17

Dejando torbellinos de nieve a su paso, un autobús giró en torno a la esquina con estruendo y se detuvo en la estación.

Los pasajeros se apearon, con el cuerpo rígido por la inmovilidad durante el viaje. Unos intercambiaron abrazos y otros enfilaron hacia los teléfonos públicos, los demás se lanzaron a toda velocidad hacia la parada de taxis. Un puñado de personas se agolpó en torno al portaequipajes del vehículo, de cuyos compartimientos el conductor comenzó a sacar el equipaje como si asistiera a un parto de cachorros. Los gases del motor diésel se arremolinaban a sus pies.

Le tocó el turno a un estuche con forma de guitarra, el chófer se lo entregó a un joven esmirriado cubierto con un anorak demasiado ligero y que tiritaba de frío. Llevaba el cabello largo y tenía que apartárselo de la cara cada dos por tres. Sus ojos eran redondos; las cejas, altas y arqueadas, como si la vida lo hubiese pillado por sorpresa. Levantó con esfuerzo una mochila enorme y se la puso al hombro, cogió la guitarra y se encaminó hacia la sala de taquillas; necesitó dos para guardar sus pertenencias. Después, cerrándose el cuello del abrigo con la mano, salió al exterior, a la parada de taxis, se inclinó para intercambiar unas palabras con el conductor y a continuación, con un último movimiento de cabeza para apartar de la vista el mechón rebelde, se subió al vehículo.

Era el último taxi de la parada. Sólo había otro vehículo en el aparcamiento de la estación, un Ford Pinto gris estacionado cerca de la entrada principal. Todos los pasajeros llegados de Toronto se habían retirado ya, pero, según salía el taxi del aparcamiento, el Pinto gris, con el motor en marcha y las ventanillas empañadas, permanecía próximo al cartel de «No obstaculice el paso».

El taxi recorrió exactamente cuatro manzanas hacia el centro de la ciudad, giró a la izquierda y dejó al joven en la puerta del restaurante Alma’s. Con la destreza de un funámbulo, colocando un pie cuidadosamente delante del otro, el chico se abrió paso entre los montículos de nieve acumulada durante la ventisca. Se le filtraba por los zapatos: sus botas impermeables habían quedado en la mochila, dentro de la taquilla de la estación.

Era el único cliente del local. En la pequeña pantalla del televisor ubicado detrás de la barra, el Chicago se enfrentaba a los Canadiens. El oso barbudo que le tomó la nota desvió un segundo la vista del partido. Se fue y volvió con la cena. Al oír las celebraciones de los aficionados y la música de órgano que llegaba desde la tele, gruñó:

—Joder, será mejor que no haya marcado el Chicago.

—Me apetecía salir a tomar una cerveza —comentó el muchacho—. ¿Podría decirme adónde va la gente joven de por aquí?

—¿Cómo de joven? ¿De mi edad?

—Más bien de la mía.

—Prueba en el St. Charles. —El oso señaló la dirección con su garra, como un policía de tráfico—. Tuerce en Algonquin y sigue recto dos calles hasta llegar a Main Street. Está en la acera de enfrente.

—Gracias.

El restaurante era lo que uno puede esperar de la recomendación de un taxista: taburetes de vinilo, mesas de formica, plantas de plástico por doquier y, a pesar del nombre, la tal Alma no aparecía por ningún sitio. El muchacho se acodó en la barra y miró hacia la calle desierta. El cartel de neón rojo teñía la nieve que caía de un tono rosado fosforescente. Las probabilidades de hallar un poco de esparcimiento se le antojaron mínimas. Con todo, cuando hubo acabado su hamburguesa, el chico se marchó decidido en busca del St. Charles.

Las personas mayores de Algonquin Bay aún recuerdan la época en que el St. Charles era uno de los mejores hoteles de la ciudad. Durante décadas, su situación en la intersección de Algonquin con Main Street atrajo a visitantes ansiosos por estar en el centro de la ciudad y a turistas deseosos de un acceso fácil al lago Nipissing, a sólo dos calles de distancia en dirección sur. La estación del ferrocarril estaba a menos de cinco minutos a pie. Así que al llegar los pasajeros de Quebec o de Montreal, el St. Charles era el primer edificio de envergadura que divisaban. El St. Charles de antaño se enorgullecía de complacer al cliente y al hombre de negocios con su encanto, excelente situación y servicio de primera.

Lamentablemente, aquellos días de esplendor habían quedado atrás. Cuando ya no pudo con las tarifas ultracompetitivas de franquicias como Castle Inn o el Motel Birches, el St. Charles dividió las habitaciones de las plantas superiores y las convirtió en pequeños apartamentos inhabitables, que hoy en día albergan a viajantes de paso y unos cuantos bichos raros. Todo lo que queda del establecimiento originales el bar de la planta baja, el Salón St. Charles. Desprovisto de toda la elegancia de entonces, el bar se ha convertido en un refugio donde los jóvenes aprenden a beber. Los encargados se limitan a servir jarras enormes de cerveza a sus clientes y a no pedirles jamás el carné de conducir para comprobar su edad.

El recién llegado con el pelo largo respondía al nombre de Keith London. Fumaba, de pie, junto a la barra, al tiempo que paseaba la vista por la sala con la ligera ansiedad de los forasteros. El Salón St. Charles era fundamentalmente un almacén de mercaderías dividido en tres pasillos por dos mesas largas, en las que grupos de adolescentes escandalosos producían un barullo que desafiaba a la imaginación más fértil. A lo largo de las paredes, otras pandillas menos numerosas se agolpaban en mesas del tamaño y la forma de un disco de vinilo. Sobre el dintel de una puerta próxima a la barra, un aviso tallado en madera, vestigio de tiempos pasados, advertía: «Sólo para damas y acompañantes». Una canción de Bryan Adams sonaba a todo volumen en la máquina tocadiscos, y por encima de ella flotaba el turbio nubarrón de cien cigarrillos encendidos.

Keith London acabó su cerveza y debatió consigo mismo si, a pesar de que aquella hamburguesa había sido su única comida desde que había salido de Orillia, sería buena idea pedir otra jarra. Temió que a aquellos cortos tan numerosos seguramente les diese igual la llegada de un joven de otra ciudad. A su izquierda, una pareja discutía en términos poco amistosos las vidas de terceros; a su derecha, un hombre observaba con asombro autista a los jugadores de hockey sobre hielo arremolinándose en la pantalla del televisor. El espíritu aventurero de Keith comenzó a marchitarse.

Se decidió y pidió otra Sleeman. Resolvió que si no ocurría nada interesante antes de terminar de bebérsela, se marcharía al motel que el taxista le había recomendado.

Iba por la mitad de su cerveza cuando un hombre con un abrigo de cuero hasta las rodillas se apartó de la máquina tocadiscos y se dirigió a la barra. Se abrió paso a empujones entre Keith y la pareja de al lado. Cualquiera que quisiera ocultar una escopeta se habría comprado un abrigo como aquél.

—Qué sitio más aburrido —dijo el hombre, señalando el gentío con su cerveza Labatt’s.

—No sé, me da la impresión de que ellos se lo están pasando en grande —respondió Keith mirando hacia el centro del salón, donde las carcajadas eran constantes.

—Los gilipollas siempre se lo pasan bien.

El hombre alzó el vaso de cerveza, lo apretó contra sus labios como si fuera a tocar la tuba y lo vació de un trago.

Keith volvió la cabeza fingiendo un interés repentino por la máquina tocadiscos.

—Puñetero hockey. Si le quitaras el hockey, este país se moriría de aburrimiento.

—Es un juego bastante bueno —repuso Keith aunque yo no sea un fanático.

—¿Sabes por qué los canadienses follan al estilo perro? —preguntó el hombre sin mirar a Keith.

—No.

—Así ninguno de los dos se pierde el partido de hockey.

Keith se alejó de la barra en dirección a los servicios. Mientras se encontraba de cara al urinario oyó a sus espaldas la puerta y el crujir del cuero. Aunque había varios disponibles, el hombre del abrigo se arrimó al mingitorio de al lado. Keith se lavó las manos apresuradamente y salió hacia la sala. Aún le quedaba media cerveza.

El hombre volvió segundos más tarde, pero esta vez le dio la espalda a la muchedumbre. Keith intuyó que aquel tipo lo miraba por el reflejo del espejo que había detrás de la barra.

—Debo de tener cáncer de estómago —dijo el del abrigo—. Me duele algo aquí dentro.

—Qué putada.

Keith sabía que debía sentir pena por aquel tipo pero, por alguna razón, no le importaba.

De pronto se oyó una canción prehistórica de Neil Young. El hombre golpeaba la barra al compás de la música, su puño caía con tal fuerza que hacía saltar el cenicero que Keith tenía al lado.

—Ya sé lo que podríamos hacer —dijo, cogiendo de pronto el bíceps del chico—. Podríamos ir a la playa.

—Ni loco. Debe de hacer unos dos grados ahí fuera.

—¡Dos grados! ¡Huy, qué miedo! Venga, la playa está estupenda en invierno. Podríamos comprar un paquete de seis latas de cerveza.

—No, gracias. Prefiero quedarme donde haya calefacción.

—Era una broma —contestó el hombre intensificando el apretón. Podríamos ir a dar una vuelta en coche hasta Callander. ¿Qué me dices? Mi coche tiene equipo de CD, ¿qué tipo de música te gusta?

—Muchos tipos.

De la bruma se materializó una mujer que le gorroneó un cigarrillo a Keith. De inmediato, el tipo le soltó el brazo y les dio la espalda. Fue como si la llegada de la mujer hubiese roto el maleficio.

Keith ofreció a la mujer uno de sus John Player’s Lights. De no haber iniciado ella la conversación, él jamás se habría fijado en la mujer. Era rellenita, sin pecho, le pasaba algo extraño en la cara: tenía la piel dura y brillante a causa de alguna enfermedad de la piel. Más que una cara parecía una máscara.

—Mi novio y yo estábamos comentando que eres un tipo interesante. No eres de aquí, ¿verdad?

—¿No es obvio?

—Eres interesante. Ven a tomarte una cerveza con nosotros. Nos morimos de aburrimiento.

«Bien, qué importa el aspecto. Esto es lo que uno siempre desea que ocurra y nunca ocurre. Un par de personas amistosas que de muestran un interés sano por otra persona», se dijo Keith a sí mismo. Y lamentó por dentro la crítica severa a la que había sometido a la mujer.

Ella lo acompañó hasta la parte de atrás de la máquina tocadiscos, a una mesa situada en una esquina, donde un hombre de unos treinta años despegaba la etiqueta de una botella de su cerveza Molson como si se tratara del procedimiento más importante del mundo. Al notar que se acercaban, levantó la vista. Antes incluso de que hubieran tomado asiento preguntó:

—¿Y? ¿Es o no es de Toronto como te dije?

—Sois asombrosos —manifestó Keith—. Hace una hora que llegué de Toronto.

—No es demasiado asombroso, la verdad —respondió la mujer mientras observaba a su novio servir una cerveza en tres vasos—. Tienes un aspecto demasiado guay para este bar de mala muerte.

Keith se encogió de hombros.

—No está tan mal. El tío de la barra sí que era raro.

—Eso nos pareció —dijo él tranquilamente—. Pensamos que alguien tenía que ir a rescatarte.

—¡Vaya! ¡Tenéis cigarrillos!

Ella salió al paso.

—Era lo único que se me ocurrió para presentarme. Hablar con extraños no se me da nada bien.

Su novio encendió un Export «A» y ofreció el paquete con una ligera sacudida de la muñeca. No era muy bien parecido. Llevaba el pelo repeinado hacia atrás, era oscuro y se le levantaba al llegar a la coronilla, como si acabara de salir de su etapa punk y ahora quisiese adoptar un aspecto más maduro. Su piel era de una palidez tal que, por debajo de los ojos y sienes, se le traslucían las venas. Su mirada de hurón le afeaba un poco el rostro, pero la postura agazapada y cierta intensidad en sus movimientos, sirviendo una cerveza u ofreciendo un cigarrillo, dispararon la imaginación de Keith.

Su plante parecía expresar que tendría cosas mucho más importantes que hacer de un momento a otro, pero que por ahora se conformaba con servir una cerveza y ofrecer un pitillo. Era una actitud cautivadora, y Keith no tardó en preguntarse qué hacía él con esa mujer de cara de fibra de vidrio.

—Pues os perdono que me hayáis mentido —dijo de buen humor—. Por cierto, me llamo Keith.

—Edie. Él es Eric.

—Eric y Edie. Qué guay.

Tras la segunda jarra de cerveza, a Keith se le desató la lengua. Una debilidad de la que era plenamente consciente pero que no podía evitar. «Eres un perico parlanchín», solía decirle a veces su novia, burlándose de él. Contaba a Eric y a Edie que acababa de terminar el instituto y que ahora se tomaba un año sabático para recorrer el país antes de ir a la universidad. Ya había viajado por el este y ahora iba sin demasiadas prisas con destino a Vancouver. Luego comenzó a hablar de política y de economía. Les hizo saber su opinión acerca de Quebec y ahora soltaba no sé qué rollo acerca de la región pesquera del Ártico. «Dios santo, qué bocazas que soy —pensó—. Que alguien me pare, por favor».

—¿Y Terranova? —Se oyó decir—. Eso sí que es un desastre, tío. La mitad de la provincia está en el paro porque nos hemos zampado todo el pescado. ¿Te lo puedes creer? ¡No queda un puñetero bacalao! Si no fuera por el petróleo, la isla entera se iría al paro. —Se apartó el cabello de la cara para enfatizar sus palabras—. ¡La isla entera!

La pareja no se cansaba de él en absoluto. Edie mantenía la cara en las sombras, probablemente para ocultar esa piel tan rara, pero disparaba pregunta tras pregunta. Eric, por su parte, hablaba de vez en cuando, preguntando esto o lo otro, y allá iba Keith soltando otra opinión, otro informe. Era como una entrevista.

—¿Qué te ha traído a Algonquin Bay, Keith? —preguntó Edie—. ¿Conoces a alguien aquí? ¿Tienes algún pariente en la zona?

—No. Mi familia vive en Toronto. Viven allí desde hace siglos. Son anglicanos, de la vieja escuela, ya sabes.

Edie asintió, aunque a Keith se le ocurrió que ella no había entendido la aclaración. Edie no paraba de acercarse la mano a la cara ni de cubrírsela con el pelo, usándolo de cortina.

—No hay ninguna razón para quedarme aquí, la verdad —les explicó—. Un amigo mío estuvo por aquí hace un par de años y me dijo que se lo pasó muy bien.

—¿No te recomendó a ningún amigo que te pueda alojar? No irás a quedarte en un hotel…

—Pensé en hospedarme en el Birches. El taxista me dijo que no estaba nada mal y que no era caro.

Le hicieron más preguntas acerca de Toronto, del crimen, de todas las películas que allí se rodaban. Que cuáles eran las bandas más conocidas. Que dónde estaban los clubes de moda. Que cómo aguantaba las aglomeraciones, el ritmo frenético y el metro. Aparecieron más jarras de cerveza y más paquetes de cigarrillos. Era el tipo de situación cordial que a Keith le encantaba: los tres congeniando a tope, justamente lo que hacía que viajar resultase tan estimulante. Edie parecía dejar el campo libre cada vez que Eric decía algo. Keith empezó a comprender lo que él veía en ella: la adoración que le profesaba.

—Hemos pensado en visitar Toronto —comentó Edie durante la conversación—, pero es muy caro. Lo que cobran los hoteles de allí es abusivo.

—Quedaos conmigo —dijo Keith—. Yo calculo que regresaré en agosto a más tardar. Os podríais quedar en mi casa. Os mostraría la ciudad. Nos lo pasaríamos de miedo, tíos.

—Es muy generoso por tu parte.

—Dadlo por hecho. ¿Tenéis un papel? Os apuntaré mi dirección.

Eric, que hasta entonces había permanecido casi inmóvil, sacó una libreta pequeña del bolsillo y le entregó un bolígrafo.

Mientras Keith apuntaba la dirección, teléfono, correo electrónico y cualquier otra seña que se le ocurriera, Edie y Eric comentaban algo entre susurros. El chico arrancó la hoja de papel y se la pasó a Eric, que la estudió detenidamente antes de metérsela en el bolsillo. Entonces dijo Edie, decidida:

—Tenemos un cuarto para visitas. ¿Por qué no te quedas con nosotros, Keith?

—Oye, no estaba a la pesca de alojamiento gratuito.

—Claro que no. Ya lo sabemos.

—Muchas gracias por la invitación, pero no sé qué decir. No quiero que lo hagáis por compromiso. ¿Estáis seguros de que os apetece o es que sois así de educados?

—No somos educados —dijo Eric perdiendo la vista en su cerveza—. Nunca actuamos con educación.

Edie intervino:

—Es muy fácil estancarse en la rutina, Keith, especialmente aquí en el norte. Sería muy interesante que te quedaras con nosotros. Nos harías un favor, es tan interesante oír tus opiniones acerca del país…

—Refrescante —añadió Eric—. Fascinante, incluso.

—Pareces tener un don especial para comprender a la gente, Keith. Quizá sea por haber viajado tanto, ¿o es que naciste así?

—No, no he nacido con ese don —pontificó Keith levantando el dedo.

«Qué horror —se dijo—. Oye cómo habla a través de ti toda esa cerveza Molson que has bebido, colega». Mas no pudo contenerse y siguió parloteando acerca de lo ignorante que había sido. Pero que no tenía tanto que ver con haber viajado sino con la experiencia obtenida de sus relaciones con chicas, maestros, amiguetes de la universidad. Con ellos había aprendido mucho acerca de sí mismo, y cuando uno aprende sobre uno mismo también aprende sobre los demás.

De repente, Eric se echó hacia delante. Después de semejante inmovilidad, aquello podía considerarse un gesto casi dramático.

—Tienes un aire como de artista —le confió—. Debes de ser una especie de artista o algo así.

—No te equivocas, Eric. Soy músico. Aún no soy un músico profesional, pero no soy malo.

—Claro. Tenías que ser músico. Apuesto a que tocas la guitarra, ¿a que sí?

Keith frenó el vaso a medio camino entre la mesa y su boca. Lo bajó con lentitud, como si se tratara de un objeto extremadamente frágil.

—¿Y cómo sabes que toco la guitarra?

Eric echó un poco más de cerveza en el vaso de Keith.

—Por tus uñas. Las llevas largas en la mano derecha y cortas en la izquierda.

—Diablos, Edie, estás casada con todo un Sherlock Holmes.

¿Estaban casados? No recordó que lo hubiesen mencionado.

—Resulta que tengo un equipo de grabación —dijo Eric tomándose su tiempo. Si tienes tanto talento como crees, podríamos grabar una maqueta. Nada demasiado elaborado, es sólo un casete, un portaestudio de cuatro pistas.

—¿Cuatro pistas? Sería genial, nunca he hecho algo parecido.

—Podemos grabarte a ti y a la guitarra en dos pistas, luego mezclarlas en una sola y eso te dejaría tres más para agregarle teclas, bajo, batería o lo que tú quieras.

—Fantástico. ¿Has hecho muchas grabaciones?

—Algunas. Pero no me dedico a eso profesionalmente.

—Ni yo tampoco. Pero me encantaría grabar. No estás bromeando, ¿verdad?

—¿Bromear? —Eric se reclinó en la silla—. Yo nunca bromeo.

—Se lo toma muy en serio —intervino Edie—. Tiene dos aparatos, uno de casete y otro de bobina. Cuando Eric hace una grabación, siempre se convierte en una grabación especial.