15
—Quería preguntarle a la doctora Gant qué hacía una mujer como ella en un lugar como éste, pero no creo que le hubiese hecho gracia.
—Claro que no —respondió Delorme—. Y a mí tampoco.
—Una mujer tan joven debería ser internista o cardióloga. ¿Por qué iba a querer pasarse la vida rodeada de cadáveres?
—Hace lo mismo que tú, Cardinal: intenta pillar a los tipos malos. Yo no le veo nada de misterioso.
Se encontraban en los laboratorios de la Policía Científica, situado detrás del Juzgado de Instrucción. Habían ordenado revisar la casete en busca de huellas dactilares y ahora se dirigían al laboratorio.
Setevic, encorvado ante un microscopio, ni siquiera levantó la vista.
—He encontrado un cabello y no pertenece a la víctima. Es castaño y mide unos ocho centímetros. Su dueño es de raza blanca, probablemente un hombre.
—¿Qué me puedes decir de la fibra?
—Roja, del tipo trilobal.
—Entonces se trata de nuestro amigo —dijo Cardinal.
—No podemos saberlo.
—La probabilidad de dos asesinos distintos en la zona de Algonquin Bay y, por si fuera poco, con alfombras rojas, es sencillamente nula.
—Pero podría ser que Todd Curry pasara cierto tiempo en el mismo lugar que Katie Pine —se inmiscuyó Delorme—. O quizás en el mismo coche, ¿no es cierto?
Setevic negó con la cabeza y esbozó una sonrisa.
—Con esto no lo vais a atrapar. Es un tipo de alfombra muy común, se usa en sótanos, patios y, si puedo hablar con sinceridad, diría que en casi cualquier superficie. Y no sólo aquí, en Estados Unidos también. Ya os lo había dicho cuando lo de la chica Pine. Hacedme caso, por favor; asumid que no soy ningún estúpido. ¿Me habéis traído algo más? ¿Qué hay en la bolsa?
—Necesitamos oír lo que hay aquí —dijo Cardinal, y le entregó la bolsa de papel.
Setevic miró dentro detenidamente.
—¿Ya habéis comprobado si tenía huellas?
—Tus compañeros del otro edificio levantaron una huella parcial. El ordenador está realizando la búsqueda ahora mismo, pero no nos hacemos muchas ilusiones. ¿Por casualidad tienes por aquí un radiocasete?
—No es muy bueno…
—Nos trae sin cuidado. Sólo queremos saber si tiene algo grabado.
Setevic los condujo a un despacho donde compartía la falta de espacio con otros dos químicos. Toda superficie utilizable se hallaba cubierta por publicaciones científicas.
—Disculpen el desorden. Sólo venimos a redactar informes, y a veces a telefonear.
De un cajón sacó una grabadora portátil Aiwa, tan sucia y pequeña que daba pena. Apretó el botón: la voz de una mujer de mediana edad dictaba un informe de biología: «… la muestra evidenció un aumento de leucocitos, indicando un estado avanzado de…». La voz se arrastró, cada vez más lenta, y finalmente se detuvo.
—¡Mandy! —gritó Setevic a través de la puerta—. ¡Mandy! ¿Quedan pilas pequeñas?
Una asistente acudió con un paquete de cuatro pilas y se lo entregó. Durante unos instantes observó al químico bregar por abrir la tapa posterior del aparato y por fin extendió la mano. Sus uñas estaban perfectamente manicuradas. Él le entregó la grabadora y ella, con movimientos expertos, quitó la tapa posterior, sacó las pilas viejas y colocó las nuevas. Presionó la tecla de reproducción y la voz reanudó el informe de biología a la velocidad adecuada.
—Te doy las gracias en nombre de las fuerzas de la ley y el orden.
Cuando Mandy cerró la puerta tras de sí, Setevic miró a la asistente y levantó las cejas.
—¿Crees que ya se habrá enamorado de mí? —preguntó a Delorme.
—Te odia.
—Lo sé. Lo atribuyó a mi encanto eslavo. —Introdujo la cinta en la grabadora y presionó el botón—. ¿Tenéis idea de qué hay grabado aquí?
—No. El Unplugged de Aerosmith, imagino.
La cinta comenzó a girar.
Se oyó una serie de clics. Alguien soplaba en el micrófono y daba unos golpecitos para comprobar que el aparato funcionaba.
Delorme y Cardinal se miraron e inmediatamente desviaron la vista hacia otro lado. «Mejor no entusiasmarse», se dijo Cardinal. Podría ser cualquier cosa. Pudo haberlo grabado cualquiera. Ni siquiera tenía por qué estar relacionado con Todd Curry. De pronto, Cardinal se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
Más chasquidos, el frufrú de una tela. Después, la voz de un hombre. Una voz enfadada, alejada del micrófono, decía algo apenas audible.
Pegada al micrófono, una chica decía temblorosa: «Tengo que volver. He quedado en un lugar a las ocho. Me matarán si no acudo».
Pasos pesados. En segundo plano empezaba a oírse música; el final de un tema de rock. Apenas audible: «… O me voy a cabrear».
«Ahora no puedo. Quiero irme».
La voz del hombre, demasiado alejada para discernir lo que dice: «[Inaudible]… unas fotos».
«¿Por qué tengo que ponerme esto? No puedo respirar».
«[Indescifrable]… antes lo hagas antes te podrás largar».
«No me pienso quitar la ropa».
Pasos decididos se acercan al micrófono. Varias bofetadas, como las detonaciones de una pistola. Gritos, llantos y después sollozos apagados.
—Hijo de puta —dijo Cardinal.
Delorme giró la cabeza hacia la ventana, fijando la vista en edificio de apartamentos al otro lado de Grenville Street, como si repentinamente le suscitara un profundo interés.
La música de fondo ahora era de los Rolling Stones.
Varios chasquidos lejanos.
—Quizá sean los clics de la cámara —comentó Delorme con los ojos clavados en la ventana.
La joven: «Déjeme ir. Le prometo que no se lo contaré a nadie. Haga sus fotos y déjeme ir. Le juro por Dios que no contaré nada a nadie».
«… que no tenga que repetírtelo…».
«¡Por qué no me hace caso! Tengo que ir a un sitio. Tengo ensayo con la banda, ¡es muy importante! Hay un concierto en Ottawa y si no llego llamarán a la policía. Se va a meter en un buen lío, ¡estoy tratando de ayudarlo!».
[Inaudible.]
«¿Dónde? En la Reserva Chippewa. Pero mi padre es policía. Está con la Policía Provincial. Se lo advierto. Se va a poner furioso».
[Inaudible.]
«No. No quiero hacerlo, ¡no lo haré!».
Pasos que se acercan. Crujido de una tela. La chica, descontrolada: «¡No, por favor! ¡No, por favor! ¡No, por favor! Tengo que estar allí para ensayar antes de las ocho. Porque si no…». Un sonido rasgado, probablemente se trate de cinta adhesiva. Su voz, un gimoteo ahogado.
Más clics.
La música de fondo pertenece a una conocida vocalista.
Lloriqueos apagados.
Más clics.
Más clics.
Crujido de una tela.
Cerca del micrófono, un hombre tose.
Más frufrú de tela.
Noventa segundos de silencio.
Un chasquido final que indica que han apretado la tecla de parada.
El resto de la cara A estaba virgen, la cara B también. Cardinal, Delorme y Setevic aguantaron media hora de siseos para asegurarse.
Los tres se sumieron en un profundo silencio y pasaron varios minutos antes de que alguien volviese a hablar. Cardinal abrió la boca y en cuanto oyó su voz sintió que lo aturdía.
—¿Conoces a alguien en el Departamento de Documentación que nos pueda ayudar con esto?
—¿Qué…? Eh…, no… —Setevic seguía conmocionado.
—Porque lo que acabamos de oír es la muerte de una niña, y quiero sacar cuanta información pueda de esta cinta. ¿Así que no conoces a nadie de Documentación?
—¿Documentación? Los peritos de Documentación se dedican a verificar impresos y caligrafía; ya sabes: falsificaciones, timos, cosas así. Pero te…
Setevic empezó a toser. Después carraspeó.
«Es un tipo grande, con aspecto de saber cuidarse solo», diagnosticó Cardinal. Pero aun así el contenido de la cinta le había afectado.
—Te daré un número de teléfono —dijo el químico al fin—. Es de un tipo que suele trabajar para la PPO.
El nuevo cuartel general de la Canadian Broadcasting Corporation estaba en Front Street. Las flamantes instalaciones de la compañía de radiodifusión más importante de Canadá habían costado una fortuna, y Cardinal pronto comprendió por qué.
Al atrio lo bañaba una luz suave que provenía de una claraboya situada ocho plantas más arriba. Se extendía como un parque interior con su profusión de árboles. Bajo los pies de los visitantes relucía el mármol. Así que era allí donde habían ido a parar los dólares de sus impuestos.
Una recepcionista hermosa y radiante condujo a Cardinal y Delorme hasta el ascensor. Hombres pálidos y apolíneos cruzaban los corredores como exhalaciones. La recepcionista los guió a través de una sucesión de estudios hasta llegar al final del pasillo, abrió una puerta carmesí y los tres pasaron a una sala de grabación tenuemente iluminada.
Frente a una consola de control de sonido, se apoltronaba un hombre. Vestía americana de pata de gallo y llevaba cascos. Su camisa blanca e impecablemente planchada parecía recién sacada del envoltorio. Al cuello llevaba anudada una pajarita amarilla muy señoril. Cardinal no había visto a nadie tan pulcro en toda su vida.
La recepcionista anunció a los visitantes casi a voz en grito para que el hombre pulcro la oyera.
—Sus amigos los policías, Brian.
—Gracias. Siéntense. Enseguida estoy con ustedes —dijo sin alzar la voz, como suelen hacer la mayoría de los que usan auriculares.
Los detectives se sentaron a espaldas del hombre, en unas butacas giratorias de respaldos altos.
—Ahhh —ronroneó Delorme—. Nos hemos equivocado de oficio.
En el estudio flotaba un fuerte aroma a moqueta recién instalada, hasta las paredes habían sido revestidas. Aquella atmósfera amortiguaba los sonidos hasta convertirlos en silencio.
Durante los siguientes cinco minutos observaron las pálidas manos del técnico de sonido revolotear por encima de los controles, unas veces deslizando un regulador y otras dándole un pellizco a alguna perilla.
Luces y gráficos destellaban a lo largo de toda la consola. La cara del técnico se reflejaba en el cristal vertical que los separaba de la pecera de grabación; su expresión seria y abstraída flotaba sobre los innumerables artilugios como una inteligencia incorpórea.
La entrevista que sonaba por los altavoces parecía no tener fin; las voces ásperas de dos hombres parloteaban sobre el federalismo. Delorme miró hacia el techo y giró el dedo índice delante de la boca indicando que aquellos dos individuos estaban soltando un rollo. Las voces se apagaron por fin, el técnico giró su butaca y extendió la mano hacia el vacío.
—Brian Fortier —se presentó.
Su voz poseía la sonoridad y la proyección de un profesional. Dejó la mano extendida unos segundos. Fue entonces cuando Cardinal cayó en la cuenta de que Brian Fortier era ciego.
El detective le estrechó la mano, presentándose a sí mismo y a Delorme.
Con su pulgar gordezuelo, Fortier señaló unas cintas.
—Tenía que limpiar unas grabaciones de archivo para poder ser emitidas dentro de unos días. Eran John Diefenbaker y Norman DePoe. Dos charlatanes de mucho cuidado.
—¿Ése era Diefenbaker? —preguntó Cardinal sorprendido—. Cuando yo era niño, ese tipo transformó mi pueblo en un arsenal nuclear.
—O sea, que usted es de Algonquin Bay.
—¿Usted también es del norte? —intervino Delorme.
—No. Yo soy un chico del valle de Ottawa.
Fortier chapurreó un par de frases en francés que Cardinal no pudo seguir, pero que hicieron que Delorme se relajara. Fortier dijo algo que la hizo reír. Hasta el final del instituto, Cardinal había batallado con el francés, pero no le sirvió de nada en Toronto, así que cuando regresó por fin a Algonquin Bay ya lo había olvidado casi todo. «Tendría que hacer un curso intensivo en la Universidad del Norte —se repitió por decimocuarta vez—, pero soy un vago y un cabrón».
—La PPO dice que tienen una cinta para mí.
Cardinal extrajo la casete del sobre.
—El contenido no puede salir de esta habitación, señor Fortier. ¿Está de acuerdo?
—«Secreto de sumario». Ya me sé la cantinela.
—Lo siento, pero tendrá que utilizar estos guantes de látex cuando la toque. Fue hallada en un…
Una mano pálida se alzó para interrumpir el discurso.
—No me diga nada. Les seré mucho más útil si la información me es completamente ajena. Deme los guantes.
Se los puso y cogió la cinta. Los detectives contemplaron cómo sus dedos la palpaban, volteándola en un sentido y en otro. Parecían detenerse a sentir y pensar como si fueran seres independientes.
—Está protegida contra copia. No sé qué contendrá, pero alguien no quería que grabaran encima. Todas las casetes son casi idénticas por fuera, ¿qué marca es ésta?
—Denon, de treinta minutos. Dióxido de cromo. Sabemos que es un tipo de cinta común, fácil de adquirir en casi cualquier establecimiento.
—Es probable que no la haya en los pueblos pequeños, pero si en una ciudad como Algonquin Bay. No se trata de un producto barato. Cuesta cinco veces más que la casete más económica del mercado, a lo mejor más.
—¿Diría usted que entra en la gama de productos profesionales?
—Un profesional de la grabación, un ingeniero de sonido, o cualquiera que sienta pasión por la calidad, no usaría una casete, por la sencilla razón de que busca mayor velocidad y flexibilidad, y eso se lo brinda un equipo multipistas. Pero eso depende del tipo de trabajo, naturalmente. Ahora bien, si yo me decidiese por este formato, seguramente elegiría una Ampex o Denon. Pero como les acabo de decir, pueden conseguirse en cualquier parte.
—Pudo haberla robado, ¿no? —preguntó Delorme.
—Las tiendas al por menor suelen exponerlas detrás del mostrador, o al menos pegadas a la caja registradora.
Durante un instante, Fortier movió su cara regordeta de un lado a otro, como olisqueando en busca de un aroma perdido.
—¿Qué hace? —preguntó Cardinal ¿Qué le ocurre?
—Empiezo a tener dudas. Le dije que un profesional no usaría una casete. Me refería a un profesional de la grabación. Pero los músicos las usan constantemente. Si un músico grabara su maqueta en una cinta, utilizaría una casete de alta calidad como ésta. También existen los llamados «estudios portátiles» diseñados para el formato casete: marcas como Tascam o Fostex. El sonido que se obtiene no es limpio, pero ¿desde cuándo importa eso en la música pop?
—¿Y qué me dice de los cómicos que hacen monólogos? Ellos también tienen que entregar maquetas.
—Los humoristas envían vídeos, porque es importante ver cómo se mueven en el escenario. Pero para los locutores de radio, por ejemplo, enviar casetes es lo más normal del mundo. Podría tratarse de alguien así.
Fortier abrió la platina de la consola e introdujo la cinta. Delorme y Cardinal observaron su espalda mientras escuchaban la cinta de principio a fin una vez más. En el equipo profesional todo sonaba con mayor claridad y, como una imagen a la que se le ajusta el foco, paulatinamente iba ganando en definición. Fortier ajustaba diales y perillas. El cuero de su asiento crujía si se inclinaba hacia un lado o hacia otro, mientras sus manos revoloteaban sobre la consola como picaflores.
—Se nota cierto deterioro. Obviamente, no la han guardado en condiciones óptimas.
—Por no decir algo peor.
Gracias al esmero de Fortier, el siseo de la cinta desapareció casi por completo. En poco tiempo, la voz de Katie Pine sonó como si estuviese con ellos en la habitación. Al oír tan de Caca el miedo de la niña —sus intentos por persuadir al Captor y el cuento del padre policía—, Cardinal tuvo que hacer de tripas corazón para no ponerse a gritar. A medida que identificaba los sonidos, Fortier ladeaba la cabeza como un spaniel.
—Es la voz de una chica, de unos doce o trece años. Con ese acento tiene que ser india.
—Cierto. ¿Qué me puede decir del hombre?
Fortier presionó la tecla de pausa.
—Está muy lejos del micrófono, no puedo identificar su acento con precisión. Desde luego, ni es francés ni francófono; el valle de Ottawa queda descartado. Aunque es probable que provenga del sur de Ontario. No tiene esas vocales alargadas, horribles, que son tan habituales en el norte. No puedo decirles mucho más, está demasiado lejos del micrófono.
Cuando la cinta se terminó, Fortier quiso expresarse a toda prisa, por miedo a olvidarse de algo importante si se detenía para respirar.
—Ante todo: esta grabación fue hecha con un aparato y un micrófono bastante buenos.
—Volvemos a la hipótesis del profesional.
Fortier negó con la cabeza, impaciente.
—De ninguna manera. Ha colocado el micro de tal forma que capta mucho sonido ambiente. Un profesional acerca cuanto puede el micro a la fuente.
—¿Puede decirnos algo sobre el lugar donde fue realizada la grabación?
—Déjeme escucharla una vez más. Antes ecualicé el sonido para resaltar las voces; ahora haré lo mismo con el sonido de fondo.
Bajó algunos de los reguladores deslizantes de la consola y subió otros, pero su dedo se detuvo antes de presionar la tecla de reproducción.
—Detective, sepa que éstos son los sonidos más horribles que he escuchado nunca.
—Me hubiera preocupado que no lo creyera así.
De inmediato, Fortier pulsó la tecla de pausa.
—Hay algo que quizá yo pueda oír y ustedes no. Se trata de una habitación pequeña, casi vacía, con suelo de madera noble. Puedo distinguir la reverberación de sus taconazos. Le había dicho que el suelo es de madera noble… Ah, sí, las suelas son de cuero y tiene tacones anchos, a lo mejor son botas tejanas.
Como un hilo de voz, surgió lejana la voz de Katie, pero los pasos, el frufrú de la tela y las bofetadas sonaban con saña en la sala oscura.
—Hay poco tráfico en la calle. He oído un coche y un camión. ¿En cuánto? ¿En quince minutos? No está cerca de una autovía. Por cierto, la casa es antigua. Cuando pasa el camión, se oye la vibración de los cristales de las ventanas.
—Yo no la he oído —replicó Delorme.
—Yo sí. Si soy ciego como un topo, necesito un oído a la altura de las circunstancias. Ahora está haciendo fotos. —Pulsó el botón de pausa—. Les daré una idea aleatoria: haga copias sonoras del obturador y del mecanismo de bobinado. Después grabe los de otras cámaras hasta que dos de ellos coincidan.
Delorme echó un vistazo a Cardinal.
—Es una buena idea —dijo.
Fortier seguía concentrado.
—Por razones obvias, no soy un entendido en cámaras fotográficas, pero el mecanismo corresponde a una máquina anticuada. No tiene ni servomotor ni avance automático, y no hay duda de que el clic es mecánico, no electrónico. Probablemente se trate de tecnología de mediados de la década de los setenta. El obturador tarda en cerrar, por lo que allí debía de haber poca luz, lo cual sugiere, una vez más, horas nocturnas.
—Bien pensado, señor Fortier. Continúe, por favor.
Fortier rebobinó la cinta y la hizo sonar de nuevo.
—No estoy del todo seguro, pero diría que están en una planta baja. Tanto el ruido del coche como el camión dan la impresión de provenir de abajo, pero no demasiado.
—¿Realmente puede asegurarlo?
—Una de las primeras cosas que un ciego aprende es a prestar suma atención a los motores de combustión interna.
—¿Y la música? Conocemos la fecha aproximada de su muerte. Si se averigua qué radio emitió esas canciones en ese orden, sabremos el día y la hora exacta en que asesinaron a Katie.
—Siento decepcionarla, detective Delorme, pero no creo que esa música venga de una radio.
—Pero los intérpretes eran distintos.
—Puedo enumerárselos: Pearl Jam, los Rolling Stones y Anne Murray. Seguramente ustedes conocen ese álbum de los Stones, y yo puedo decirles en qué discos aparecen los otros temas. Pero antes debo decirles dos cosas: una, es una selección rara. Los dos primeros temas podrían pincharse uno detrás del otro, pero sería muy peculiar seguir a los Rolling Stones con Anne Murray. Dudo que ninguna radio se atreviera. Dos, el silencio entre tema y tema se prolonga demasiado para que se trate de una emisora de radio. Ninguna emisora, ni siquiera las del norte, se permitiría silencios tan largos.
—Pero no se oye el cambio de discos. Él se aleja hasta el aparato, le da a un botón y la música comienza a sonar.
—Mi suposición, diría que algo más que una suposición, es que es una selección casera.
—Es decir, que quizás haya sacado los elepés de la biblioteca.
—Es un CD. Incluso a través de dos grabaciones magnetofónicas consecutivas puedo notar ese brillo electrónico típico, una especie de pátina ordinaria que lo aplana todo. Eso sin mencionar la falta de rayones y saltos. Es cierto, mucha gente saca música de las bibliotecas y la graba. Hace que los ejecutivos de las discográficas se pongan como locos.
—Pero si la grabadora la usa para grabar lo que sucede en la habitación, ¿cómo es que...?
—Buena observación, detective Delorme. Debió de haber utilizado dos grabadoras.