12
Delorme se preguntaba si Cardinal habría hecho algún progreso en la investigación. Le ponía de muy mal humor tener que dedicarse a casos de robo sin importancia cuando en algún lugar había un asesino suelto. Después de haber desperdiciado media mañana revisando la extensa ficha de Arthur «Woody» Wood, Delorme pensó en las ganas que tenía de pillar al tipo que mató a Katie Pine. Quizá sólo una mujer podía imaginar un castigo como el que ella deseaba para aquel asesino de criaturas. Con treinta y tres años ya cumplidos, había pasado muchas horas fantaseando con tener un niño, aunque debiese criarlo ella sola. La mera idea de que alguien pudiese apagar una vida tan joven le producía una rabia apenas controlable.
Pero ¿iban a darle la oportunidad de encontrar a aquel monstruo malvado, enfermo, asqueroso y repulsivo? No, no se la darían. Todo lo contrario, la enviaban a interrogar a Arthur «Woody» Wood, la estrella de los delitos menores. Delorme le había seguido los pasos en un coche particular mientras él bajaba por Oak Street. Woody aceleró para no tener que esperar el cambio de semáforo y ella lo detuvo por la imprudencia de «cruzar con el semáforo en ámbar». Al registrar el vehículo del sospechoso, descubrió en el asiento del acompañante un amplificador Macintosh, de tubos, toda una joya. Delorme le leyó la descripción del objeto robado allí mismo, en la calle, directamente de su libreta. Tenía apuntado hasta el número de serie.
—Vale —dijo Woody mientras Delorme lo sacaba del calabozo—, supongamos que, por alguna razón incomprensible, me pilla por este robo insignificante. No creo que esto vaya a significar una condena de por vida, ¿usted sí, agente Delorme? Será francófona, digo yo. Durante toda la escuela primaria intentaron enseñarme francés, pero por algún motivo no se me quedaba. La señorita Bissonette, ¡qué tipeja! Era una nazi. Dígame, ¿usted está casada?
Delorme hizo caso omiso de su cháchara.
—Espero que no hayas vendido el resto del botín, Woody. Es probable que, además de pasarte diez años en Kingston, tengas que devolverlo todo. ¿Y si no pudieras? Devolver lo robado sería un bonito gesto. Te facilitaría las cosas.
No es frecuente cruzarse con criminales simpáticos. Cuando sucede, los policías lo agradecen de veras. Arthur «Woody» Wood era un hombre joven y un auténtico seductor. Lucía patillas largas algo pasadas de moda, que le daban el aspecto de un cantante rockabilly de los años cincuenta. Su andar despreocupado y danzarín y sus hombros desdeñosos hacían bajar la guardia a todo aquel que tuviera que tratar con él, especialmente a las mujeres (hecho que Delorme estaba descubriendo en aquel preciso instante). La detective libraba una guerra contra su propio cuerpo: «No, de ningún modo vas a reaccionar así ante el atractivo de este chorizo de tres al cuarto. No te lo voy a permitir».
Mientras llevaba a su detenido a la sala de interrogatorios, Woody saludó escandalosamente a la sargento Flower y entabló con ella una conversación muy amena. Flower siguió cotorreando hasta que se topó con la cara de poquísimos amigos que le ofreció Delorme. Woody tampoco pudo evitar saludar a Larry Burke, que acababa de entrar. Burke lo había detenido seis años atrás con una radio de automóvil en la mano. «La estoy instalando», había confesado Woody.
—Escúchame bien —le advirtió Delorme una vez en la sala.
Alguien había dejado sobre una silla un ejemplar de The Toronto Star. Woody lo cogió de inmediato.
—No me puedo creer las metidas de pata de los Leafs, colega. Es como si el equipo al completo tuviese pulsiones autodestructivas. Qué ansia más nociva.
—Escúchame bien —repitió Delorme quitándole el periódico, cuyo titular anunciaba: NO HAY PISTAS SOBRE EL ASESINO DE WINDIGO—. Esos robos de Water Road me dan urticaria, ¿me entiendes? Te tengo pillado por el trabajito de Willow Drive, pero sé que los otros también son obra tuya. Así que ¿por qué no nos ahorras un montón de tiempo y esfuerzo a ambos y confiesas al menos la autoría de uno de ellos? Quizás así me olvide de los otros.
—No sé de qué me habla.
—Declárate culpable de uno. Es todo cuanto te pido. Veré qué puedo hacer. Sé que también cometiste los otros robos.
—Pare el carro, agente Delorme. Usted no sabe si esos robos los cometí yo.
La sonrisa de Woody era de una luminosidad beatífica, no delataba malicia o sospecha de ningún tipo: los hombres honestos deberían sonreír como sonreía él.
—Usted se está permitiendo exagerar, ni más ni menos. Si sospecha que cometí alguno de esos robos sin resolver, lo comprendo. Es de dominio público que suelo relacionarme con objetos ajenos, no lo voy a negar. Pero sospechar es muy distinto de saber. Entre su sospecha y su certeza yo podría pasar al volante de un camión Mack.
—Hay otra cosa, Woody. Supón que hubiera testigos, ¿qué harías entonces? Supón que alguien viera una furgoneta Chevy alejarse del concesionario Motor Court de Nipissing.
El dueño del motel no había logrado distinguir al conductor, pero sí pudo ver a alguien alejándose en una Chevy parecida a la de Woody. Faltaban tres mil dólares en televisores. Nada de joyas.
—Pues si me vieron, imagino que tendría que someterme a una rueda de identificación. Usted es soltera, señorita Delorme, ¿no es cierto?
—Supón que identificaron tu furgoneta, Woody. Supón que tienen la matrícula.
—Si tiene la matrícula, será mejor que me cuelgue el muerto a mí. Yo diría que es soltera, tiene ese aire de persona soltera. Créame, agarre Delorme, debería casarse. Yo no sé lo que haría sin Martha y Truckle. La familia y los niños reducen a la mitad el estrés de la vida diaria y duplican las alegrías. Es lo único que realmente vale la pena, y no se olvide de que un policía está sometido a mucho estrés.
—Intenta prestar atención, Woody. Una furgoneta Chevy fue vista alejándose de Water Road a la hora; que se cometieron los robos. Dices que estabas en casa, pero tus vecinos niegan haber visto tu furgoneta aparcada en la entrada. A eso añádele que la vieron en la escena del delito. Si lo sumas todo, ¿qué sacas en claro? Diez años en chirona.
—¿Cómo tiene el descaro de decirme eso? Es un hecho conocido por todos que los testigos presenciales son poco fiables. Maldita sea, usted sabe tan bien como yo que a mí nadie me ve, jamás. Me gusta trabajar sin distracciones. Por el amor de Dios, señorita, no me dedico a esto para conocer gente.
En ese momento, la sargento Flower llamó a la puerta.
—Ha llegado su mujer. Ha pagado la fianza.
—Te voy a coger, Woody. Puedes confesar ahora o bien esperar a que te atrape. Pero cuando lo haga será por todos y cada uno de esos robos.
—Si quisiera conocer gente me habría dedicado a atracar.
Una habilidad de la que Delorme se sentía especialmente orgullosa era la de desterrar de su mente todo aquello que no fuese esencial. Por la tarde, cuando transitaba por el serpenteante estrecho sur de Península Road, Arthur Wood había abandonado sus pensamientos y la agente navegaba, una vez más, en las turbias aguas de la sospecha que señalara el cabo Musgrave.
La carretera se estrechaba paulatinamente, hasta un punto en que las ramas, pesadas a causa de la nieve, raspaban el techo de su vehículo.
Los bosques blanquecinos le recordaron a un paseo en trineo de antaño. Ella y Ray Duroc, de trece años, yacían entre otros cuerpos entrelazados, besándose con la boca cerrada hasta que los labios de Lise se amorataron. Lo último que supo de él fue que vivía en Australia o en Nueva Zelanda, o en algún otro maldito lugar al otro lado del planeta, donde los árboles guardaban la costumbre de mantenerse verdes en vez de volverse blancos y el sol se dignaba emitir algo de calor.
Delorme comenzó a fijarse en los buzones y en los nombres que constaban en ellos; después torció bruscamente a la izquierda. No había clavada en el árbol ninguna señal que indicara el nombre del propietario y casi se pasó de la entrada. Aparcó en la calle y subió a pie por el sendero que conducía a la casa. Reparó en el Mercedes grande y marrón sin detenerse siquiera a pensar en cuánto habría costado.
Comparado con el cabo Musgrave, el ex cabo Burnside era una ráfaga de oxígeno puro. Joe Burnside tenía el cabello rubio, medía un metro noventa sin zapatos y la felicidad le emanaba por los poros.
—¿Así que en Investigaciones Especiales? Pero si ya sé quién eres, ¡eres la que pilló al alcalde Wells! ¡Pasa, por favor!
Delorme dejó sus botas de nieve junto a la puerta y se reunió con los demás en la cocina, donde el anfitrión le sirvió una taza de café recién hecho. De inmediato revisó su estimación: por lo menos, un metro noventa y cinco.
—Tía, deja la policía y ponte a ganar dinero de veras —exclamaba Burnside cuando todavía no habían transcurrido ni diez minutos.
Estaban sentados en sillones mullidos y profundos, disfrutando de una vista panorámica de la nieve cegadora de Four Mile Bay.
—¿Con la experiencia y capacidad que tienes tú? ¡Pero si presentas el perfil ideal! Mírame, pasé ocho años como cabo en la Brigada de Delitos Financieros y ahora soy mi propio jefe. ¡Yo, Joe Burnside! Créeme, nadie se lo hubiera imaginado. Yo no, desde luego. A los clientes nos toca echarlos, tenemos tantos casos que no podemos con ellos. ¿Y sabes qué?, no se los confían a la RPMC. Discúlpame un segundo.
Burnside cruzó la estancia hasta el sofá, donde un collie viejo y huesudo dormía hecho un ovillo. Se agachó, puso la boca junto al oído del perro y gritó con tal fuerza que a Delorme casi le estallaron los tímpanos.
—¡Bájate de ahí, saco de pulgas! ¡Vago!
El perro abrió uno de sus ojos vidriosos y miró a su dueño con una parsimonia envidiable.
—Está sordo como una tapia —se quejó. Bajó al perro con un tirón del collar llevándolo hasta la chimenea como si arrastrara a un poni. El collie se tumbó y volvió a sus sueños caninos.
—Todo el mundo me dice que lo sacrifique. Los que me lo dicen son los que nunca han tenido perro. Estos bichos no te cuestan un centavo durante quince años, ¿y qué hacen los dueños en cuanto caen enfermos? Los sacrifican. Perdona, sé que habías venido a hablar de otro asunto, pero me cabrea. Me cabrea que la gente no tenga lealtad. ¿Cuánto hace que te dedicas a trabajos de despacho?
—Seis años.
—¿Te das cuenta de lo que ocurre cuando se recortan tanto los presupuestos? No sé vosotros, pero los de la Policía Montada están atados de pies y manos. No pueden hacer nada. Sacan a sus investigadores de los despachos y los ponen a patrullar. ¿Y sabes por qué? Porque patrullar es un trabajo visible; la investigación, no. La ciudadanía quiere ver sus dólares en la calle. La Montada va camino del desguace. ¿Y sabes quién va a cubrir ese hueco? La vieja y fiable empresa privada, encarnada, me alegra decirlo, por un servidor. Una investigación por violación de derechos de autor, por pirateo, la cobramos a cuarenta mil pavos. Las multinacionales americanas los pagan gustosas, porque nuestros clientes son en su mayoría empresas americanas, y lo mejor de los yanquis es que si les cobras un pastón se creen que eres más profesional.
«Este tipo habla como un cristiano convertido —pensó Delorme—, debería trabajar de predicador». Pero se contuvo y sólo dejó caer un nombre:
—Kyle Corbett.
—Huyyy —gruñó histriónicamente Burnside—. No me lo recuerdes, eso sí que me dolió.
—Teníais todos los antecedentes confirmados e información fiable. Sólo participasteis Jerry Commanda y tú.
—Y una fuente, una fuente de primera: Nicky Bell, que trabajó con Corbett durante años. El tipo tenía una causa pendiente por posesión de material pornográfico en el ordenador. Corbett no tenía ni idea del asunto.
—¿Y el soplón os dio una fecha y un lugar?
—¿Una fecha y un lugar? No, no, no. Nicky Bell sopló como Louis Armstrong. Nos pasó información durante meses. Jerry y yo le sacamos hasta la última palabra. Pero pensábamos caerle encima en la disco Crystal, allá en Airport Road, y para eso necesitábamos a uno de los vuestros. Nos enviaron a Cardinal; un tipo listo, aunque siempre parecía deprimido. Ésa al menos es la impresión que me dio a mí.
—¿Qué pasó después?
Los modales afables desaparecieron súbitamente. El semblante, antes tan luminoso y abierto como la bahía que se extendía frente a ambos, se ensombreció. Fue como un eclipse.
—Ya sabes lo que ocurrió —susurró Burnside—, de lo contrario no estarías aquí.
—Asaltasteis la discoteca y dentro no había nadie.
—Bingo.
—¿Qué falló?
—Nada. He ahí el dilema, ¿no? Todo fue de maravilla, de acuerdo con lo planeado. Fue como admirar el interior de un reloj suizo; salvo por el final, claro. A Corbett le dieron el chivatazo. Tú lo sabes y yo lo sé. Ahora, si esperas que te diga quién fue, te equivocas de cabo a rabo. No hay pruebas de nada.
—¿Qué os dijo vuestro soplón?
—¿Nicky? Si crees que Nicky va a reaparecer es que te has equivocado de profesión. Su esposa confirmó que en la casa faltaban una maleta y algunas prendas, pero creo que es una tapadera. Personalmente, creo que Kyle Corbett lo mandó a visitar a los peces del fondo de Trout Lake.
El perro se había vuelto a apoltronar en el sofá, pero Burnside no se dio por enterado.
Mientras Delorme se volvía a poner las botas, él la miró de arriba abajo. Estaba acostumbrada, pero en esta ocasión no creía que el gesto tuviera nada de sexual.
—También estás investigando lo de la isla Windigo, ¿verdad? Lo sé de buena fuente.
—Sí, pronto dejaré Especiales.
—Un asunto asqueroso, lo de Windigo.
—En efecto.
—Verdaderamente asqueroso, señorita Delorme. Aunque los polis de la Montada, los de la PPO y otros muchos más (joder, un montón de polis más) estarían de acuerdo en que investigar a un compañero es mucho más asqueroso todavía.
—Gracias por el café. El frío me estaba calando los huesos —respondió Delorme mientras ajustaba los broches de su abrigo y se ponía los guantes—. Pero yo no le he dicho a quién investigo.