20
Eric Fraser abrió el panel lateral de su flamante videocámara Sony, introdujo una cinta extraída del paquete termosellado de tres unidades —un «descuento de cinco dígitos» perpetrado en Future Shop— y cerró la puertecilla de la cámara con un rápido movimiento. Dijo a Edie que actuara con naturalidad, que simplemente actuara como si él no estuviera, pero tantas indicaciones acabaron por ponerla aún más nerviosa.
—¿Por qué quieres grabarme fregando platos? —se quejó—. ¿No puedes esperar a que esté haciendo algo más interesante? —Prosiguió rasqueteando vigorosamente el fondo de una cazuela—. Ni siquiera has dejado que me peine.
Como si cepillarse el cabello fuese a producir en ella un cambio espectacular. Él quería probar la cámara antes de utilizarla sobre el terreno; en plató, por así decirlo. La cinta anterior había demostrado ser de una calidad pésima, la mierda de cámara que utilizó la había arruinado.
Ajustó la lente en la apertura máxima del gran angular. Encuadró a Edie, los armarios e incluso la puerta trasera con su vidrio roto y, a través de ella, la vista del árbol escuálido y nevado. No hay quien compita con los japoneses fabricando cámaras, la Sony tenía una lente de primera y se suponía que el sonido también era excelente, o al menos eso había leído en las instrucciones.
Edie metía y sacaba el estropajo de un vaso, lo que producía unos ruidos de succión exagerados. A Eric le entraron ganas de apalearla. «Algunas veces, no sé por qué, no lo hago —se dijo—. No se por qué». Aquel pensamiento sonaba continuamente en la cabeza de Eric Fraser. Sin embargo, era difícil resistirse a la adoración absoluta que Edie le profesaba, puesto que él nunca había experimentado nada igual. Y si no se adecuaba a la imagen que él tenía de una mujer —se convencía—, quizá debiera verla como una mascota o un reptil cariñoso.
—Eric, ya hablamos de eso cuando grabamos aquello… Ya sabes, cuando…
—¿Cuándo le reventamos la cabeza a Todd Curry y desparramamos sus sesos por todas partes? Son sólo palabras, Edie, puedes decirlas.
La odiaba cuando se mostraba excesivamente comedida.
—No podemos filmar esas cosas.
—Así que ahora son «cosas». Pero ¿qué «cosas»? Di las palabras, Edie. Dilas.
—Me pareció que acordamos no filmarlas, que si lo hacíamos nos pillarían. Ya lo hablamos, creí que estábamos de acuerdo.
—¿A qué «cosas» te refieres, Edie? Si lo has hecho puedes hablar de ello. ¿Qué «cosas»? Dilo. Porque, si no hablamos francamente, voy a dejar de hablar y punto.
—¡Cosas como desparramar los sesos de Todd Curry por todas partes! ¡Cosas como asfixiar a Katie Pine o Billy LaBelle! Ya lo he dicho, ¿estás satisfecho?
—Si no pudimos filmar a Billy LaBelle fue porque tú dejaste que se asfixiara con su propia mordaza, joder.
—No sé por qué fue culpa mía si fuiste tú quien lo amordazó.
Eric no insistió. El rostro de ella, aquel parche maltrecho, se había puesto rojo como un tomate. Qué subidón oírle pronunciar aquellas palabras. Reventar. Asfixiar. Eric se deleitó con aquellos sonidos antes de reanudar la conversación.
—La gente quiere ver violencia. Sienten la necesidad de verla, siempre la han sentido. Del mismo modo que siempre han sentido la necesidad de infligirla.
Infligir. Pesó y paladeó el sonido líquido repetidamente en su mente. Infligir.
—Tenemos que dejar de aparecer en las grabaciones, Eric. Porque, evidentemente, no se las puedes mostrar a nadie. Sería una locura.
«Infligir. Infligir. Qué sonido tan bello y líquido sobre la lengua», se decía Eric sin cesar.
—¿Cuánto tiempo más vamos a seguir filmando estas cosas…, estas fiestas? Es demasiado arriesgado, ¿no te das cuenta?
Mientras esas últimas palabras aún retumbaban en sus oídos, Eric sacó la cinta de vídeo. Se percató de que dentro del artilugio había una entrada para un micrófono estéreo, y sus pensamientos fluyeron hacia el mundo de la música. ¿Qué banda sonora le iría mejor? ¿Heavy metal? ¿Tecno?
La voz de Edie lo arrancó de su ensoñación.
—Hoy ha venido un poli, una mujer.
Eric levantó la vista. Se dijo que no había por qué alarmarse, que probablemente no tendría nada que ver con ellos.
—Aparcó en la acera de enfrente. Dijo que ha habido muchos robos en la zona.
Un cálculo de probabilidades parpadeó en la imaginación de Eric: ¿habrían cometido algún error fatal?, ¿podría la policía saber algo acerca de ellos? No, no había ninguna razón para que los polis sospecharan. Así que con su voz más serena y racional le transmitió a Edie lo que pensaba. Estaban en Algonquin Bay. ¿Son tan inteligentes los policías de un páramo nevado como Algonquin Bay?
—Tengo miedo, Eric. No quiero acabar en la cárcel.
—No lo harás.
Eric no estaba de humor para hablar, pero no deseaba que Edie lo dejase en la estacada; además, sabía que ella precisaba que la tranquilizaran. Pan comido. Edie funcionaba como un menú telefónico, sólo había que pulsar el número correcto. «Para disipar temores, pulse uno».
—Si fuese cierto que la poli nos vigila —dijo razonando los acontecimientos—, de ningún modo hubiese hablado contigo esa mujer. Si sospechase de ti, Edie, es obvio que lo último que haría sería hacértelo saber. La explicación más lógica es que estuviera investigando algunos robos, tal y como te dijo’. No hay nada por lo que preocuparse.
Era la frase más larga que le dedicaba a Edie en tres semanas. Y ella reaccionó. Seguía plantada frente a la pila, de espaldas, pero Eric percibió que sus hombros se relajaban.
—¿De veras lo crees, Eric? ¿Realmente piensas que es así?
—No lo pienso, lo sé.
Acababa de ver cómo los músculos de su compañera se aflojaban al percibir la seguridad en su voz. Estaba seguro de sí mismo, ¿no estaba eso suficientemente claro? Que un poli hubiese aparecido por el barrio constituía —vale, de acuerdo— un hecho algo inquietante, pero a él le serviría para actuar con más cuidado, para mantenerse vigilante. Hasta descubrir el cadáver de Katie Pine, los policías no habían sido más que figuras abstractas, sombras negras de una pesadilla. Después aparecieron por televisión y cobraron forma humana. Pero con el hallazgo de Todd Curry se habían vuelto personajes reconocibles, al menos uno de ellos, el detective, el tipo alto de la cara tristona.
La televisión había conseguido que todos se familiarizaran con el asesino de Windigo. Hasta Eric había llegado a creer en el mítico homicida, se había creado la vaga imagen de un don nadie, un portero o un burócrata mediocre y de mediana edad que merodeaba por los parques, que raptaba niños y después los sacrificaba. Ciertamente, Eric no se veía a sí mismo como el Windigo, todo aquello no era más que cháchara televisiva, mamones de telediarios que contaban una de fantasmas.
Pero la policía había cobrado forma humana, ahora eran de carne y hueso. Carne y hueso a la espera de un próximo movimiento de Eric bajo la nevada: personas de carne y hueso que lo acechaban. «Pues que esperen», pensó; solamente contribuirían a hacerlo más fuerte.
Antes que ir a la cárcel prefiero morir —dijo Edie—. No duraría ni un día allí dentro.
—Nadie va a ir a la cárcel respondió él.
Aquella poli no tenía ningún dato suyo. Eric apuntó la cámara hacia ella, forzando el zoom al máximo, hasta que la nariz y el pómulo de Edie llenaron por completo toda la pantalla. «Joder, qué reina de la belleza tengo delante. Pero en ello radica la fuerza oculta de mi Edie: lo que ve en el espejo le horroriza tanto que la obliga a ser leal». Ejercer el control completo sobre otro ser humano, aunque sólo se tratase de Edie, no era moco de pavo. «Para lograr el consentimiento por medio de la intimidación, pulse dos».
—No irás a convertirte en una debilucha precisamente ahora, ¿verdad? —dijo fingiendo desinterés—. No te volverás como todos esos idiotas que hay ahí fuera, ¿o sí? Creí que eras distinta, Edie, pero a lo mejor me he equivocado.
—Por favor, no digas eso. Sabes que no te abandonaré. No me importa lo que ocurra, siempre estaré a tu lado.
—Pensé que tenías agallas, pero empiezo a tener mis dudas.
—Te lo suplico, Eric, ten fe en mí. No soy tan fuerte como tú.
—No actúas como si pensaras que soy fuerte. ¿Crees que soy como los demás porque vivo en un Cuchitril? Pues no lo soy, Edie. Soy un puto fenómeno. Y, francamente, será mejor que tú también seas un puto fenómeno porque no tengo tiempo que perder con alguien del montón.
—Te prometo que seré fuerte. Lo que pasa es que a veces me olvido de que…
De repente, ambos dejaron de hablar y escucharon. Oían ruidos apagados. Era la vieja, que golpeaba el suelo con su bastón.
Edie se había puesto lívida.
Pensé que era Keith. Quizá no sea tan buena idea esconderlo aquí. Es peligroso, ¿no crees?
—No lo llames por su nombre, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?
—Vale, el huésped. ¿No crees que es peligroso tenerlo aquí?
Se estaba cansando de tener que tranquilizarla. Cogió la cámara y bajó los escalones que llevaban a una puerta contigua a la caldera. Sacó una llave del bolsillo, abrió el candado con un clic y entró en una pequeña habitación fría y húmeda donde Keith London yacía dormido.
La habitación era cuadrada y había sido construida por el dueño anterior de la casa para alquilarla a estudiantes de la Facultad de Magisterio. Keith London dormía tumbado de espaldas, estirado y con la boca abierta. Tenía cogida una manta con una mano que descansaba sobre el pecho, la otra sobresalía de la cama. Parecía un cadáver en una bañera. Eric había cerrado con tablas la ventana pequeña que había en lo alto del muro, por la que pasaban rayos de luz planos y delgados. Las paredes estaban recubiertas de paneles de pino barato.
Eric encendió las luces.
El bulto de la cama no se movió. Eric comprobó los bordes de la ventana, el marco de la puerta y otras posibles opciones de fuga, aunque era harto evidente que el invitado no se había movido de la cama. Incluso antes de la fiesta ya les había proporcionado un buen botín. En su cartera llevaba más de trescientos pavos y la guitarra Ovation, que el propio invitado los ayudó a recuperar de la taquilla en la estación de ferrocarril.
Eric miró por el visor de la cámara, pero no grabó. Accionó el zoom y enfocó la cara del adolescente. Una barba tenue y rala despuntaba por los poros de su mentón. Un empaste relucía en el fondo de la boca, y bajo los párpados los ojos se revolvían de un lado a otro en medio de algún sueño.
Tarareando para sí, Eric alargó el brazo y tiró del borde de la manta que Keith sujetaba. Cuando el huésped quedó desnudo hasta las rodillas, Eric contempló a través de la lente el pecho lampiño, el vientre pálido y suave, y ampliando el zoom se acercó al pene, pequeño y relajado. Al oír los pasos de Edie bajando los escalones, volvió a cubrir al chico hasta la barbilla.
—Sigue inconsciente —dijo Edie—. Esas pastillas son realmente potentes. —Luego, inclinándose hacia el invitado, añadió—: ¿Te pasa algo, genio? ¡Venga, lumbrera, despierta! ¡Espabila!
Eric le entregó la cámara. Edie jugó con la lente, enfocando y desenfocando.
—Qué pinta más rara tiene —comentó—, parece tan estúpido…
Más tarde, Edie escribiría en su diario: «Apuesto a que es así como nos observan los ángeles y los demonios. Ven todas nuestras debilidades y son testigos de todas las maldades que cometemos. Ajenos a lo que sucede, dormimos dulcemente, mientras estos seres sobrenaturales revolotean por encima de nuestras camas, riéndose de nosotros, esperando el momento indicado para pinchar el globo de nuestras ilusiones. Él todavía no lo sabe, pero voy a verlo sangrar de verdad».