25

Por fin, las náuseas habían remitido. Durante días, Keith se había sentido levitar por encima de la cama como una nube de contaminación. Ante el menor movimiento, la cabeza le daba vueltas y la bilis le trepaba por la garganta. Sólo un par de bocados y la cama se despeñaba como un bote lanzado en picado de la cresta al seno de la ola.

En otros momentos —por lo general antes de que Eric o Edie aparecieran con la bandeja de comida—, las náuseas amainaban un poco, haciéndole creer que pronto estaría al aire libre, bajo los rayos del sol. Entonces se apoderaban de él visiones extrañas: los pilares de la cama se transformaban en minaretes; debajo de las mantas, sus pies formaban dunas lejanas, y el goteo de un grifo se convertía en el batir de una pandereta. Se veía a sí mismo en algún sitio insólito, en Bahrein o en Tánger, donde había contraído fiebres exóticas. Sentía los ojos sellados y los músculos muertos, como trozos de carne.

La figura sentada al borde de la cama se movía sin cesar, difuminándose. Keith intentaba enfocarla con la vista. El aroma a tostadas y mermelada era embriagador. ¿Cuándo había sido la última vez que había podido tragar un bocado sin vomitarlo al instante?

—Dios, qué hambre tengo —dijo hacia donde había estado su interlocutor.

Pero ahora Eric había vuelto a moverse.

—Cógela —ordenó, sosteniendo el plato debajo de la nariz de muchacho.

El olor bastaba para que el chico casi desfalleciera.

Keith se comió cuatro tostadas y recobró la sensación de poseer un cuerpo, de poder quizá ponerse de pie y realizar alguna actividad.

—Eric, necesito llamar por teléfono. Necesito un teléfono.

—Lo siento, Edie no tiene teléfono. Yo sí, pero vivo al otro lado de la ciudad.

—¿No tiene teléfono?

—Te acabo de decir que no.

—Karen se va a preocupar. Le aseguré que la llamaría cada dos días o así. ¿Cuánto hace que estoy enfermo, tres días?

—Cuatro.

Keith intentó incorporarse, sus músculos estaban entumecidos por haber pasado tanto tiempo postrado.

—Estás demasiado enfermo para salir, Keith. ¿Por qué no le escribes una carta?

—Vive en Guelph. Una carta tardaría días en llegar. Para entonces estaría tan cabreada conmigo que ni siquiera la leería. ¿Tenéis correo electrónico?

—No —respondió Eric—. ¿Por qué no me das su número? Yo la llamaré por ti.

—Gracias, Eric, pero creo que de todos modos debería ver a un doctor. No es normal dormir tanto. Llamaré a Karen desde el hospital.

—De acuerdo, ponte de pie y lo intentas.

Eric se levantó de la cama y se sentó en la silla rota. Hizo falta un gran esfuerzo para que Keith pudiese apoyar los pies en el suelo. Fijando con lentitud su mirada perdida en el radiador y en Eric alternativamente, consiguió enderezar la espalda. Tragó saliva y ordenó a su pie derecho que marchase hacia la puerta. Pero pronto abandonó el intento y cayó de nuevo en la cama con un gruñido.

—¿Por qué me encuentro tan exhausto?

—No cabe duda de que con tanto viaje has pillado algún microbio exótico.

—Por favor, Eric, llévame al hospital.

—No puedo, lo siento. No conduzco.

—¡Oh, venga ya! —exclamó, intentando sonar firme, pero no era fácil cuando apenas podía mantener los ojos abiertos—. Me dijiste que tenías una furgoneta. La otra noche dijiste que traerías las cosas para grabar, que las traerías en tu furgoneta.

—Tengo el carné caducado. Lo acabo de descubrir esta mañana, venció hace seis meses.

—Que lo haga Edie, que me lleve ella. Por Dios, qué sueño tengo.

La oscuridad se cernió sobre él. Otra vez, como si llevara patines, se vio transitando un pasillo poblado de telarañas, arrastrado blandamente hacia una fuente de luz que se alejaba cada vez más. ¿Era la Torre CN? De aquel techo bajo pendían insectos grandes como gatos. Sus mandíbulas supuraban una espuma blanca y fétida que goteaba sobre él, abrasándole la carne.

Dormía y despertaba, dormía y despertaba.

Por fin recobró el conocimiento y una nueva claridad mental. Cualquiera que fuera el súcubo que le consumía la energía, parecía sujetarlo ahora con menos fuerza y, con la excepción de sus músculos dolidos, se sintió casi en forma. Junto a la cama descubrió papel y lápiz, y hasta un sobre con su sello. Se puso a escribirle a Karen una carta llena de amor y de añoranza. Recordó con ternura su rostro, su cuerpo. Detalles de los placeres físicos que habían compartido juntos lo invadieron y los describió vívidamente. Pero tuvo que parar un momento. Intentaba buscar una palabra que reemplazara a «embeleso». «Arrobamiento» no era lo bastante adecuada, y ya había utilizado «placer», dos veces de hecho. Estaba considerando «dicha» pero, cuando se disponía a escribirla, un ruido que llegó desde lo alto de las escaleras hizo que detuviera en seco el movimiento del lápiz sobre el papel: era el sonido aplacado pero inconfundible del timbre de un teléfono.