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Acaso por haber sido educado en la fe católica, a Cardinal siempre le había gustado tener su domicilio en Madonna Road: la palabra le sugería suculentas asociaciones con «piedad», «pureza» y «amor». La Madonna —la madre virgen— había sobrevivido al dolor de perder a su hijo asesinado, había sido recibida en cuerpo y alma en el paraíso; era la santa que intercedía en nombre de los pecadores, los devotos de un Dios que, para qué negarlo, era bastante cabrón.

Pero aquellas asociaciones habían ido distorsionándose. Hacía ya algún tiempo, una estrella de la música pop había arramblado con la «piedad», la «pureza» y el «amor» para reemplazarlos por comercio, afectación y lujuria. Pese a todo, Madonna Road sigue siendo un lugar apacible, curvo y angosto, paralelo a la orilla oeste de Trout Lake, donde los abedules crujen por las bajas temperaturas y la nieve se desprende de las ramas y cae silenciosa.

Hacía tiempo que Cardinal no iba a misa, pero la costumbre de reflexionar sobre sus actos y de culparse por todo lo que le ocurría no lo había abandonado. Era, además, lo suficientemente honesto para admitir que la mayor parte de aquel legado terminaría por convertirlo en un neurótico, y no en un hombre bueno. Pero había una razón que explicaba que sus pensamientos hubiesen tomado ese rumbo: su pequeña casa de Madonna Road, lejos de brindarle confort, lo estaba matando de frío. «Chalé acondicionado para el frío invernal. Frente al lago», eso decía el anuncio. Pero cuando el mercurio descendía tanto que se perdía de vista, la única manera de mantener la casa medianamente caldeada era encender la chimenea y hacer arder al máximo la estufa de leña. A pesar de que llevaba puestos sobre los calzoncillos largos unos pantalones de pana forrados y una camisa de franela, aún seguía temblando y tuvo que envolverse en un batín. Sorbió de una taza de café humeante, pero sus manos no querían descongelarse. Había tardado diez minutos en llenar el cazo con el agua congelada de las tuberías. En aquel tramo inclemente de Madonna Road, el viento del lago fustigaba la costa y se filtraba sin demasiado esfuerzo por las ventanas, unas costosas y completamente inútiles aberturas de triple cristal.

La superficie del lago estaba tan blanca que a Cardinal le lloraban los ojos con sólo mirarlo. En un intento por aumentar el aislamiento térmico de su hogar, corrió las cortinas. Allá afuera, al otro lado del lago cubierto por el hielo, probablemente en el centro de la ciudad, el asesino se disponía a pasar un día como cualquier otro de su vida. Quizás estuviese disfrutando de una taza de café mientras Katie Pine criaba malvas y su madre lloraba en un sillón la muerte de su hija, mientras Billy LaBelle se pudría enterrado quién sabe dónde y Todd Curry yacía extendido en una mesa de autopsias en Toronto. Quizás el asesino estuviese escuchando música —¿os apetece que ponga algo de Anne Murray?— o haciendo una excursión por la nieve deslumbrante, cámara al hombro. Cardinal recordó que debía investigar el club de fotografía local, si es que había alguno. Si el asesino había tomado instantáneas de Katie Pine, no se arriesgaría a llevarlas a una tienda de fotografía, las revelaría él mismo. No sería extraño que una persona que supiera revelar perteneciera a un club de aficionados.

Al pensar en cámaras fotográficas, Cardinal se acordó de Catherine. Uno de los peores castigos de su enfermedad era que había robado a su mujer toda su energía creativa. Cuando se encontraba bien, la casa rebosaba de fotografías húmedas. Catherine entraba y salía constantemente con cámaras colgadas de ambos hombros, entusiasmada por un proyecto u otro. Pero tras la llegada de la enfermedad, las primeras en desaparecer fueron las cámaras, echadas por la borda como el lastre de un barco que hace agua. La había llamado por teléfono antes de desayunar y su voz había sonado relativamente bien; Cardinal incluso se había atrevido a pensar que pronto le darían el alta.

Pero ahora convivía con un teléfono mudo, implacable como un verdugo. Tras una larga noche de vigilia, Cardinal había resuelto llamar a su hija y comunicarle que había llegado el momento de buscar otra universidad donde hacer su posgrado el próximo trimestre, una universidad más barata. Los años de Yale habían llegado a su fin. Se había graduado en Arte en la Universidad de York, podía regresar allí. Desde el momento en que cogió aquel dinero, los remordimientos y la culpa lo acechaban. No se trataba de que’ Delorme pudiera descubrirlo, era muy improbable que eso sucediera. Pero mes tras mes, año tras año, el ácido de la culpa había corroído las numerosas capas de negación con las que había tratado de protegerse, y ya no lo aguantaba más.

Lo peor de todo era saber que ni era el marido que Catherine amaba ni el padre al que quería Kelly. Ambas se equivocaban con respecto a él, creían que era un hombre decente. Aunque su crimen careciera de víctima ¿a quién le iba a importar si en un momento de debilidad él había «requisado» una considerable cantidad de dinero a un criminal?, durante aquellos años Cardinal se había ido convirtiendo en una entidad extraña para sus seres queridos y transformado en un absoluto desconocido. Kelly lo respetaba como padre y como policía, pero él había cambiado. La soledad de no poder mostrarse tal cual era en realidad le estaba envenenando la vida.

Decidió telefonearle y explicarle lo que había hecho. Le diría que ya no podría pagar sus estudios en Yale. Parecía mentira que, teniendo un coeficiente intelectual de ciento cuarenta, Kelly no se hubiera dado cuenta. ¿Cómo un policía de una ciudad de provincias canadiense puede costear los estudios de su hija en Yale? ¿Se habría tragado Kelly el cuento de la venta de la casa de los abuelos? ¿Se lo había creído Catherine? Por lo visto, toda la familia sufría de la misma dolencia hereditaria: autoengaño descarado. De acuerdo, se lo diría. Dejaría que Kelly acabase el semestre y después, en cuanto atrapase al asesino de Katie Pine, Billy LaBelle y Todd Curry, confesaría a Dyson y al jefe Kendall. Perdería su empleo, pero probablemente se libraría de la cárcel.

Levantó el auricular y marcó el número de Kelly en Estados Unidos. Contestó una de sus compañeras —¿era Cleo o Barbara?, nunca conseguía diferenciarlas—, que dio un grito a Kelly para que se pusiera.

—Hola, papaíto.

«¿Cuándo comenzó a llamarme de nuevo así?», se preguntó Cardinal. Habían pasado por la breve etapa del «papi», palabra que Cardinal apenas toleraba, hasta llegar de nuevo al «papá» de toda la vida. Pero últimamente Kelly lo llamaba «papaíto». Debía de ser la influencia yanqui, concluyó Cardinal; como decir «terriblemente» en vez de «muy» o pronunciar «bueníiiiiisimo» alargando interminablemente la i. Aunque aquel manierismo estadounidense sí le gustaba.

—Hola, Kelly. ¿Qué tal te va la facultad?

«Qué anodino y qué soso soy —pensó—. ¿Por qué no puedo decirle “princesa” o “cariño” como hacen los padres de la tele? ¿Por qué no puedo decirle que la casa está mucho más fría sin ella y sin Catherine? ¿Por qué no puedo confesarle que este hogar minúsculo se ha vuelto de pronto tan grande como un aeropuerto?».

—Estoy trabajando en un proyecto inmensíiiiiisimo para mi clase de pintura, papaíto. Dale me ha enseñado a trabajar a escala monumental, dice que me conviene, que no debo estancarme en las telas pequeñas y apretujadas de antes. Es como que te libera, ¿sabes? No te puedo explicar lo que siento, pero ahora mi trabajo es cien veces mejor.

—Qué bien, Kelly. Parece que lo estás disfrutando.

Eso fue lo que dijo, pero lo que pensó fue: «Cuánto me alegra oírte tan feliz y notar que estás creciendo y que tu vida es plena y dichosa».

Kelly continuó relatando entusiasmada cómo había aprendido a dominar la pintura, apasionamiento que Cardinal, en una situación normal, habría disfrutado. Pero la noche anterior no había pegado ojo. Se había plantado en la puerta del cuarto de su hija observando la cama estrecha donde había dormido una semana, y cogió un libro de bolsillo que ella había terminado de leer. Lo hizo para posar la mano sobre algo que su hija también hubiera tocado.

Ahora se encontraba de nuevo allí, con el inalámbrico sujeto entre el hombro y la barbilla. Pero aquella hermosa habitación de color amarillo pálido nunca había sido el verdadero cuarto de Kelly.

Cardinal y Catherine se habían mudado a Madonna Road después de que su hija se marchara a la universidad, y aquella habitación, por cuya ventana se divisaba un amplio monte de abedules, no era más que una estancia que ella ocupaba cuando venía a visitarlos. Un padre de la tele le habría contado que había acariciado su libro sólo por posar la mano sobre algo de ella, pero Cardinal nunca podría decir algo así.

—Se me olvidaba algo, papaíto. Varios de nosotros habíamos planeado viajar a Nueva York la semana que viene. Es la última semana de la exposición de Francis Bacon y me apetece mucho verla. Pero tú sabes que no incluí ningún viaje en mi lista de gastos, y esto nos va a costar unos doscientos dólares con comida y gasolina y todo lo demás.

—¿Doscientos dólares americanos?

—Pues… sí. Doscientos dólares americanos. Es mucho, ¿verdad?

—Vaya, no lo sé. ¿Es tan importante?

—Si te parece demasiado dinero, no iré. Perdona, no debí habértelo mencionado.

—No te preocupes, está bien. Si es importante para ti…

—Sé que esto te está costando una fortuna. Yo intento ahorrar dinero en todo lo que puedo, papaíto. No creerías todas las cosas que dejo de hacer para ahorrar.

—Lo sé. De acuerdo. Te mandaré un giro esta misma tarde.

—¿Seguro que no es demasiado dinero?

—No. Pero el año que viene las cosas van a tener que cambiar, Kelly.

—Por supuesto, el año que viene va a ser terriblemente diferente. Ya habré acabado con mis clases y sólo me quedará el proyecto final: unas dos o tres telas para la muestra colectiva. Aunque eso depende de cuántos trabajos Dale considere que debo hacer. Además, el año que viene me buscaré un trabajo a media jornada. De veras lamento que todo cueste tan caro, papaíto. A veces me pregunte cómo lo haces. Ojalá supieras lo agradecida que te estoy.

—Venga, no te preocupes más.

—Ojalá algún día me paguen miles de dólares por mis pinturas, así al menos te podré devolver parte del dinero.

—Olvídalo, Kelly, de verdad. No pienses en ello.

A Cardinal el teléfono se le resbalaba de la mano por el sudor, su corazón latía con fuerza contra las costillas. La gratitud de Kelly lo había amedrentado. En el fondo de su alma, una puerta se cerró con un estampido, un pasador aseguró la entrada y un cartel que hacía tiempo que nadie utilizaba apareció en el cristal: «Cerrado hasta nuevo aviso».

—Pareces un poco tenso, papaíto. ¿Estás preocupado por el trabajo?

—Pues… la prensa se nos está echando al cuello. Y no estarán tranquilos hasta que llamemos al Ejército del Aire para que intervenga. No estoy haciendo tantos progresos como debería.

—Los harás.

Dieron por finalizada la conversación con un intercambio informativo sobre el tiempo en sus respectivas zonas: la de ella estaba soleada y templada, medida en grados Fahrenheit; la de él, luminosa y con frío, un frío medido en grados centígrados bajo cero. Cardinal dejó caer el teléfono sobre el sofá. Se quedó de pie en el centro del salón, inmóvil, como quien recibe una noticia devastadora. Desde el exterior llegó un ruido y tras unos segundos cayó en la cuenta de lo que era. Atravesó a toda prisa la cocina y abrió la puerta lateral gritando:

—¡Venga, sal de aquí, roedor asqueroso!

Lo único que Cardinal llegó a ver fueron las patitas traseras del mapache escurriéndose debajo de la casa. En condiciones normales, el animal habría estado hibernando, pero por el suelo de la casa de Cardinal se filtraba calor, el suficiente para desorientar al animal y convencerlo de que había pasado el invierno. La primera vez que había avistado aquella cara enmascarada, el mapache examinaba entre sus meticulosas garras delanteras la mitad de una manzana. Ahora ya salía a pasear dos o tres veces a la semana, para tumbar los botes de basura del garaje y hozar entre los desperdicios en busca de sobras comestibles.

Tiritando furiosamente, Cardinal recogió los trozos de plástico transparente, la caja de donuts vacía y el hueso de pollo mordisqueado desparramados por el suelo del garaje. Volvió a entrar justo a tiempo para oír el timbre del teléfono.

Le llevó un buen rato recordar dónde había dejado tirado el inalámbrico. Lo cogió con premura de entre los cojines justo cuando Delorme se disponía a colgar.

—Huy —dijo ella—. Pensé que estabas de camino hacia aquí.

—Estaba a punto de salir. ¿Qué pasa?

—Acabo de recibir la cinta del ingeniero de sonido de la CBC. También nos ha enviado la versión digital, la versión mejorada. —El acento francófono de Delorme nunca le había sonado tan bien.

—¿Las has escuchado?

—No, acaban de llegar hace unos minutos.

—Voy para allá.