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Delorme no tenía demasiados amigos en la policía. Su trabajo en Investigaciones Especiales no alentaba la camaradería, y ella nunca había sido el tipo de persona que se esforzaba por gustar o por que se le permitiera la entrada en un grupo. Para la amistad se apoyaba en viejos conocidos del instituto, con los que relacionarse se convertía en un trabajo duro. Por un lado, estaban aquellos que se habían marchado a la universidad y habían regresado cambiados o casados, con frecuencia ocurría lo uno y lo otro. También estaban aquellos que no se habían marchado a la universidad, aquellos cuyos horizontes se extendían como mucho hasta su novio o novia del instituto y a un bebé concebido de penalti a los dieciocho.

La mayoría tenía hijos, por lo que Delorme no compartía la principal preocupación de sus vidas. Incluso cuando veía a sus viejos conocidos, podía leer en sus ojos que advertían en ella cierto cambio. Trabajar entre hombres constantemente, y entre hombres que además eran policías, había hecho de ella una mujer dura, más comedida. Asimismo, y por alguna razón que la detective no llegaba a comprender del todo, ya no tenía tanta paciencia con las mujeres.

El resultado de todo aquello era que Delorme pasaba mucho tiempo sola y, a diferencia de prácticamente todos sus compañeros, sufría por tanto un terror reprimido al final de la jornada laboral. Así que cuando Cardinal, en medio de un maratón de redacción de suplementos, le sugirió hacer una «tormenta de ideas» por la noche y en su casa, una bandada de sentimientos encontrados despegaron del corazón de Delorme como golondrinas que sobrevuelan un granero.

—No te preocupes —le instó Cardinal antes de que ella pudiese responder—. No voy a obligarte a sufrir mis dotes culinarias. Podemos pedir una pizza.

Para ganar tiempo, Delorme dijo que no sabía si podría. Al finalizar la jornada se sentía tan cansada que pocas ideas iban a poder contribuir a la tormenta.

—Lo de Fehrenbach ha caído en saco roto, ¿no es así? —preguntó Cardinal—. Hay que buscar otra vía, por ese lado no llegaremos a ninguna parte.

—Lo sé, pero es que…

Frunciendo el entrecejo, la miró con determinación.

—Si pretendiese seducirte, Lise, no lo haría en mi casa.

Condujeron sus respectivos automóviles hasta llegar al pequeño y gélido chalé de Madonna Road. Lo primero que hizo Cardinal fue encender un fuego en la estufa de leña. Su amabilidad enterneció a Delorme. Le enseñó un trabajo de carpintería que había realizado en la cocina y después un inmenso paisaje pintado por su hija a los doce años: una vista de Trout Lake con la base de NORAD (el Mando de la Defensa Aérea de América del Norte) de fondo.

—Los genes artísticos los heredó de su madre. Catherine es fotógrafa —explicó Cardinal señalando una fotografía Virada al sepia de una barca solitaria, abandonada en una playa anónima.

—Debes de echarlas de menos —repuso Delorme, lamentando de inmediato haberlo mencionado.

Sin embargo, Cardinal se limitó a encogerse de hombros y cogió el teléfono para pedir la pizza.

Cuando ésta llegó, ya habían comenzado a intercambiar puntos de vista. Una tormenta de ideas se basaba en una regla fundamental: no reírse de nada que pueda plantearse. No estaba permitido inhibir de ningún modo a los participantes, razón por la cual era preferible practicarla lejos de la jefatura: así se podían exponer ideas realmente extravagantes sin temor a sentirse demasiado ridículo.

La sesión empezaba a animarse cuando sonó el teléfono. Las únicas palabras de Cardinal al auricular fueron:

—Qué mierda. Estaré ahí dentro de diez minutos.

Dejó caer el inalámbrico sobre el sofá y, mientras se ponía el abrigo, se tanteó los bolsillos en busca de las llaves.

—¿Qué pasa?

—Olvidé que tenía una reunión con los periodistas a las seis. La organizó el jefe Kendall para que Grace Legault no se nos suba a los hombros. Lo siento, es uno de esos tratos por los que les informamos de detalles que en realidad preferiríamos que ellos desconociesen para que a su vez ellos no desvelen detalles que nosotros consideramos sumamente importantes. Ésa es la idea, más o menos.

—¿La idea de quién?

—De Dyson, pero yo le seguí la corriente.

—Entonces será mejor que me vaya.

—No, no, por favor. No dejes que se enfríe la pizza. No me llevará más de una hora.

Delorme protestó, pero él insistió. Mordisqueando su porción de pizza sin entusiasmo, en medio del silencio causado por la repentina partida de su compañero, Delorme se quedó allí sola. Sin embargo, todo parecía tan…, ¿cuál era la palabra? Tan orquestado: la invitación a su casa, el olvido de la reunión con la prensa, la llegada de la pizza justo a tiempo. A ella se le antojó que, durante una hora al menos, Cardinal le dejaba la casa a su disposición, como diciéndole: «Busca a tus anchas, no tengo nada que ocultar».

¿Era aquélla una manera de evitarle (o a Dyson o al departamento) la vergüenza de presentarse con una orden de registro? ¿O se trataba de un golpe de efecto preparado para bajarle los humos? ¿Qué hombre culpable le permitiría acceder a su casa? Pero también era probable que repitiera la estrategia que había utilizado con el escritorio: una persona culpable podría darse el lujo de dejarlo desprotegido, precisamente para que quien lo investigase lo considerara libre de toda sospecha.

Delorme se limpió los restos de pizza de los dedos y telefoneó a Dyson. ¿Era cierto lo de la reunión a la que asistía Cardinal? Por supuesto que sí, le aseguró Dyson. El jefe Kendall había sido muy vehemente al respecto y sería mejor que Cardinal pusiese el culo en marcha y acudiese rapi demón (la pronunciación de Dyson provocó escalofríos en Delorme) o de lo contrario él, Dyson, lo mandaría a poner multas de tráfico antes de que acabara la semana.

—Está de camino.

—¿Y cómo lo sabe usted? ¿Está en su casa? ¿Qué está haciendo en casa de Cardinal?

—Voy a darle un hijo. Pero no se preocupe, aún puedo investigar con objetividad.

—Ja, ja. Lo cierto es que debe aprovechar la oportunidad. Ya lo discutimos en su momento.

—Lo que no logro comprender es por qué nos lo permite, a menos que sea inocente, claro.

—Qué bonito sería, ¿verdad?

Quitándose las migas del regazo, Delorme se puso en pie. Reparó en una foto en blanco y negro de Cardinal que había encima de la chimenea. Vestía una vieja camisa de trabajo y vaqueros, y pulía una madera, inclinado sobre ella como un jugador de billar. Llevaba la barba crecida, de tres días, y el cabello cubierto de serrín, un aspecto bastante sexy para ser un poli. El hecho era que, atractivo o no, su compañero primero le dejaba el cajón de su escritorio abierto y ahora le dejaba el campo libre. Por lo que a Delorme respectaba, Cardinal estaba pidiendo a gritos que le registraran la casa.

El Departamento de Policía de Algonquin Bay no tiene normas establecidas para registros subrepticios, y eso es así por la sencilla razón de que sus agentes no están autorizados a realizarlos. Delorme nunca había hecho uso de métodos clandestinos para obtener pruebas y tampoco lo iba a hacer ahora. Desde el punto de vista del reconocimiento previo del terreno, cualquier registro ilegal era indispensable para asegurar que los que lo llevaran a cabo, previa obtención de la orden correspondiente, se encontrasen informados de lo que pudieran hallar. Lo único que enseñan en Aylmer, en la Academia de Policía de Ontario, acerca de ese tipo de registros es que son ilegales y que sus frutos son asimismo inadmisibles ante un tribunal. Lo que Delorme sabía de aquellas artes desleales lo había aprendido por sí sola.

Tenía una hora, cuarenta minutos si no quería correr riesgos. Lo esencial era actuar de manera sumamente selectiva. Descartó todos los lugares en los que buscan los policías de las películas: los sitios de difícil acceso tales como la cima de los armarios, los desvanes y cualquier lugar cuyo acceso requiriese una escalera o escalar. También tachó de la lista los sitios que requerían mover muebles. No había manera de que pudiese enrollar alfombras o revisar debajo del sofá sin que Cardinal notase el revuelo. En cualquier caso, no creía que si él quisiera esconder algo fuera a hacerlo en semejantes lugares. Tampoco levantaría la tapa de la cisterna.

A los pocos minutos de la partida de Cardinal, Lise Delorme había decidido que sólo inspeccionaría en el lugar más obvio: las carpetas personales de Cardinal. Éstas estaban pulcramente etiquetadas (y a la vista) en un archivador metálico de dos cajones cubierto de golpes y arañazos. En un santiamén, Delorme se enteró de cuánto ganaba su compañero (cantidad que, sumada a las horas extraordinarias, ascendía a mucho más de lo que ella hubiera imaginado); asimismo supo que aquel chalé encantador y de temperaturas árticas aún no había sido pagado en su totalidad. Las letras mensuales eran considerablemente altas pero no impagables, a no ser que Cardinal tuviese otros gastos, como por ejemplo que su hija cursara sus estudios en una de las ocho universidades más prestigiosas de Estados Unidos.

Pero eran los ingresos de Catherine Cardinal los que más interesaban a Delorme. Si la mujer de su compañero contaba con algún ingreso personal, a lo mejor Cardinal quedaría libre de sospecha.

De una carpeta, Delorme sacó las declaraciones de la renta.

La del año anterior, una declaración conjunta, había sido rellenada con la letra de Cardinal, y revelaba que había informado al Ministerio de Hacienda canadiense de sus ingresos exactos. Aquel documento también probaba que Catherine Cardinal ganaba poco más de lo que necesitaba para sus gastos como profesora de fotografía en la Facultad de Algonquin Bay. Sin embargo, Delorme descubrió una segunda carpeta que le suscitó mayor interés: una declaración del Ministerio de Hacienda estadounidense. Correspondía a Catherine Cardinal, pero ésa también había sido rellenada por el marido con su desastrosa aunque impetuosa caligrafía. ¿Para qué contratar a un contable? «¿Así de vanidoso eres respecto a tus capacidades intelectuales, compañero?». El impreso reflejaba que Catherine Cardinal había ingresado once mil dólares de un apartamento en una urbanización de Miami. Aparentemente, la propiedad estaba vacía la mayor parte del año.

—Fecha de compra —susurró audiblemente Delorme, revisando el impreso extranjero—. Vamos, dime la fecha de compra. Si desgravas tienes que especificar cuándo has comprado el puñetero…

Pero lo que leía la forzó a sentarse de nuevo, mientras tensaba el impreso blanquiazul entre las manos. Catherine Cardinal había adquirido el piso en Florida hacía tres años, y había dado una entrada de cuarenta y seis mil dólares americanos. La fecha: sólo seis semanas después del fiasco de Corbett.

«Ándate con cuidado —recomendó la voz interior de Delorme—. No sabes absolutamente nada, así que sigue buscando y mantente imparcial. Estás recabando datos, no juzgando».

Cardinal había solicitado que se desgravase una parte del seguro sobre la casa, de la que era propietario. Delorme rebuscó en la carpeta que llevaba la etiqueta de «Seguros». La cifra de la prima le pareció baja en principio, pero luego recordó que lo más oneroso era el solar, no la casa. Dentro de la carpeta se amontonaban recibos de compras importantes: el Camry de Cardinal, una nevera nueva, una sierra de mesa. Y entonces Delorme se topó con un recibo que le hizo contener el aliento. Provenía del puerto deportivo de Calloway en Hollywood Beach (Florida) y correspondía a la compra de un yate de crucero Chris-Craft, que había costado cincuenta mil dólares. Había sido adquirido dos años antes, en octubre, unos dos meses después de que la segunda redada contra Corbett fracasara.

Nuevamente, Delorme intentó contener su corazón desbocado y se conminó a no precipitarse. Cuando uno se precipitaba se convertía en un peligro para todos los que lo rodeaban. Pero esa cifra, y en esa fecha…, no cabía duda de que a Cardinal lo perjudicaba.

Del fondo del cajón inferior salió una carpeta etiquetada «YALE». Delorme hojeó el contenido apresuradamente; la correspondencia de la universidad, mecanografiada en papel con membrete, le confirmó lo que ella ya sabía: John Cardinal estaba desembolsando una fortuna para enviar a su hija a una universidad de renombre. Más de veinticinco mil dólares canadienses, sin incluir comida y alojamiento, y además había que contar los viajes y los materiales de pintura. Cardinal había mencionado que Kelly cursaba el segundo año de posgrado, así que hasta la fecha había gastado por lo menos setenta y cinco mil dólares, y Kelly aún no había acabado los estudios.

Delorme devolvió los papeles a la carpeta y cerró el cajón. «Detente cuando lleves ventaja —se dijo—. El yate y el piso son pistas más que suficientes para continuar la investigación. Más adelante, ya veremos».

Delorme guardó en la nevera la media pizza que correspondía a Cardinal, fregó su plato y se puso el abrigo. Apagó la luz, preguntándose por qué diablos su compañero le permitiría registrar su casa cuando había pruebas que lo incriminaban por todas partes. No tenía sentido.

De camino al centro de la ciudad, Delorme telefoneó a Malcolm Musgrave con su móvil.

—He podido conseguir unos recibos muy interesantes; compras dispendiosas que tuvieron lugar justo después de las redadas a Corbett. Pero aún no puedo decirle dónde los he encontrado.

—Es su compañero, lo entiendo, pero no está llevando esta investigación usted sola. Dígame de cuánto dinero hablamos.

—Noventa y seis mil dólares americanos, además de una hija que estudia en Yale.

—Quizás el comisionado, un hombre ilustre sin duda, se lleve a casa una cantidad como ésa todos los meses. Pero eso no lo ganamos ni yo ni usted ni su compañero.

—Huele mal, lo sé. Pero vive sobriamente y no suele gastar.

—Usted comprenderá que en casos como éste, además de la zanahoria, hay que tener en cuenta un palo considerable. Cuando Kyle Corbett le echa el guante a alguien, esa persona ya no decide si le apetece o no seguir jugando a su juego. O hace lo que él quiere o va a por usted. Tal vez quiera interrogar a Nicky Bell al respecto. Huy, se me olvidó que se nos fue…; qué memoria más mala tengo.

Musgrave le pidió que aguardara en línea un minuto.

Mientras esperaba, Delorme vio acercarse el coche de John Cardinal. Levantó la mano del volante para saludarlo, pero él no llegó a verla. De repente, Delorme se arrepintió de haber hecho la llamada. Musgrave cogió el auricular.

—Oiga, necesito saber más acerca de esos recibos. No tenemos tiempo para divas, ¿me sigue, hermanita?

—Lo siento. No creo que pueda proporcionarle esos datos. Todavía no.

En su registro de bajo, Musgrave presionó entonando un aria que sugería algo como ahora-estás-jugando-con-los-chicos-grandes-nena.

—Estoy trabajando en ello, ¿me entiende? Estoy investigando a Cardinal y por ahora le he dicho todo lo que debe saber.

Musgrave comenzó a presionarla de nuevo pero Delorme cortó la comunicación.

Cuando detuvo el coche frente a su casa apoyó la cabeza en el volante, no apagó el motor ni salió del vehículo. No quiso identificar los sentimientos que la roían por dentro. Había conocido a numerosos ladrones a lo largo de sus años en Especiales. Y en todo aquel tiempo se había cruzado con motivaciones que rivalizaban con los bosques del norte de Canadá tanto en frondosidad como en variedad. Algunos hombres roban por codicia, pero ésos son fáciles de pillar; también están los que roban por compulsión, y hay quienes roban por miedo. Para Delorme, ésos eran con mucho los más comunes: los ejecutivos de mediana edad que se enfrentaban a una jubilación de calderilla. Pero para Delorme, Cardinal no encajaba en esas categorías. Por eso no se detuvo a pensar en el yate ni en el piso en Miami: lo que más chirriaba en la mente de Delorme eran las cartas de Yale. Si hasta podía sentir el peso de aquel papel carta, el sello en relieve, el coste enorme de una educación superior en una de las mejores universidades de Estados Unidos. Algunos hombres, concluyó con cierto esfuerzo, pueden robar por amor.

—John Cardinal —exclamó en voz alta—, eres un maldito imbécil.