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Acordonar el perímetro de la isla y organizar la vigilancia de veinticuatro horas llevó mucho más tiempo de lo que cualquiera hubiese calculado. Todo lo relacionado con la actividad policial lleva más de lo previsto, y cuando Cardinal llegó a casa, a la una de la madrugada, estaba demasiado alterado para conciliar el sueño. Se sentó en el salón con medio vaso de Black Velvet sin hielo ni agua, y apuntó un par de cosas que debería hacer sin falta al día siguiente. Hacía tanto frío en la casa que ni siquiera el whisky lo hizo entrar en calor.

A aquellas horas, Kelly ya habría llegado a Estados Unidos.

Cardinal la había observado en el aeropuerto mientras subía la primera maleta en la báscula de facturación. Antes de que Kelly pudiera alzar la otra, un muchacho que aguardaba detrás en la cola lo hizo por ella. Kelly era una chica guapa y, como todo padre, Cardinal adolecía de cierto prejuicio acerca de la belleza de su hija: creía que a cualquier persona le parecería objetivamente tan encantadora como a él. Y Cardinal sabía que un rostro bonito —un bien tan preciado como la riqueza o la fama— siempre inducía a los demás a ofrecer su ayuda.

—No hace falta que te quedes, papá —le había dicho ella mientras descendían por las escaleras hacia la sala de espera—. Tendrás cosas más importantes que hacer…

Cardinal no tenía nada importante que hacer.

El aeropuerto de Algonquin Bay había sido diseñado para atender a unos ochenta pasajeros al mismo tiempo, pero rara era la vez que allí se agolpaba una multitud. Había una cafetería minúscula y un quiosco con las últimas ediciones del periódico local, The Algonquin Lode, los periódicos de Toronto y poco más. Padre e hija se sentaron. Cardinal compró The Toronto Star y ofreció una sección a su hija, que la rechazó. La actitud de Kelly le hizo ver que debía guardar el periódico. ¿Para qué quedarse si iba a ponerse a leer?

—¿Ya te has enterado de las escalas? —preguntó—. ¿Tendrás tiempo de llegar a la otra terminal?

—Una eternidad. Pasaré una hora y media en Toronto.

—No es mucho tiempo si tienes que pasar por la aduana norteamericana.

—Me hacen pasar sin siquiera mirarme, papá. Debería dedicarme al contrabando.

—La última vez me dijiste que te habían parado, y que casi no llegas al otro vuelo.

—Fue una casualidad. El oficial de Aduanas era un viejo mandón al que le apetecía dar la lata.

Cardinal se lo imaginaba perfectamente. En algunos aspectos, Kelly se estaba convirtiendo en el estereotipo de jovencita que lo fastidiaba: demasiado lista, demasiado educada y demasiado segura de sí misma.

—No entiendo por qué no hay un vuelo directo de Toronto a New Haven.

—Kelly, cariño, New Haven no es lo que se dice el centro del universo.

—Es cierto, sólo tiene una de las universidades más importantes del mundo.

Una universidad que le estaba costando a Cardinal una fortuna. Cuando Kelly había acabado su licenciatura en Bellas Artes en York, su profesor de pintura le recomendó matricularse en el curso de posgrado de Yale. Kelly nunca creyó que la aceptarían, ni siquiera cuando se presentó a la entrevista en New Haven con su currículum bajo el brazo. Cardinal se había preparado para negarse en redondo, pero no pudo. «Es la escuela de arte por excelencia, papá. Todos los grandes pintores estudiaron allí. Si uno no va a Yale, mejor será que se dedique a la contabilidad». Cardinal se preguntó si era posible. Yale le hacía pensar en esnobs indolentes paseándose con ropa de tenis, le hacía pensar en George Bush…, pero no en pintura ni en pintores.

Sin embargo, preguntó entre sus conocidos, y era cierto. Aquellos que supuestamente sabían del tema se lo aseguraron. Si uno quería ser tomado en serio en el mercado de arte internacional —lo que en realidad significaba «el mercado norteamericano»—, un máster en Yale era indispensable.

—Papá, vete a casa. No hace falta que te quedes.

—Me apetece, de veras.

El muchacho que había ayudado a Kelly con la maleta acababa de sentarse en la hilera de asientos de enfrente. Sí, Cardinal sabía que en cuanto él se retirara el chico ocuparía su asiento con la velocidad de una bala. Se acusó a sí mismo de ser un padre posesivo y un cabrón por alimentar tantos miedos ridículos acerca de las mujeres de su vida. Los mismos temores lo acechaban cuando pensaba en su esposa, Catherine.

—Me alegra que hayas venido, hija. Especialmente cuando aún no ha acabado el trimestre. Creo que a tu madre le ha hecho mucha ilusión.

—¿De veras? No me había dado cuenta. Parece estar muy ausente.

—Se ha alegrado.

—Pobre mamá. Y tú también, no sé cómo lo aguantas. Yo no vengo casi nunca, pero tú convives con su enfermedad a diario.

—Pues es lo que me corresponde. Ya sabes lo que dicen: «En la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad».

—Un montón de gente ya no cree en eso; tú sí, claro. A veces mamá me asusta, debe de ser muy duro para ti.

—Para ella lo es más, Kelly.

Se quedaron callados. El muchacho sacó una novela de Stephen King, Cardinal simuló leer el Star y Kelly perdió la mirada en la pista de aterrizaje vacía, donde las luces iluminaban los remolinos de nieve y las ráfagas de viento. Cardinal deseó que cancelaran el vuelo y que su hija se quedase él un par de días más. Pero Kelly había dejado de sentir afecto Algonquin Bay. «¿Cómo es que no te vas de esta ciudad fantasma perdida, dejada de la mano de Dios?», le había preguntado su hija en más de una ocasión. Cardinal había sentido lo mismo en su juventud, pero diez años de servicio en la policía de Toronto lo habían convencido de que la ciudad fantasma, perdida de la mano de Dios, donde él se había criado, tenía sus virtudes.

Finalmente, el avión aterrizó, un Dash 8 de hélices con capacidad para unas treinta personas. En quince minutos habría repostado y estaría listo para despegar.

—¿Tienes bastante dinero? ¿Y si debes hacer noche en Toronto?

—Deja de preocuparte, papá.

La abrazó. Ella atravesó con su equipaje de mano el control de seguridad —dos chicas uniformadas no mucho más mayores que Kelly— y desapareció por la puerta. Cardinal se desplazó hasta la ventana y la observó con arrobamiento mientras cruzaba la pista en medio de la ventisca. El muchacho la seguía como un perrito, el muy imbécil. Pero cuando llegó al aparcamiento Cardinal, mientras despejaba de nieve el parabrisas con su guante, se maldijo por ser tan papanatas y tan celoso, uno de esos padres sobreprotectores que impedían a sus hijas crecer. Era católico. Un católico descreído que, como todo devoto o renegado, poseía la casi jubilosa habilidad de culparse por sus pecados, aunque no los hubiese cometido.

Mientras el whisky descansaba inacabado sobre la mesa de café, Cardinal se había dejado llevar por sus pensamientos. Agarrotado, se puso de pie y se fue a la cama. En la oscuridad, las imágenes comenzaron a rondarle la mente: los faros sobre la superficie helada del lago, el cuerpo congelado dentro del bloque de hielo, el rostro de Delorme. Entonces pensó en Catherine. Y pese a que el estado de su mujer distaba mucho de rayar en la felicidad, la imaginó riéndose. Sí, pronto se marcharían los dos juntos a algún sitio, a algún lugar alejado de las obligaciones policiales y de sus miserias personales, un lugar donde podrían reír.