31
En las tardes de invierno en Algonquin Bay, el Puerto del Gobierno rebosa sosiego. Los únicos sonidos que rompen el silencio son el zumbido de las tracciones serradas de alguna motonieve que pasa o el repentino temblor de las inmensas placas de hielo, que a veces rozan unas con otras emitiendo un sonido desconocido, un gruñido lento y grave, una especie de grito ahogado que pone los pelos de punta.
Eric Fraser y Edie Soames se acurrucaban en un rincón del embarcadero protegiéndose del viento. El lago Nipissing se extendía en el paisaje grisáceo como una visión deprimente, escandinava.
Eric permanecía callado, pero Edie se deleitaba con la ilusión de que, cuando uno conoce bien la mente del otro, las palabras sobran. De hecho, sabía lo que Eric iba a decir, y que lo haría de un momento a otro. Aunque ni él mismo lo supiese aún, Edie estaba segura del rumbo que tomarían los acontecimientos. Había estado inquieto e irritable toda la mañana y parte de la tarde, a pesar de que el rato que habían pasado haciendo fotos lo había calmado. Él se lo diría de un momento a otro.
Pero entonces Eric se alejó de ella y se plantó debajo de la Princesa Chippewa, una embarcación de recreo que recientemente había sido convertida en restaurante. Funcionaba sólo durante el verano, en invierno quedaba suspendida sobre el hielo como una ballena sobre un montacargas. Maldiciendo el frío, Eric ajustó la lente. Mientras tanto, Edie jugueteaba con su pelo intentando que cayera como le caía a Drew Barrymore en una de sus películas.
«Qué ridícula soy», pensó con amargura, pero lo cierto es que el peinado al menos le cubría parte de la cara.
Observó a Eric envuelto en aquel largo abrigo negro y deseó poder acostarse con él. Desgraciadamente, Eric no se sentía atraído por ella. El cuerpo se le tensaba como un muelle en cuanto lo tocaba, no de deseo, sino de asco. En un primer momento, Edie creyó que aquella repulsión iba dirigida a ella, lo que no le extrañó demasiado. Pero pronto descubrió que a Eric le asqueaba el sexo en general. «El sexo es para los debiluchos», solía decir. Muy bien, ella podría vivir sin sexo, sobre todo ahora que compartían este nuevo y más profundo placer. Edie apostó consigo misma a que no pasaría ni una hora antes de que pronunciase la palabra.
—Ponte ahí —le dijo él indicándole que se moviese a la izquierda—. Quiero que salgan las islas.
Edie se volvió a mirar. A lo lejos, donde el cielo y el lago se unían en tonalidades de gris apenas diferenciadas, se dibujaban nítidamente las islas. Esa isla, Windigo. ¿Quién hubiera dicho que un trozo de tierra tan diminuto tuviera un nombre? Edie recordó a la niña muerta, la curva de su columna sobresaliendo a través del macuto de Eric. Qué memorable le había parecido entonces su asesinato, reflexionó, y qué peso tan lúgubre arrastraba aquella palabra. Le pareció asombroso, sin embargo, lo poco que le importaba el hecho en sí cuando se paraba a pensarlo. Se había extinguido una vida humana, pero no había caído ninguna lengua de fuego desde el cielo ni se habían abierto las fauces del infierno. La policía y los periódicos se habían entusiasmado un poco, pero lo cierto era que el mundo seguía su curso. Eso sí, sin Katie Pine. Ni siquiera se acordaría ya del nombre si el telediario no lo hubiese repetido día tras día hasta el hartazgo.
Edie se desplazó hacia un lado. El hielo se movió con un crujido metálico. Edie soltó un grito.
—¿Has oído eso, Eric?
—Ha sido el hielo. Sonríe para la foto.
—No me apetece sonreír.
Las cámaras y Edie nunca habían hecho buenas migas, y además el hielo le había hecho perder la calma, como si la isla hubiese pronunciado su nombre.
—Entonces pon cara de gruñona, Edie. A mí me da igual.
Ella sonrió de oreja a oreja sólo para fastidiar, y él apretó el disparador. Otra foto para el álbum.
Habían comenzado el maratón fotográfico en Trout Lake, en la ladera que dominaba el lago, cerca del depósito de agua. Eric le había hecho una foto dibujando un ángel en la nieve, justo encima del lugar donde habían enterrado a Billy LaBelle. Con tanta nieve no había huellas que pudieran perjudicarlos. Desde la colina, con la vista del lago y el cielo azul profundo de fondo, podría haber salido una buena postal.
Después habían ido con el coche hasta Main Street, y allí se habían hecho un par de fotografías frente a la casa donde mataron a Todd Curry. Una de Edie, otra de Eric y una más de los dos, tomada con el disparador automático. Un hombre que paseaba a su perro lanudo fue testigo de la sesión; por un instante, Edie pensó que sospechaba algo, pero Eric la tranquilizó asegurándole que el viejo no había visto más que a una pareja jugando con una cámara de fotos. ¿Qué puede importarle eso a un viejo de mierda?
Ahora se ponían al abrigo del tenderete de carnada para que Eric pudiese encender un cigarrillo. Ahuecó las manos en torno a la cerilla y se apoyó contra la pared de madera mirándola con los ojos entrecerrados. Edie escuchó las palabras antes de que él las pronunciara. Fue como si ya hubiese soñado toda la escena: como si hubiera sido ella quien hubiera creado el personaje de Eric, construido el muelle y añadido el frío y el humo. Fue como si su mente lo hubiese creado todo de antemano. Edie volvió a sentir el tenebroso afán que corría por las venas de su novio, aquel afán que ahora también corría por las suyas. Lo olió, como olía el aroma punzante del hielo vibrando en el viento gélido. Haber visto la casa de nuevo le había puesto los nervios de punta, y la isla… Edie tiritaba de frío, pero no dijo nada. No quiso malograr el instante.
Subieron a la furgoneta y pusieron la calefacción al máximo. «Qué gusto, este calor». Edie rió. Eric abrió la guantera y le entregó un libro, una edición de bolsillo grande, manoseada, con una pegatina de las que llevan los libros de segunda mano.
Edie leyó el título.
—Mazmorra. ¿De dónde has sacado esto?
Eric le contestó que lo había comprado en su último viaje a Toronto. Se trataba de un documento histórico que había estado buscando desde hacía tiempo; un catálogo de instrumentos de tortura medievales.
—Léemelo —ordenó—. Lee la página treinta y siete.
Edie pasó una a una las fotos y los dibujos satinados. Las fotografías mostraban la silla, el látigo, el potro; los dibujos ilustraban el modo de empleo del aparato. Había ganchos para extraer intestinos, garfios de metal con los que desgarrar la carne, serruchos utilizados para partir a la víctima en dos. Un dibujo mostraba a un hombre colgado de los pies mientras otros dos lo serraban en dos desde la entrepierna hasta el ombligo.
—Lee la página treinta y siete —insistió Eric—. Léemela, me encanta cuando lees para mí. Lees tan bien…
Ah, él sabía lo bien que le sentaba a Edie que la admiraran. Era como llegar a casa y disfrutar del fuego de la chimenea después de haber pasado un frío de muerte. Edie encontró la página. En ella se veía algo parecido a un casco sujeto a un travesaño de madera. De la parte superior del casco sobresalía un tornillo inmenso.
—«El cascacráneos —leyó, y continuó con la explicación—: La barbilla del acusado se ajusta firmemente en un apoyo inferior. Al girar el tornillo del casquete metálico, éste es impulsado hacia abajo, aplicando una presión al cráneo que hará añicos los dientes y los hundirá gradualmente en los maxilares superior e inferior. A medida que se aumente la presión, estallarán los ojos y saltarán de sus cuencas. Finalmente, el cerebro se escurrirá del cráneo destrozado».
—Así es, el cerebro acaba saliendo a chorros —dijo—. Lee otro, lee el de la rueda…
Eric tenía las manos metidas en los bolsillos. Edie sabía que se estaba tocando, pero era lo suficientemente lista para no mencionárselo. Pasó las páginas. Había fotos de viejos instrumentos de hierro y curiosas xilografías con expresiones de horror más apropiadas para un cómic que para un manual de tortura.
—Venga, Edie, léeme lo de la rueda. Está casi al final.
—Por lo visto lo conoces bien, debe de ser uno de tus libros preferidos.
—Tal vez lo sea, por eso lo quiero compartir contigo.
«¡Ay, Eric! Sé lo que se avecina. Sé lo que me vas a decir».
Al encontrar la página sintió un latido en el vientre parecido al que produciría un segundo corazón.
—«La rueda. Se coloca a la víctima desnuda, tendida de espaldas y con las extremidades extendidas. Los brazos y las piernas se aseguran al borde exterior de la rueda. Debajo de cada una de las articulaciones principales se coloca un bloque de madera. Entonces, haciendo uso de un barrote de hierro, el torturador deberá machacar brazos y piernas hasta transformarlos en una masa de carne irreconocible. El profesional utilizará toda su habilidad para evitar la muerte prematura de la víctima».
—Los hacían papilla —subrayó Eric—. Pero durante todo aquel tiempo los mantenían vivos. Qué emocionante debía de ser. ¿Te lo imaginas? Lee, léelo hasta el final.
—«El testimonio de un testigo describe que la víctima quedaba transformada en “una suerte de marioneta convulsa que no paraba de dar alaridos y de chorrear sangre; una marioneta dotada de cuatro tentáculos, parecida a un monstruo marino, de carnes vivas, informes y viscosas que se mezclaban con restos de huesos desmenuzados”. Cuando ya no quedaba nada por romper, se procedía a enroscar los miembros a los ejes de la rueda. Posteriormente se clavaba la rueda en posición horizontal en la punta de un poste vertical. Las aves de rapiña picoteaban entonces los ojos y arrancaban del cuerpo pequeñas tiras de carne. La muerte en la rueda está considerada como una de las más lentas y agónicas jamás concebidas por la mente humana».
—Lee lo que sigue, al final de la página.
—«La rueda se utilizaba con asiduidad y era considerada un gran pasatiempo. Tanto las xilografías como las pinturas de un período que abarca cuatro siglos muestran a las gentes riendo y charlando, disfrutando sin duda del espantoso dolor del prójimo».
—Les encantaba, Edie. A la gente todavía le gusta, sólo que nunca lo admitirían.
Edie compartía aquella teoría. Hasta a Gram le encantaba ver un combate de lucha libre o de boxeo. Sin duda era mucho mejor que sentarse a contemplar aquel mar de hielo dejado de la mano de Dios. Cómo no iba a gustarle a Gram ver a un pobre diablo molido a palos.
Era algo perfectamente normal, según Eric. El único inconveniente era que en esta época no era del todo legal, eso era todo. Había pasado de moda, pero podría volver a estarlo. Bastaba echar una ojeada a Estados Unidos: la cámara de gas, la silla eléctrica…
—No me digas que a la gente no le da placer, Edie. Si la gente no se lo pasara bomba matando al prójimo, todos esos instrumentos habrían desaparecido hace siglos. Ésa es la máxima expresión de la emoción humana.
«Ahí viene —pensó Edie—, ya llega. Puedo ver las palabras cobrar forma en el aire incluso antes de que salgan de su boca».
—Estoy de acuerdo —respondió con calma.
—Ya…
—No, no. Lo que quiero decir es que estoy de acuerdo con lo que vas a decir a continuación, no con lo que acabas de decir.
—¿Ah, sí? No me digas. —Una sonrisa maliciosa asomó a los labios de Eric—. ¿Qué es lo que iba a decir? Venga, dime lo que pienso. Ya que eres adivina, lee mi mente.
—Puedo hacerlo, Eric. Sé exactamente lo que vas a decir.
—Pues hazlo. Dime lo que pienso.
—Ibas a decir que nos lo cargáramos esta noche.
Eric volvió la cabeza mostrándole el perfil, luego lanzó una fina columna de humo en la oscuridad creciente.
—No está mal —dijo meditabundo—. No ha estado nada mal.
—No sé qué pensarás tú, Eric, pero yo creo que es hora de preparar la fiesta.
Eric bajó la ventanilla y disparó la colilla a la nieve.
—Fiesta.