Toronto hacia diez años. Tres niños y dos niñas. Una niña logró escapar, y así fue como finalmente lo atraparon.

—Knapschaefer es la excepción que confirma la regla, nada más. Aquí no hay cadáver, por tanto no puede haber homicidio. Usted no tiene la más mínima prueba de nada.

—Incluso la falta de pruebas podría considerarse como una prueba de homicidio.

—¿Qué?

—La falta de pruebas refuerza mi teoría. No es que Cardinal no viera en los ojos azules de Dyson los portazos y el deslizarse de cerrojos, pero no podía detenerse ahora. —Al que se fuga siempre lo avistan, los pasajeros de los autocares, los vendedores de billetes, los empleados de hostales, los camellos; siempre hay alguien que lo ve. Así es como los encontramos. Pero un niño asesinado no deja rastro, ni advertencia, ni una nota, nada. Katie Pine y Billy LaBelle no dejaron nada tras de sí.

—Lo siento, Cardinal, su razonamiento parece sacado de Alicia en el país de las maravillas.

A la mañana siguiente, Cardinal ordenó una tercera búsqueda, parcelada en seis semanas, de la que tampoco se obtuvo resultado alguno. Aquella misma tarde, Dyson lo retiró a la fuerza de las investigaciones de Pine y LaBelle. No sólo eso, lo retiró de Homicidios hasta nuevo aviso.

—Tráigame a Arthur Wood. Está robando a dos manos a los ciudadanos que pagan sus impuestos.

—No puedo creerlo. ¿Desaparecen dos niños y usted me destina a Robos?

—Usted me sale muy caro, Cardinal. No estamos en Toronto. Así que, si echa de menos hacer las cosas a lo grande, ¿por qué no vuelve? Mientras tanto, tráigame la cabeza de Arthur Wood.

La ficha de Margaret Fogle fue a parar encima de las otras dos.

Cardinal calentó una torta que había descongelado previamente. Una receta que Catherine le había sonsacado a una amiga francófona. McLeod, que había probado el dulce, afirmaba que aquella receta había sido robada a su madre, pues nadie salvo su madre usaba salvia en repostería.

Cenó sentado delante del televisor, viendo el telediario de Sudbury. La noticia de encabezamiento trataba el descubrimiento de un cadáver en la isla Windigo. Grace Legault se había echado la capucha hacia atrás para hacer su entradilla desde la isla, mientras los copos se deshacían al aterrizar sobre su melena castaña y leonina. En la tele parecía mucho más alta.

—Según reza la leyenda ojibwa —comenzó su crónica—, Windigo es el nombre dado al espíritu de un cazador que se aventuró en los bosques helados durante un invierno y se perdió. Se vio forzado a comer carne humana para sobrevivir. Es fácil creerse la leyenda cuando uno conoce este islote desolado. Aquí mismo, ayer por la tarde, el cuerpo no identificado de una adolescente fue descubierto por unos conductores de motonieves.

«Te felicito, Grace —se dijo Cardinal—. Dentro de poco se hablará del “asesino de Windigo” o del “Windigo”. Lo vas a convertir en un circo».

El reportaje dio paso a unas imágenes de archivo en las que se veía a la PPO dragando el lago Nipissing el otoño anterior, mientras Legault especulaba acerca de si el cuerpo pertenecía a Billy LaBelle o a Katie Pine. En la imagen siguiente apareció Cardinal, con una actitud fría, calculada y oficial, diciéndoles que había que esperar. «Soy un payaso engreído —pensó—. Debo de haber visto demasiadas películas».

Cardinal deseó poder telefonear a Catherine, pero ella no siempre respondía alegremente a sus llamadas; de hecho, rara vez le telefoneaba desde allí. «Es embarazoso, me da mucha vergüenza», le explicó su mujer; que ella viviera su enfermedad de aquel modo lo destrozaba por dentro. Y pese a aquel fárrago de sentimientos, Cardinal era plenamente consciente del peligro latente de que ella, fiel a aquel mismo razonamiento, pudiera abandonarlo. Él comprendía que no era culpa de ella. Intentaba no culparla, pero no era un hombre de naturaleza solitaria, y en ocasiones tener que vivir solo durante meses le provocaba un cierto rencor hacia su mujer. Un segundo más tarde se culpaba por ser tan egoísta.

Junto con un cheque de quinientos dólares, decidió enviarle una carta a Kelly. «Sin tu madre y sin ti, la casa es demasiado grande», escribió. Pero el papel acabó hecho una bola en el fondo de la papelera. Sí logró, en cambio, garabatear: «Sé que te hará falta este dinero», y luego cerró el sobre. Las hijas quieren padres invencibles. Además, cada vez que él mostraba la más mínima emoción ante Kelly, ella se moría de vergüenza. Qué extraño que su hija, a quien tanto quería, nunca hubiese sabido la verdad sobre él, que nunca hubiese averiguado cómo obtuvo el dinero para pagarle la universidad. Qué extraño… y qué triste.

Se puso a pensar en personas y jóvenes desaparecidos. Dyson estaba en lo cierto: si alguien quería perderse en la otra punta del país, tendría que pasar necesariamente por Algonquin Bay, y era lógico que aquella ciudad recibiese regularmente su porcentaje de fugados. Con antelación, Cardinal había formado una nueva carpeta separada con los primeros folios de los informes de otras jurisdicciones, casos que durante el último año habían llegado por fax desde Ottawa, las Maritimes (las regiones pesqueras) e incluso desde Vancouver.

Llamó a la sargento de guardia, Mary Flower, para que lo pusiera al tanto de algunas estadísticas. No era su obligación hacerlo, pero Cardinal sabía que la sargento, con su cara de caballo y su gran corazón, lo miraba con buenos ojos y por tanto le haría ese favor. Flower le devolvió la llamada justo cuando él se desvestía para entrar en la ducha. Desnudo y con la piel de gallina, cogió el auricular, sosteniéndolo con el hombro hasta volver a taparse a duras penas con el albornoz.

—De los últimos diez años me habías dicho, ¿verdad? —Mary tenía una voz tan nasal y tan aguda que le perforaba los tímpanos—. Apunta.

Los minutos siguientes, Cardinal los pasó anotando números en un bloc. Colgó y llamó a Delorme, que tardó en contestar.

—Eh, Delorme —exclamó él cuando al fin respondió—. Delorme, ¿estás despierta?

—Estoy despierta, John.

Mentía; de haberlo estado, nunca habría usado su nombre de pila.

—Adivina cuántos desaparecidos, me refiero a adolescentes, tuvimos el año pasado.

—¿Incluidos los que llegaron de otras ciudades? No sé, ¿siete, ocho?

—Doce. Una docena exacta. El año pasado fueron doce. El anterior, diez. El año anterior a ése, ocho. El año anterior a ése, diez. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Diez al año, niño más niño menos.

—Con una diferencia de dos, llegan exactamente diez al año, niño más niño menos.

De pronto la voz de Delorme surgió del auricular más clara, más precisa.

—Pero me has llamado para decirme cuántos han sido este año, ¿no es cierto?

—En el transcurso del año que acaba de terminar, el número de adolescentes desaparecidos, incluidos los llegados de otras ciudades, es de catorce.

Delorme soltó un silbido de admiración.

—Esto es lo que yo pienso. Un tipo mata a una niña, digamos Katie Pine, y le coge gusto. Es la mayor emoción de su vida. Rapta a otro chaval, Billy LaBelle, y lo vuelve a hacer. Está de racha, pero esta vez toda la ciudad sale en busca del niño desaparecido. Se vuelve cauteloso, va en busca de chicos mayores; chicos que estén de paso. El sabe que la desaparición de un adolescente de diecisiete o dieciocho años nunca causará el mismo revuelo.

—Especialmente si no son de aquí.

—Deberías verlo. Hay investigaciones abiertas por todo el país. Tres son de Toronto, pero las demás de lugares perdidos de la mano de Dios.

—¿Tienes las carpetas en tu casa? Voy para allá.

—No, no. Mejor nos vemos en jefatura.

Hubo una pausa casi imperceptible.

—Por el amor de Dios, Cardinal. ¿Crees que sigo en Especiales? ¿Crees que te investigó? Dime la verdad.

—¡Oh! Nada de eso —dijo con dulzura. «Dios mio, soy un mentiroso», pensó Cardinal—. Es que soy un hombre casado, Lise, y tú eres tan increíble mente atractiva que…, que no me fío de mí. —La pausa que siguió fue muy larga. Después, Delorme colgó.