18
—Si quieres que se mueran lentamente, dispárales en el estómago. Mételes una bala en la base del vientre. Así tardan horas en morir, se retuercen en su agonía y montan un espectáculo increíble.
Edie empuñó la pistola Luger como le había enseñado, una mano afirmada sobre la otra, los pies separados y las piernas ligeramente flexionadas.
«Me siento como un niño que juega a ladrones y policías, pero cuando suena el disparo no hay nada que pueda comparársele».
—Guarda el disparo al vientre para ocasiones especiales, Edie. Por de pronto imagina que el tipo viene a por ti subiendo por esa colina. No quiere hablar contigo y no quiere arrestarte. Tiene un solo objetivo: provocar tu muerte. Entonces ¿qué haces tú? Lo paras en seco. Es tu derecho y tu deber matar al cabrón.
«Sus manos me muestran cómo apretar el gatillo. Sus huesos largos se ondulan bajo la piel».
—Primero intentas dispararle a la cabeza, ¿me oyes, Edie?
—Primero le disparo a la cabeza.
—Intenta siempre darle en la cabeza primero, salvo que estés a más de veinte metros. De ser así, le disparas al pecho. El pecho es lo segundo, repítelo.
—El pecho es lo segundo. Primero intento dispararle a la cabeza; el pecho es la segunda opción.
—Bien. Y recuerda: vacía el cargador. No dispares un tiro nada más y te quedes a esperar a ver qué pasa. Vacía el arma: ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
«Di un respingo de un metro cuando disparó. Chillé, pero no me oyó. Así de vehemente se pone cuando me enseña cosas. Los pinchos de su cabellera parecen cerdas. Sus ojos se vuelven de un negro intenso».
—Edie, nena, le tiras con todo lo que tengas. ¿Que tiene chaleco antibalas? No importa. Tres plomazos de éstos y acabará en el suelo, por lo menos temporalmente. Eso te dará tiempo a iniciar tu retirada.
—Me duelen los brazos.
«Me ningunea, es un marine; tiránico y estricto. Es un profesor nato, y yo, su alumna nata. Soy débil, pero él me hace fuerte».
—Respira hondo, Edie. Respira hondo y aguanta la respiración hasta justo antes de disparar. Tómate tu tiempo.
Cuando Edie se demoraba demasiado, Eric repetía:
—Tómate tu tiempo. —Y añadía ofuscado. A estas alturas ya estarías muerta y enterrada.
Edie apretó el gatillo. La detonación fue superior a lo esperado, siempre lo era.
—Cómo sacude —comentó—. Me hace temblar los brazos.
—No cierres los ojos, Edie, o nunca le darás a nada.
Con pasos pesados, Eric se alejó por la nieve para revisar el blanco. Regresó con el gesto que ella denominaba su cara de losa, su cara de piedra.
—Suerte de principiante. Le diste en el corazón.
—¿Lo mate?
—De puro milagro. Te hubiera volado los sesos hace una hora, eres demasiado lenta. Inténtalo otra vez y apunta al pecho. ¡Y por el amor de Dios, joder, mantén los ojos abiertos!
Ella tardó un poco en prepararse y él repitió su observación previa.
—Claro que, si quieres que mueran lentamente, les das en el vientre. ¿Has visto alguna vez una lombriz clavada en un anzuelo?
—Hace mucho. Cuando era pequeña.
—Pues es así como se retuercen. ¡Ahhh…!
Eric se cogió la barriga con las dos manos y cayó de rodillas, luego se tumbó de espaldas en el suelo y se retorció horriblemente dando arcadas.
—Eso es lo que les pasa —dijo desde el lecho de nieve—. Se retuercen en agonía durante horas. En pura agonía.
—Estoy segura de que lo has visto.
—Qué sabrás tú lo que yo he visto. —La voz de Eric se había vuelto fría y distante. Se puso de pie y sacudió la nieve de los vaqueros—. No es asunto tuyo lo que yo haya o no haya visto.
Edie apretó el gatillo pero no dio en el blanco, ni siquiera en el árbol. Aquello reanimó a Eric de inmediato. Había estado de excelente humor toda la mañana; siempre lo estaba cuando tenían a un huésped. Alojar a un invitado, por decirlo de algún modo, despertaba algo en él. Se había levantado a primera hora de la mañana y había propuesto esa excursión por el bosque y la lección de tiro, y ella supo que pasarían un día maravilloso. Él la abrazó desde atrás para ayudarla a estabilizar su puntería.
—No te preocupes, si fuera fácil dejaría de ser divertido.
—¿Por qué no me enseñas cómo se hace? Yo me fijaré en ti, eso me ayudará a captar la idea.
La docilidad funcionaba como un hechizo, casi siempre.
—¿Quieres ver al maestro en acción? Vale, nena. Presta atención.
Edie escuchaba como un cachorrito con la cabeza ladeada mientras Eric le explicaba una vez más la importancia de la postura adecuada, cómo se empuñaba el arma, la ligera flexión de las piernas, cómo alinear el ojo, la mira y el objetivo. Eric estaba en su mejor momento cuando le contaba cosas, anécdotas de Toronto o Kingston o Montreal. Excepto por un viaje que hiciera con el colegio, Edie nunca había salido de Algonquin Bay. Tenía veintisiete años y nunca había vivido sola; nunca había conocido a alguien como Eric, alguien tan autosuficiente y tan maravilloso.
Diario de Edie. Entrada correspondiente al 7 de junio del año anterior: «No sé por qué él quería tener algo con un ser horroroso como yo. Mi horrible cara y yo, y mi busto plano como una tabla. Él no tiene ni idea de lo hermoso que es. Tan delgado, de músculos fibrosos y ese andar, y la ligera flexión de piernas. Se me aflojan las rodillas sólo de tenerlo delante». Edie se imaginó el rostro de su amado, sus delicados huesos y sus líneas puras, en una pantalla de doce metros de ancho. ¿Quién no compraría entradas para un espectáculo protagonizado por Eric?
«Como un artista perseguido por su genio, y esa lividez bajo los ojos. Puedo verlo en un acantilado al borde del mar, el viento lo despeina y una bufanda blanca le ondea detrás».
Apareció un día en el mostrador de Pharma-City con un after shave y un paquete de kleenex. Le había pedido pilas de las grandes y un frasco de PowerUp.
«Estoy condenada —había escrito ella en su diario el día en que Eric pisó la farmacia—. He conocido al hombre más poderoso del universo. Se llama Eric Fraser, trabaja en Troy Music Centre y su cara para mí es el semblante de Dios. ¡Qué ojos!». De cuando en cuando, ella releía su diario para no olvidarse de lo vacía que había estado su vida hasta entonces, y de lo plena que se había vuelto desde que apareciera Eric Fraser. «Hasta su nombre es hermoso».
—¿Has probado esto alguna vez? —le dijo él.
La caja registradora comenzó a dar guerra, y mientras su compañero intentaba repararla, ellos no se quitaban los ojos de encima.
—Será como No-Doz, imagino. Pastillas de cafeína.
—Eso dicen, que no es más que cafeína. Dirán lo que les plazca, pero, créeme, se pueden hacer cosas increíbles con PowerUp.
—Mantenerte despierto toda la noche, ¿verdad?
Pero él le respondió con una sonrisa traviesa y sacudió la cabeza como compadeciéndola.
—Se pueden hacer cosas increíbles.
Ella nunca hubiera llegado a imaginar cuán increíbles.
Iba vestido de negro de pies a cabeza. Era flaco como una navaja, y si se ponía las gafas de sol cualquiera hubiera jurado que tocaba en alguna banda de rock and roll. A Edie Soames todavía le llenaba de asombro que alguien tan bien parecido, elegante y con tanto mundo como Eric Fraser se hubiese fijado en un montón de nada, en una perdedora como ella. Precisamente, tres días antes de la primera entrada que mencionaba a Eric, ella había anotado:
«Nunca seré nadie, mi vida nunca significará nada, no soy más que un cero gordo e inmenso».
Eric fue a comprobar el blanco, dejando tras de sí una estela de aliento cálido. Resultaba incongruente ir vestido de negro en medio de la nieve, con su cabello puntiagudo y sus gafas de sol. Regresó con la figura de cartón, sujetándola como un trofeo.
Excelente. Ya comienzas a mostrar regularidad. Ya no se trata únicamente de buena suerte.
Metieron el blanco en la parte trasera del Pinto oxidado de Edie y condujeron colina abajo hacia la carretera. En el asiento trasero, Eric se había repantigado como lo hubiera hecho cualquier otro miembro de la realeza. Tenía su propio vehículo, una furgoneta Windstar de unos diez años que mantenía en perfecto estado, pero nunca conducía si no era necesario.
Ella giró a la izquierda al llegar al autocine abandonado y continuó un trecho no demasiado largo hasta Trout Lake. Se detuvo en el puerto deportivo, debajo de un cartel que anunciaba «Aparcamiento reservado para los clientes del puerto deportivo». La superficie del lago se presentaba perfecta y lisa, cegadora de tan blanca, con la excepción de las chozas destinadas a los pescadores. Sobre las aguas de la playa pública patinaban niños, una zona del lago que había sido despejada y convertida en pista de hielo.
Esquivaron el tráfico de la carretera y subieron a trompicones colina arriba. A intervalos regulares, algún trineo cargado de niños pasaba a toda velocidad a su lado. A él le encantaban aquellas caminatas, adoraba la vida al aire libre. En ocasiones solía alejarse de la ciudad, caminaba tres o cuatro horas hasta Four Mile Bay y luego volvía; a veces emprendía una caminata en dirección al aeropuerto. Ella nunca hubiese adivinado aquel pasatiempo de Eric; su aspecto era muy, muy urbano. Pero Edie se figuraba que los largos paseos, las colinas y la nieve calmaban cierta agitación que poblaba su interior. Era un honor compartir aquellos momentos con él.
Pasaron por encima de una alambrada vencida que rozaba el suelo y continuaron colina arriba hasta dejar atrás la nueva estación de bombeo. Edie ya jadeaba y resoplaba mucho antes de alcanzar la cima y plantarse ante el depósito de agua circular, helado. Un pequeño avión provisto de esquís en lugar de ruedas zumbó por encima de sus cabezas y fue empujado por el viento hacia el lago. Los dos permanecieron aferrados a la verja protectora, de la que colgaban prohibiciones de nadar o patinar sobre el agua o sobre la superficie del depósito. Desde allí, a unos doscientos metros colina abajo, Edie divisó el lugar donde habían enterrado a Billy LaBelle. Pero fue precavida y se abstuvo de mencionarlo hasta que Eric lo hiciera.
—Sabes estar callada. Eso me gusta —le había dicho él una vez.
Había pasado todo el día enfurruñado. Edie temió que ya no querría estar más con ella, una mujer con cara de pescado, pero la había elogiado. Era la primera vez que alguien alababa algo que ella hubiera hecho, y atesoró aquellas palabras como rubíes. Ahora Edie podía estar horas sin decir nada. Cuando irrumpía en su mente un pensamiento triste o el dolor amargo de odiar su propia cara, lo hacía a un lado y recordaba las palabras dulces que él le había dedicado. Manteniendo un silencio sepulcral, podía hacerle compañía frente a un depósito de agua helada. Y aquello para Eric era el no va más.
—Tengo hambre —dijo finalmente—. Quizá me compre algo antes de ir a trabajar.
—¿Quieres que te prepare la cena?
—No, me la haré yo.
No le gustaba que lo vieran comiendo, era una de sus peculiaridades.
—¿Y qué hago si el huésped se despierta?
Eric le había enseñado a no llamar al invitado por su nombre.
—Dudo que se despierte después de lo que le has dado.
Edie alejó la vista del depósito y la perdió en un punto más allá de las colinas, en los solares parcelados de los alrededores de Trout Lake. La fragancia del pino y la leña flotaba en el aire.
—Ojalá no tuviéramos que trabajar para vivir —reflexionó—. Ojalá pudiéramos estar todo el tiempo juntos, caminando por ahí…, aprendiendo cosas.
—Una pérdida de tiempo, eso es lo que son la mayor parte de los trabajos. Y la gente con la que hay que tratar…, por Dios, cómo la odio. Odio a todos esos cabrones.
—¿Te refieres a Alan?
Alan era el jefe de Eric. Siempre le daba la tabarra, diciéndole que hiciera lo que él ya había acabado o explicándole lo que él ya sabía.
—No es sólo Alan. Carl también es un maricón de mierda. Los odio a los dos. Se creen que son la puta perfección. Me pagan una miseria, obligándome a vivir en un chiquero.
Edie se estaba quedando helada pero no dijo ni pío. Cuando él comenzaba a despotricar contra la gente que odiaba, ella sabía que era mejor esperar. Darían una «fiesta», así las llamaba Eric. Ya tenían al huésped de honor a buen recaudo. De pronto, a Edie el corazón le palpitó con una fuerza desmesurada y necesitó con urgencia ir al servicio. Apretó los labios y contuvo el aliento.
—Creo que deberíamos adelantar la fecha —dijo Eric con indiferencia—. Ya sabes, dar la fiesta antes de lo previsto. No queremos que se nos aburra el invitado, ¿verdad?
Edie espiró sin el menor ruido. En los márgenes de su campo visual, ciertos puntitos líquidos nadaban enloquecidos. Desde el pie de la pista de trineos se elevaban los chillidos risueños de los niños, rebotando contra las blancas y frías laderas de las colinas.
Tac, tac, tac. A Edie le entraron ganas de gritar. Hacía tan sólo media hora que le había llevado la cena a su abuela. ¿Qué podría necesitar ahora? Tac, tac, tac. Era como si estuviera dándole con el bastón en la cabeza. «No tengo ni un segundo de paz. Trabajo todo el día en un empleo sin futuro, en una tienda estúpida, en una ciudad insignificante, ¿y para qué? ¿Para llegar a casa y tener que aguantar esto?». Tac, tac, tac.
—Edith, Edith, ¿dónde estás? ¡Te necesito!
Edie, que estaba frente al fregadero, se dio la vuelta con un plato mojado en la mano y a voz en grito exclamó:
—¡Ya voy! —Y, acto seguido, agregó en voz baja—: Vieja bruja.
En el jardín de la parte trasera de la casa, un árbol se balanceó y, con un dedo huesudo y helado, la rama rascó la ventana. Qué imagen más verde y benévola le había mostrado pocos meses atrás aquel mismo árbol. Eric había entrado en su vida y aquél se había convertido en el verano más verde que Edie hubiera experimentado jamás.
Tac, tac, tac. Ella hizo caso omiso del golpeteo del bastón de su abuela contra el techo, y deseó con todas sus fuerzas que aquella rama reverdeciera una vez más. Todo el verano había transcurrido rico en colores, saturado con un millón de tonalidades de verde y de azul, empapado del arrobamiento que le producía haber conocido a Eric. Del aburrimiento y la nada, Eric había creado pasión. Del vacío, entusiasmo. De la miseria, emociones.
«Soy un país conquistado —escribió por entonces en su diario—. Una tierra dispuesta a que Eric la gobierne como lo juzgue adecuado. Me ha tomado por asalto». Aquellas palabras reavivaron en su memoria otra tormenta, un disparo de nieve y lluvia interminable que había azotado el gris acerado del lago Nipissing el anterior mes de septiembre.
Habían matado a la chiquilla india. Técnicamente, lo había hecho Eric. Pero ella había estado allí como cómplice. Había ayudado a levantarla, a esconderla en su propia casa, y había observado a Eric llevar a cabo el asesinato.
—Ves esa mirada en sus ojos —le dijo él—. No hay nada como los ojos del miedo. Es la única mirada en la que puedes confiar.
Habían atado a la chica al respaldo de una cama de bronce, amordazada con sus propias bragas y, encima de ellas, un pañuelo anudado. Sólo sobresalía la pequeña naricita, la piel canela, los ojos casi negros abiertos a más no poder. Un par de fosas de terror de las que se podía beber honda y largamente.
—Es muy sencillo le había confiado Eric unas noches antes.
Charlaban en el salón, a la luz de las velas, mientras Gram dormía profundamente en la planta superior. A Eric le gustaba dejarse caer por las noches y sentarse con Edie a la luz de las velas —sin necesidad de comer ni de beber—, para charlar y nada más. Le había confiado sus ideas y prestado libros para que ella los leyera. Se inclinó sobre la mesa de centro, la luz de la vela endureció sus rasgos ya de por sí angulosos, y apretó la llama entre el índice y el pulgar.
Así fue como mató a la india: sencillamente, pinzándole las ventanas de la nariz. Apagando aquella pequeña llama de vida con la delicada presión de un par de dedos. No hubo violencia en absoluto, a excepción del forcejeo desesperado de la chica.
A Edie le temblaron las piernas y vomitó la comida, pero Eric la había sostenido en pie. Le había preparado una taza de té y explicado que llevaba un tiempo acostumbrarse a ello, pero que, una vez se pasaba el mal trago, se convertía en una sensación incomparable.
Ella acabó por darle la razón. La virtud no era más que una convención, igual que el límite de velocidad: una convención que uno podía obedecer o no, dependiendo de las circunstancias. Eric le había hecho entender que no había razón para ser buenos, no existía nada que le exigiera a uno serlo. Una revelación que era como una inyección de combustible de avión en plena vena.
Aquel día había sido extrañamente cálido para el mes de septiembre, y cuando la chica hubo muerto, el cuarto pareció llenarse de pájaros que cantaban con una dulzura exquisita. La luz del sol inundó la habitación como un hálito dorado.
Eric empaquetó el cuerpo en un macuto que podría cargar al hombro sin mayores problemas. Salieron en la Windstar hacia Shepard’s Bay, donde él había alquilado previamente un bote pequeño y hasta cañas de pescar. La meticulosidad y la fuerza eran las dos cualidades que Edie admiraba en su compañero. Eric apenas se permitía cruzar la calle sin trazar un plan de ataque detallado.
El bote, una embarcación de aluminio de cuatro metros, era propulsado por un fueraborda Evinrude sujetado a popa. Cuando arrancó el motor, Eric dejó que Edie llevase el timón. Él se sentó a proa junto al macuto mientras el viento jugaba con los suaves pinchos de su pelo.
Edie sentía que el viento le calaba la fina chaqueta de nailon. Hizo más frío aún cuando puso proa bahía adentro, hacia el gran espejo grisáceo del lago Nipissing. Las nubes se fundían con aquella extensión gris creando un paisaje lúgubre, y muy pronto el cielo se oscureció como si fuera de noche. Edie se mantuvo pegada a la costa y al poco dejaron atrás Algonquin Bay y su catedral de piedra caliza, que se recortaba contra aquel cielo color carbón. La ciudad parecía diminuta desde el lago, poco más grande que un pueblo. Sin embargo, Edie temió de pronto que alguien en aquella costa desolada presintiera que algo extraño ocurría en el bote, que había algo raro en la pareja que navegaba directamente hacia las fauces de la tormenta. Seguro que aparecería una lancha y la policía les pediría que abriesen el macuto. Edie giró el acelerador y las olas comenzaron a golpear contra el casco de aluminio como bofetadas metálicas cada vez más sonoras.
Eric señaló al norte y ella hizo virar el bote hasta que la ciudad quedó a sus espaldas. En medio de aquel paisaje neblinoso no divisaron ni una sola embarcación. Él sonrió y le levantó el pulgar, como si fuese el capitán y ella la copiloto del bombardero que parte a realizar una incursión sobre territorio enemigo.
Poco después, la isla asomó en el horizonte, el cobertizo de la bocamina se elevaba hacia el cielo como el cuello de un monstruo marino. Edie dirigió el bote hacia allí y aminoró la presión de su muñeca sobre el acelerador. Él le indicó con un gesto que diera un rodeo, y lentamente ella bordeó la costa hasta el otro lado de la pequeña isla. Aparte del cobertizo no había nada más, ni un solo espacio libre. Echaron un vistazo en derredor pero no vieron ninguna otra embarcación.
Edie bordeó un saliente de piedra, una suerte de cabo pequeño, y atracó el bote de proa. Las olas los sacudían salvajemente, y al ponerse de pie, ella tuvo que agarrarse para no irse por la borda. De un salto, él tomó posición sobre una roca plana y, cuerda en mano, mientras los guijarros del fondo arañaban el casco, tiró del bote y lo subió por la orilla pedregosa.
—No me gustan nada esas nubes —comentó él—. Acabemos con esto pronto.
El macuto pesaba una tonelada.
—Dios santo, esta Katie es un peso muerto, ¿a que sí?
—Muy gracioso —repuso Edie.
—Puedes soltarla, ya la tengo.
—¿No quieres que te ayude a remontar la cuesta?
—Quédate en el bote. No tardaré.
Edie lo observó subir a la cuesta dificultosamente cargando el macuto al hombro. Qué suerte que nadie pudiera verlos: a la distancia era obvio que el saco contenía un cuerpo. La columna vertebral de la chica dibujaba una curva inconfundible a través de la lona, las protuberancias de las vértebras se traslucían con toda claridad. Dos bultos gemelos mostraban sus talones presionando contra la tela. Una línea dura y recta señalaba la palanca con la que Eric tendría que forzar el candado del cobertizo.
Las primeras y pesadas gotas de lluvia que cayeron en el bote sonaron como chinas al caer en un cubo. Edie se escondió bajo su chaqueta de nailon. Las nubes los sobrevolaban a una velocidad increíble; las olas rabiosas soltaban espumarajos blancos por las crestas.
Hacía unos diez minutos que él se había marchado cuando se oyó el pistoneo de un fueraborda. Por el extremo del cabo apareció una pequeña lancha. Un muchacho se puso de pie y saludó a Edie efusivamente. Apretando los dientes, ella le devolvió el saludo. «Márchate, maldito seas. Márchate».
Pero la lancha se acercó con el motor ronroneando. Apoyándose en el cortaviento, el muchacho gritó:
—¿Se encuentra usted bien?
—Sólo he tenido una pequeña avería —contestó Edie.
Fue lo peor que pudo haber dicho y lo lamentó de inmediato.
El muchacho se aproximó en su bote por entre las piedras.
—Deje que le eche un vistazo.
—No es nada serio, sólo se ha ahogado. Estoy esperando a que se despeje. No es nada serio, sólo se ha ahogado.
—Me quedaré con usted, por si acaso.
—No hace falta, te vas a empapar.
—Ya estoy calado hasta los huesos.
«¿Qué pasaría si ahora mismo Eric surgiese de entre los árboles con el macuto al hombro?».
—¿Cuánto hace que intentó arrancarlo?
—No lo sé —respondió abatida—. Unos diez minutos, tal vez. Quince. Descuida, en serio.
—Deje que le dé un buen tirón.
Pegó la lancha junto al bote y, agarrándose de la borda de aluminio, sonrío.
—No se puede abandonar a una dama en apuros.
—No lo hagas, por favor. Este motor se ahoga con nada.
Por encima del hombro del muchacho, Edie vio a Eric, quien al percatarse del desconocido se ocultó entre los árboles.
El chico sonreía a Edie. No era más que un adolescente desgarbado, puro granos y nuez.
—¿Eres de la ciudad?
Edie asintió.
—Lo intentaré otra vez —dijo él, zarandeándose sobre el bote.
Dio un tirón a la cuerda y el motor arrancó soltando una nube de humo azul.
Por el rabillo del ojo pudo ver a Eric abriéndose paso por entre la arboleda de camino al cabo. Un minuto más y estaría justo detrás del muchacho. Algo largo y negro relucía en su mano: la palanca cubierta de gotas de lluvia.
¿La presión está bien? Será mejor que le des a la bomba del depósito.
—¿Que haga qué? —preguntó Edie.
Tiró de la cuerda. Y volvió a tirar una vez más.
—Esa varilla, encima del depósito de combustible. Tendrás que darle presión. ¿Quieres que lo haga yo?
Edie cogió la perilla de la bomba y la accionó de arriba abajo. Sintió que ofrecía cada vez más resistencia, el pulgar comenzó a escocerle. El muchacho tiró de la cuerda nuevamente, pero en esta ocasión el motor arrancó con un rugido. Ella brindó al muchacho su mejor sonrisa. Eric se encontraba a unos veinte metros, medio escondido entre los pinos levantando la palanca amenazadoramente.
—Si quieres puedo navegar a tu lado en mi lancha para asegurarme de que logras regresar sin problemas.
—No, gracias. Prefiero hacerlo sola.
El muchacho aceleró un par de veces su fueraborda.
—No te quedes por aquí mucho rato, la tormenta podría empeorar.
Se oyó un golpeteo y la lancha se deslizó hacia atrás al tiempo que las olas chocaban contra la popa estallando y salpicando la cubierta. El muchacho agitó solemnemente la mano y se alejó con el runrún de su motor.
Edie echó un vistazo a Eric, plantado entre los árboles con la palanca apoyada en el hombro.
Antes de subir al bote de un salto, esperó a que el joven se hubiese transformado en un punto en la lejanía.
—Dios santo —repitió Edie—. Creía que iba a mearme encima.
—Hubiera sido muy sencillo cargárnoslo de un palancazo. —Eric dejó caer la herramienta ruidosamente en el suelo del bote. Tiene suerte de seguir con vida.
Un trueno bramó, y relámpagos como lanzas cayeron sobre e horizonte.
Tac, tac, tac.
—¡Por el amor de Dios, ya voy! —exclamó Edie mientras subía las escaleras.
La anciana yacía entre las almohadas. El aire de la habitación era rancio y caliente. El televisor seguía encendido, pero en la pantalla sólo se veía nieve.
—¿Qué es lo que quieres?
—Se ha perdido el chisme ese.
—¿Para eso me has llamado? Ya sabes que siempre está en tu cama.
—No está. Lo he buscado por todas partes.
Indignada, Edie entró en la habitación y recogió el mando errante del suelo. Lo orientó hacia el televisor hasta dar con una cadena.
Gram le quitó el mando de la mano.
—¡Está en francés! ¡No quiero ver un programa en francés!
—Qué más da, si no tiene voz.
—¿Qué dices?
—¡Que tiene quitado el sonido!
—Quiero que me hagan compañía. Si me los encuentro quiero poder hablarles —respondió como si Alex Trebek se fuera a dejar caer por la casa de camino al estudio.
Edie abrió la ventana. Llenó el vaso de la anciana, ahuecó las almohadas, subió ejemplares de Woman’s Day y Chatelaine, que había birlado de la farmacia. «Ay, Eric, líbrame de esto».
—¿Edie, cariño?
El tono adulador de su abuela le produjo náuseas.
—Eric dijo que vendría. Ahora no tengo tiempo.
—¿Ni un poquito para tu abuelita, para tu Gram? Por favor, mi vida, tesoro, encanto.
—Te arreglé el pelo hace tres días. No puedo posponer todos mis planes para peinarte. No es lo que se dice un pasatiempo apasionante, ¿sabes?
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—¡Que no hace falta porque nunca vas a ninguna parte!
—Por favor, tesoro. Todo el mundo quiere estar guapo.
—¡Por el amor de Dios!
—Venga, encanto. Miremos juntas el concurso.
Presionó botón tras botón del mando hasta que el volumen del televisor se hizo ensordecedor. El presentador del telediario no paraba de hablar de Todd Curry, anunciando un informe detallado para las seis. El Lode del día anterior había publicado una foto suya del instituto en la que tenía un aspecto mucho más inocente del que nunca había tenido en realidad. ¿Se trataba de un asunto de drogas que salió mal o es que había un asesino múltiple suelto? «Sintonice “Noticias a las Seis”».
Edie fue a buscar la palangana y lavó el cabello de Gram. Era tan fino y escaso que no le llevó más de unos pocos minutos. Mientras Gram aullaba las respuestas equivocadas al presentador del concurso, Edie le iba poniendo los rulos.
Tiró el agua sucia y, cuando llegó al descansillo, sonó el timbre. Se asustó tanto que la palangana se le cayó al suelo creyendo que se trataba de la policía. Pero, al atisbar por la cortina, el corazón le dio un brinco. «Cuando Eric se presenta en mi puerta, el abismo en el que habito se vuelve súbitamente un valle, un lugar tolerable. Ya no es el pozo profundo y oscuro que imagino cuando él se aleja; toda esa penumbra se convierte en mero producto de mi imaginación. De nuevo vuelven el aire y la esperanza. De pronto, mi pozo insondable se transforma en un lugar donde vale la pena vivir. ¡Si viéseis qué luz se escapa por sus bordes!».