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La «sala de guerra» era un armario que, a pesar de su nombre altisonante, no podía alojar a más de cuatro policías. Delorme y McLeod fueron los primeros en salir, con los nuevos chalecos de Kevlar y escopetas de repetición. Cuando salió Cardinal, Szelagy le gritó desde el otro extremo de la sala de la jefatura:

—Tengo en línea a ese profesor, Fehrenbach. Dice que el chaval, Curry, pudo haberle robado la tarjeta de crédito.

—Dile que lo llamaremos —contestó Cardinal ajustándose el chaleco. Apúntalo y deja la nota en la ficha.

Sonó el teléfono del pasillo. Era la sargento Flower, tenía a Jerry Commanda en línea. Ya había despegado en el helicóptero.

—Jerry, ¿dónde puedes aterrizar ese trasto para venir a recogerme?

La voz de Commanda llegó mezclada entre el barullo de vibraciones y golpes del rotor.

—El sitio más cercano es el muelle del Puerto del Gobierno, pero tendrás que despejarlo de paseantes.

—¿Dónde está nuestro amigo?

—Acaba de dejar atrás Shepard’s Bay.

—Se lo está tomando con calma, mejor así. Nos vemos entonces en el Puerto del Gobierno en cinco minutos.

Al tiempo que la partida salía a toda prisa hacia el aparcamiento, Cardinal alargó la mano para coger el micrófono.

—Debimos pedir una ambulancia al Hospital St. Francis.

—Ya lo he hecho. Se dirigen en dirección sur por la autovía 11 —repuso Delorme ahorrándole la llamada.

—Recuérdame que te dé un beso bien grande.

—No durante las horas de servicio. Y después, tampoco.

—Un besazo, Delorme, en cuanto hayamos atrapado a este tipo.

Delorme encendió la sirena y dio un susto de muerte al conductor de un Toyota que les obstruía la salida. Cardinal giró bruscamente y salió por Sumner Street. Cuatro minutos y tres semáforos más tarde, los dos compañeros habían abandonado el coche y corrían hacia el extremo del muelle. Posado como una libélula, los esperaba el helicóptero, cuyos rotores disparaban pequeñas tormentas de nieve en todas direcciones. Detrás de la nave, el lago y el cielo daban la impresión de ser una única lona de color gris pálido.

Cardinal no solía volar. Su estómago aún no había despegado cuando él y su grupo se acercaban ya a Shepard’s Bay y a las cabañas de pescadores que punteaban la costa. El paisaje todavía mantenía su aspecto de postal navideña, a excepción del perro que retozaba sobre el hielo y de su dueño, que, con grandes zancadas de sus raquetas, enfilaba hacia su cabaña con un paquete de seis latas de cerveza bajo el brazo.

—Mira los atascos en Water Road. Se ve que ya han cerrado las vías de acceso —comentó Jerry, y por el micrófono avisó—: Boissenault, los oficiales que actuarán como puesto de mando ya han despegado. ¿Cuál es su posición?

—Estamos a casi un kilómetro de la salida de Powassan. Le diré una cosa: el tipo que lleva el volante lo hace de pena.

—Ahí están —señaló Delorme.

La furgoneta Chevy, una pastilla para la tos de color azul, tomaba la curva que bordeaba un bosque bajo de pinos. A unos doscientos metros la seguía el coche de la PPO. Jerry gritó al piloto:

—¡Mantente en su punto ciego! ¡No queremos que se asuste!

—Boissenault, ¿alguien ha visto qué aspecto tiene? —preguntó Cardinal por el micrófono.

—Lleva ropa vieja. El equipo del carril contrario informa que se trata de un hombre blanco de unos treinta años, de cabello castaño y chupa negra. No han visto acompañantes.

—Pero no sabemos si lleva a alguien en la parte de atrás.

—¿Cree que transportaría al chico en un vehículo robado?

—No sabe que ya tenemos las señas de la furgoneta. Y aunque estuviera al tanto, no hay manera de estimar cuánta confianza tiene en sí mismo. Deje que se interponga un par de coches, Unidad 14, o se va a asustar.

—Recibido.

—Solamente es una patrulla —señaló Jerry Commanda a Cardinal—, no un equipo de vigilancia.

—No hay razón para que vayan pisándole los talones, lo vigilaremos desde aquí arriba. Dejen que se aleje, Unidad 14, y colóquese detrás del Camaro.

Un deportivo Camaro rojo fuego con la suspensión trasera levantada al estilo dragster cruzó al carril contiguo y adelantó a la patrulla a la velocidad de la luz.

—Vaya —suspiró Cardinal—, qué bien se comporta la ciudadanía en presencia de la Patrulla de Caminos.

—Te sorprenderías —replicó Jerry.

El piloto señaló un punto luminoso al sudoeste.

—Amanece.

El gris edredón del cielo se rasgó dejando paso al brillo del sol. La sombra del helicóptero fue proyectándose intermitentemente sobre las laderas de las colinas y los salientes rocosos, a unos veinte metros por delante de la furgoneta. El piloto redujo la velocidad y la sombra de la nave desapareció del campo visual de la presa. A trescientos metros detrás de la Unidad 14 rodaba una hilera de coches policiales, unos sin distintivos y otros de la PPO. Los seguían un camión de bomberos y dos ambulancias que serpenteaban por curvas y colinas como el desfile de un circo ambulante.

—Maldita sea —gruñó Jerry—. Espero que este cabrón no tenga la intención de ir a pasar el fin de semana a Toronto.

—Si lo hace, nosotros no podremos acompañarlo —advirtió el piloto dando unos golpecitos en el cristal del indicador del nivel de combustible—. Como mucho lo pasaremos en Orillia.

—¿Qué hacen esos tipos ahí delante?

Cardinal había avistado una patrulla de la PPO aparcada en el arcén, con las luces de torreta destellando.

—Estarían fuera de frecuencia por alguna razón. Radiaré un mensaje para que los quiten de ahí. —Jerry le arrancó el micrófono de la mano a Cardinal—. Central, tenemos una unidad en la autovía 11, dirección sur. Que los saquen de ahí. De inmediato y como sea. Que lo hagan ya.

—Central. Recibido.

—Demasiado tarde, Jerry. Lo han asustado.

El conductor de la Chevy pegó un volantazo y aminoró la marcha. De pronto volvió a acelerar.

—Puesto de mando: se nos escapa. ¿Quiere que lo detengamos?

—Péguense a él, pero no lo detengan. Hay que averiguar hacia dónde va.

—Cardinal, no puedes dirigir la persecución desde el aire. Son sus vidas, los que deciden son ellos.

—Unidad 14, se les acercan dos coches circulando en dirección norte. Después les quedará la vía libre. —Y dirigiéndose a Jerry—: ¿Cómo han accedido a la carretera?

—En esta zona hay muchas salidas, no hubo tiempo de cerrarlas todas. Mira eso.

La furgoneta azul tomaba una curva demasiado abierta invadiendo el carril contrario y ahora se dirigía a toda velocidad hacia un choque frontal con un turismo blanco, un Toyota.

—Apártate de su camino —rogó Delorme al conductor del turismo—. Apártate.

En el último momento, el Toyota se echó al arcén, coleó con brusquedad y volvió a encarrilarse. Debajo de su chaleco antibalas, Cardinal sudaba profusamente. Había estado a punto de matar a los ocupantes de aquel turismo. Tenía las manos tan húmedas que apenas si podía sujetar el micrófono.

—Esto se acabó, Unidad 14. Deténganlo. Sáquenlo de la carretera.

—Recibido. Lo detendremos.

—A todas las unidades: conecten luces y sirenas. Vamos a por él. —Y a Jerry—: ¿Está alertada la K-9, por si se le ocurre internarse en el bosque?

—Greg Villeneuve ya está avisado, va en la camioneta gris delante del camión de bomberos —contestó Commanda.

La patrulla en cabeza aceleró con las luces de la torreta destellando. Por encima del traqueteo de los rotores se oía el ulular de las sirenas. La furgoneta Chevy se fue hacia la derecha una vez más, circulando a caballo entre la carretera y el arcén, pero al instante retomó el carril. Cuando la Unidad 14 acortaba distancias por la izquierda, la Chevy le cerró el paso.

—¡Dios santo! —gritó Jerry—: No le ha dado por los pelos.

La patrulla se puso a la par de la furgoneta.

—Unidad 14, Unidad 14, rezáguese. En la siguiente curva hay una pala quitanieves en el carril contrario. Repito: una pala quitanieves en el carril que va al norte. La pala está detenida.

La patrulla no respondió. Los dos vehículos tomaron la curva como si estuviesen soldados por el parachoques. En un par de segundos, la furgoneta se incrustaría contra la pala.

—Por el amor de Dios, el chico podría estar en esa furgoneta. ¿Por qué no se retira la patrulla?

—Quieren adelantarse y formar una fila.

Delorme se alejó de la ventana para no ver.

En el último segundo, la Unidad 14 tomó la delantera dejando libre el carril izquierdo. La Chevy se desvió bruscamente para evitar la pala, pisó un tramo de hielo, atravesó ambos carriles y fue a dar contra la mediana.

Los siguientes cien metros los recorrió deslizándose a horcajadas entre la carretera y la pared divisoria. La patrulla fue frenando para seguir a la furgoneta de cerca. La Chevy superó finalmente la mediana y continuó la marcha sobre la gruesa capa de nieve. Chocó contra un ventisquero y dio una vuelta de campana, seguida de una segunda y una tercera. Aterrizó de lado, inclinada en un ángulo no desprovisto de cierta elegancia, y surcó los carriles siguientes sobre una alfombra de chispas.

—Gracias a Dios que cerramos la carretera —suspiró Delorme.

La furgoneta pegó con las ruedas contra los pilotes de contención, dio un salto mortal y medio y se estampó contra un saliente rocoso, donde estalló en llamas.

—Aterricemos, Jerry —ordenó Cardinal—. A todas las unidades: quiero esta sección de la autovía cerrada a cal y canto. Que los bomberos apaguen el fuego y se encarguen de sacar de allí al rehén.

Repito: puede haber un rehén en la parte posterior. Saquen al rehén primero.

Tras haber espantado a los obreros con los fuertes golpes de las aspas, el piloto tocó tierra en medio de un almacén de maderas. Mientras los policías se apresuraban agachados hacia la patrulla que los esperaba, oían los insultos de los trabajadores que después del susto recibido se desquitaban chillándoles, refugiados detrás de pilas de contrachapado y listones de cinco por diez.

Cuando Cardinal llegó al lugar del siniestro, el fuego ya estaba sofocado y el vehículo chamuscado se encontraba cubierto de espuma. Un bombero saltó desde la puerta corredera lateral, meneando la cabeza.

—¿No hay pasajeros?

—Ni siquiera hay conductor. No hay nadie dentro.

—Ahí está, ya lo tienen —anunció Jerry Commanda, señalando la valla divisoria.

Cuatrocientos metros más atrás advirtieron un cuatro por cuatro aparcado en la mediana con las luces encendidas. Dos agentes habían inmovilizado sobre la nieve a una silueta oscura, a la que apuntaban. Veinte segundos más tarde, la figura se había convertido en el centro de un semicírculo de escopetas, amartilladas y prestas a disparar.

El sospechoso, que yacía echado boca abajo con los brazos extendidos como un ahogado arrastrado hasta la playa, emitió de pronto un gruñido y levantó mínimamente la cabeza. Larry Burke se deslizó terraplén abajo y le colocó las esposas, le dio la vuelta y lo cacheó.

—No va armado, sargento.

—¿Lleva algún documento?

Burke fue desdoblando la cartera hasta encontrar el carné de conducir.

—Frederick Paul Lefebvre, Wassi Road, 234. El de la foto es él.

—¡Es Freddie el Frenético! —exclamó Delorme—. ¿Cuánto hace que lo han soltado por conducción temeraria, dos semanas?

Dos médicos de la ambulancia bajaron por el terraplén. Palparon y bombardearon a preguntas a la confusa masa de humanidad que yacía indefenso en la cuneta.

—Vaya castaña —repitió varias veces Freddie el Frenético—. Vaya castaña. —Un enfermero le limpió la sangre de la frente con un puñado de nieve. Entonces, por primera vez, alzó la vista hacia la multitud de escopetas que le apuntaban y entre hipos soltó—: Joder, tíos… —exclamó reprimiendo un eructo—, ¿es que nunca os habéis tomado una copa de más?