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En Canadá, el asesinato es un fenómeno más bien aislado. Tan aislado que la mayoría de sus diez provincias cuentan con un solo instituto forense, ubicado por lo general en la ciudad más importante de la zona. Un punto de vista algo austero, práctico incluso, sobre todo si uno tiene la fortuna de investigar un homicidio cometido precisamente en Toronto o en Montreal. Cardinal y Delorme tuvieron que recorrer trescientos kilómetros, atrapados casi todo el camino detrás de un convoy de camiones madereros. Ya en el edificio del Centro de Medicina Forense ‘de Grenville Street, un sij de turbante blanco y uniforme azul salió disparado hacia el depósito de cadáveres para anunciar la llegada de los dos forasteros.

Len Weisman los recibió a medio camino y los guió hasta una oficina desordenada y claustrofóbica. Era un tipo pequeño pero robusto, con el cabello negro ensortijado. Llevaba gafas de montura negra de diseño, bata blanca y unas sandalias de cuero del todo incongruentes con el ambiente quirúrgico de azulejo y linóleo impoluto que lo rodeaba.

Antes de convertirse en el director del mortuorio, Weisman había trabajado diez años como investigador de homicidios. Lo primero que sus visitas veían cuando entraban, en la pared situada tras su escritorio, era un marco con su placa y sus galones de sargento. A ambos lados, también enmarcadas, lucían sendas menciones honoríficas y una fotografía de Weisman en la que estrechaba la mano del alcalde de Toronto.

—Por favor, sentaos —dijo en tono amistoso—. Estáis en vuestra casa.

«No podría sentirme como en casa en un mortuorio», contestó mentalmente Cardinal, preguntándose si Delorme pensaría lo mismo. Su compañera parecía no encontrarse tan habladora como de costumbre. Acababan de cruzarse en el pasillo con el cadáver de una mujer de no más de veinte años, aparcado junto al ascensor en una camilla metálica como si fuera un carrito de la compra. La cremallera de la bolsa estaba bajada hasta el cuello, de forma que del plástico negro asomaban un rostro pálido y una melena rubia, como un gusano de seda que quiere desembarazarse de su cápsula. Tenía un cabello precioso, de un tono entre el azafrán y el oro. Probablemente, unas horas antes se lo habría estado cepillando ávidamente, con esa mezcla de orgullo y autocrítica que pueden permitirse las mujeres bellas.

—¿Os apetece un café o un té?

Weisman daba la impresión de revolotear por sus dominios, alargaba la mano para abrir una puerta a medio cuarto de distancia, se lanzaba a abrir un cajón o cogía al vuelo una carpeta de otro escritorio.

—También hay una máquina de refrescos en la sala donde comemos. ¿Os hace un Sprite o una Pepsi?

Cardinal y Delorme declinaron la oferta.

Weisman arrebató el auricular antes de que pudiera escapársele.

—Comprobaré si el patólogo está listo. El paciente llegó hace veinte minutos.

Cardinal había olvidado que en el mortuorio a los cadáveres se les llamaba pacientes, como si los silenciosos ocupantes de las bolsas de plástico y compartimientos metálicos pudieran recobrar la salud.

Se oyó un golpe en la puerta y el patólogo entró en la habitación: era una mujer de unos treinta años, de hombros anchos y pómulos salientes, que le conferían a su semblante una apariencia escultural.

—Doctora Gant, éstos son los detectives Cardinal y Delorme, de Algonquin Bay. Detectives, esta mañana su patólogo será la doctora Gant. Pueden acompañarla ahora mismo si así lo desean.

La siguieron hasta el depósito. Ahora que la chica rubia había sido retirada, aquél podría ser un establecimiento hospitalario cualquiera, con sus azulejos y linóleo blancos. En el mortuorio no se percibía fetidez alguna, únicamente se respiraba un ligero efluvio químico. Atravesaron la sala de autopsia y entraron en una estancia secundaria, reservada para los «apestosos». La doctora Gant les entregó sendas mascarillas. Cuando el fotógrafo estuvo preparado, Gant se puso los guantes de látex y bajó la cremallera. Delorme no pudo evitar una arcada.

—Está hecho un asco —comentó flemática la doctora—. ¿Dónde lo encontraron, en una carbonera?

—Ha dado en el clavo. En la carbonera de una casa abandonada y precintada. Parece que ha comenzado a descongelarse.

—En efecto. Antes de empezar, habrá que hacerle unas cuantas radiografías. La sala de rayos X está en la habitación contigua.

La doctora rehusó la ayuda inexperta de los policías para empujar el carro con el «paciente» hasta la sala de radiología. Allí les aguardaba una máquina imponente, coronada por un tubo de acero en forma de U gigantesca. El hombre que la manejaba era un tipo desaliñado que vestía una camisa de cuadros y unos vaqueros que, cada vez que se inclinaba, revelaban la raya que separa las nalgas.

—¿Por qué tiene la cabeza envuelta en una bolsa?

—Es la funda de un cojín, doctora. No sé por qué el asesino la cubrió de esa manera. No creo que fueran remordimientos, y tampoco que guarde relación con su gusto por lo delicado.

—Llamaremos a alguien del laboratorio antes de manipularla. Brian, empieza por el torso.

Gant habló tranquilamente por un teléfono de pared. Su voz era simpática pero firme, había que estar extremadamente ocupado o ser estúpido para no acudir de inmediato a su llamada.

—¿No lo va a sacar antes de la bolsa? —preguntó Delorme.

La doctora Gant negó con la cabeza.

—Le haremos radiografías sin quitarle la ropa. Así descubriremos cualquier proyectil o fragmento de hoja que pudiera haber quedado entre las prendas. —Hizo un gesto con el mentón señalando hacia la camilla—. Los pantalones bajados hasta los tobillos indican una probable relación sexual previa a la agresión.

El técnico concluyó la preparación y cerró la puerta. Luego accionó un interruptor, y un zumbido apenas audible, como el de un mosquito solitario, hizo vibrar el aire de la habitación. Los huesos de los pies del cadáver se materializaron en la pantalla fosforescente del monitor. El haz del aparato recorrió el cuerpo de abajo arriba. La doctora permaneció en silencio hasta que en la pantalla se vio la caja torácica.

—Un politraumatismo, obviamente. Fíjense: fracturas de la séptima, quinta y tercera costillas. Por ahora no aparece ningún objeto extraño.

—¿Y esa cosa opaca? —inquirió Delorme—. ¿No podría ser una bala?

—Es más probable que sea una medalla o un crucifijo.

La imagen cambió y comenzaron a distinguirse los huesos de los brazos.

—Ahora examinaremos las extremidades.

Gant señaló una raya gruesa y blanca partida en dos que recordaba el trazado de una autopista tras un terremoto.

—Se aprecia un traumatismo en el antebrazo izquierdo, probablemente sufrido al defenderse, además de las fracturas del cúbito y de los huesos de la muñeca. El cúbito del antebrazo derecho evidencia un traumatismo similar. La clavícula fue partida limpiamente.

Aunque la cabeza seguía recubierta por la funda ensangrentada, apareció en la pantalla la esfera reventada que alguna vez había sido un cráneo.

—Bien —susurró Gant—. Hay un politraumatismo, evidentemente. —Y añadió por el intercomunicador—: Brian, está saliendo una raya blanca a la altura de la cabeza, ¿puedes ajustar la imagen?

—No hay nada que ajustar, doctora. Ahí dentro hay algo.

La doctora se aproximó a la pantalla.

—Podría ser un punzón para el hielo o el vástago de un destornillador. Se lo debieron de clavar en la cabeza y hundir en el cráneo. Quizás el mango se desprendiera después.

Varios huesos faciales habían sido destrozados. La doctora resumió el diagnóstico: traumas causados por un objeto contundente, posiblemente un martillo.

El aparato de rayos X se apagó, el pitido agudo y punzante fue decreciendo hasta convertirse en un tenue resabio que quedó flotando en el aire.

Pero en la habitación también flotaba la tristeza. Se encontraban ante un joven que había intentado defenderse sin conseguirlo. Y, además, había tardado en morir. Independientemente de lo turbios que hubieran sido sus dieciséis años, independientemente de cuán disipados y vanos, Todd Curry no merecía morir de esa manera.

Vlatko Setevic, de la Policía Científica, se les unió.

—Bienvenidos, guardianes del Gran Territorio Helado del Norte —dijo—. Alguna vez encontraréis víctimas que no estén congeladas, ¿verdad?

La mesa tenía un dispensador de papel a los pies. Setevic tiró del papel blanco y entre todos levantaron cuidadosamente el cuerpo, que aún no había sido despojado de su envoltorio. Lo colocaron sobre el papel.

—Bien —comenzó el químico—. Ahora descubrámosle la cabeza. Le quitaré esta tela y la colocaré en la mesa que tengo detrás de mí. Tengo que hacer esto suavemente, va a llevar algún tiempo.

Setevic realizó su tarea con delicadeza, mientras la doctora y su asistente despegaban del torso la tela plástica manchada de hollín y sangre. Entretanto, otro asistente tomaba fotografías. El plástico había sido atado con una cuerda fina, del tipo utilizado para subir y bajar cortinas venecianas.

El interior de la funda estaba cubierto de una lámina gruesa y agrietada de sangre solidificada. El flash de la cámara destellaba con la reiteración de una luz estroboscópica de discoteca.

El cuerpo no se deformó con los movimientos.

—He tomado un poco de pelo y de fibras de la funda —explicó Setevic—. Les echaré un vistazo en la sala contigua.

Delorme observó el rostro del muchacho y desvió la vista.

Sin tocarlo, la doctora Gant hizo girar sobre sí el cuerpo.

—La región parietal izquierda evidencia señales de traumatismo producido por un objeto contundente, los hundimientos y fracturas fueron causados por un instrumento pesado, probablemente el canto de un martillo. El parietal anterior derecho evidencia una depresión circular con un diámetro aproximado de unos tres centímetros, probablemente resultado de un martillazo, pero es difícil asegurarlo. El tejido facial que cubre el hueso malar se ha desprendido. La causa también podría haber sido el impacto de algún objeto contundente.

—¿Habrá sido un arrebato de furia? No me cabe la menor duda de que se ensañó.

—Un arrebato, a juzgar por la ferocidad de la agresión. Pero me arriesgaría a afirmar que también hay indicios de autocontrol. Fíjese, las heridas mantienen la simetría: ambos pómulos, ambos costados de la mandíbula y ambas sienes. Esos impactos simétricos no tienen nada de accidental. Y a todo lo demás hay que añadirle lo siguiente… —Gant señaló la base de la cabeza—. Hay un orificio en la corona occipital de unos diez milímetros de diámetro y, a juzgar por el frunce de los bordes, se trata de una herida punzante. Ése debe de ser el objeto filoso que aparece en el fluoroscopio. Nadie le atraviesa el cráneo a otra persona en un arrebato.

—Es cierto.

—Cualquiera de las heridas mencionadas pudo haberle causado la muerte, pero no lo sabremos con seguridad hasta que le hayamos realizado la necropsia completa, y eso no será posible hasta que se descongele.

—Fantástico —exclamó Cardinal—. ¿Y cuánto puede tardar?

—Veinticuatro horas, por lo menos.

—Estará bromeando, doctora, dígame que sí.

—No, en absoluto. ¿Cuánto tarda en descongelarse un pavo de diez kilos?

—Cuatro o cinco horas, no lo sé.

—Y este paciente se encontraba a una temperatura ambiente de cuánto, ¿cuarenta grados bajo cero? Los órganos internos tardarán al menos unas veinticuatro horas en descongelarse, quizá más.

—Aquí hay algo.

Delorme se había apartado y miraba dentro de la bolsa de plástico en la que había llegado el cuerpo.

Cardinal se acercó. Se puso unos guantes de látex y metió las manos en la bolsa como lo haría un obstetra. Girándolo lentamente, pinzándolo con sumo cuidado por los ángulos, consiguió sacar el objeto empapado de sangre y cubierto de hollín.

—Una cinta de casete —dijo Delorme—. Debió de pegársele a la ropa y al descongelarse se despegó.

—No te entusiasmes, apuesto a que es una cinta virgen —replicó Cardinal, y la dejó caer en una bolsita de papel—. Espero que al menos podamos hallar algunas huellas.