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Según el ordenador de Troy Music, Eric Fraser vivía en el 675 de Pratt Street Este, y hacia allí se dirigían en el coche patrulla con la sirena desconectada. La radio anunciaba una inminente tormenta de nieve, pero la temperatura cálida no parecía remitir y la lluvia caía con tal fuerza que daba la impresión de estar a punto de perforar el techo del coche. Las escobillas chirriaban contra el parabrisas. Cardinal había pedido unidades sin distintivos, pero cuando llegaron a la intersección de Pratt con MacPherson aún no había acudido ningún refuerzo.
—No sabía que el barrio continuase más allá del quinientos —comentó Delorme sorprendida.
Al final de la manzana, Pratt Street quedaba interrumpida por las vías de los Ferrocarriles Nacionales de Ontario. A partir de allí se acababan el asfalto y las casas, unas cabañas destartaladas que se alzaban semiescondidas entre los afloramientos rocosos.
El rumor de estática de la radio se interrumpió y la voz de Mary Flower llenó el interior del coche.
—Los refuerzos van a demorarse. Un camión con tráiler acaba de volcar en el paso elevado y hay un atasco de dos kilómetros.
—Recibido —respondió Cardinal por el micrófono—. ¿Qué dice el ordenador de Eric Fraser? ¿Está fichado?
—Nada. No hay datos sobre Eric Fraser. Ni uno.
—No me sorprende —dijo Cardinal—. Troy dijo que no puede tener más de veintisiete o veintiocho.
—Tampoco aparece nada en el ordenador central —intervino Flower—. No tiene antecedentes ni por pisar el césped.
—Quizás haya algo en la base de datos de delincuentes juveniles. Si delinquió cuando era menor lo encontraremos.
—Espera un segundo. —Se oyó a Flower regañar a alguien para que devolviera un impreso antes de las navidades, y continuó—: Has dado en el clavo. ¿Quieres que te lo lea?
—Te apuesto lo que quieras a que fue detenido por maltratar animales —predijo Cardinal a Delorme—. Anda, léemelo, Mary.
—Fue detenido por robo con escalo a los trece, a los catorce otra vez, y a los quince lo detuvieron por maltratar animales.
—Tiene que ser él —dijo Delorme.
Cardinal sintió una tenue descarga eléctrica en la yema de los dedos. Si se iba a retirar, no había mejor manera que ésta: deteniendo a un asesino en serie en plena faena. No se podía pedir más.
McLeod detuvo su automóvil en la esquina, en MacPherson, pero no apagó los limpiaparabrisas. Cardinal había advertido a todos que se mantuvieran alejados de la casa hasta que él llegase. Cuando McLeod los vio, salió del coche y cruzó corriendo la intersección mientras se bajaba la capucha para protegerse de la lluvia. Subió al asiento trasero maldiciendo y se acomodó junto a Collingwood.
—Me cago en febrero. ¿A quién cojones se le hubiera ocurrido que nos iba a caer un monzón en febrero, eh? Es la puta contaminación de Sudbury, estoy seguro. Toda la ciudad está medio derretida.
Por la radio, Flower seguía informando.
—Fraser también pasó un par de años en el instituto para menores St. Bartholomew. Dos años menos un día, exactamente.
—Agresión, seguramente —arriesgó Cardinal.
—Agresión con agravantes —confirmó la sargento—. Discutió con su profesor de taller porque no había suficientes equipos.
—Y lo rajó al salir de clase, ¿a que sí?
—No. Fue a por él en la escuela. Se le echó encima con un soplete encendido.