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—¿Por qué no hemos dado todavía con la puñetera furgoneta? —se preguntaba McLeod mientras descargaba las nueve balas de su Beretta y las colocaba de pie sobre la mesa de reuniones.
A Cardinal un arma de nueve tiros le parecía una exageración, estaba demasiado acostumbrado a los seis de toda la vida.
—He inspeccionado esa Chevy en más de una ocasión, todos lo hemos hecho en un momento u otro. La conocernos de sobra. Lo que me desconcierta es que nadie la haya visto.
—Si, como suponemos, Woody entró a robar en la casa del asesino, probablemente éste haya ocultado la Chevy en alguna parte. Con aparcarla lejos de la vista de la gente se asegura de que no la encontremos.
—Eso reduce el número de sospechosos, podemos conjeturar que el tipo tiene garaje —añadió Dyson.
—No creo que por ahora podamos conjeturar nada; Woody lleva muerto sólo veinticuatro horas. Ya hemos dado la orden de requisitoria a la PPO, tarde o temprano encontraremos la furgoneta.
Sonó el teléfono y, tal como se había acordado anteriormente, Cardinal contestó la llamada.
—Vale, Len. Voy a conectar el altavoz para que todos te oigan. Te escuchamos Delorme, el sargento detective Dyson, Ian McLeod y yo.
Se encontraban en la sala de reuniones; todo un acontecimiento histórico, si Cardinal no recordaba mal. La sala solía reservarse para las convocatorias de la comisión o las visitas del gobernador. En pocas palabras, se usaba únicamente para ocasiones muy especiales. Pero ésta era la investigación de mayor envergadura que el Departamento de Policía de Algonquin Bay había emprendido nunca, y ahora debían asignar a los ocho detectives de la brigada nuevas pistas para que las investigasen.
—Muy bien, esto es lo que sabemos —dijo Len Weisman para comenzar—; el cuerpo tiene nueve heridas de bala. Es evidente que los disparos no fueron hechos a lo loco; todos ellos están localizados. El asesino le disparó en ambos tobillos, ambos muslos, ambos antebrazos y ambos brazos. Es decir, los huesos principales del cuerpo humano, lo que hace pensar que quien lo mató tenía la intención de romperlos todos. Logró su cometido con las tibias. Es importante señalar que todos los disparos fueron hechos a bocajarro, con el cañón pegado a la carne, descerrajados con una parsimonia total mientras la víctima se encontraba indefensa.
—Eso hace ocho balazos, Len, no nueve.
—Qué listillo eres, Cardinal. El primer tiro lo recibió en la espalda, el único de todos que fue hecho a distancia, desde unos tres metros tal vez y con trayectoria ascendente. Según la doctora Gant, pudo ocurrir en una escalera, con el asesino disparando desde el pie de la misma. Ah, por cierto, Wood tenía residuos de cinta adhesiva industrial alrededor de la boca.
—Dios santo.
—También encontramos rastros de sangre que no era la suya, pero no puedo hacerla coincidir con la muestra de semen que hallamos en el sobre. Quienquiera que te lo haya mandado es un «no secretor». No sabremos si se trata del mismo individuo hasta obtener los resultados de la prueba de ADN, dentro de una semana.
—¡Una semana! Hay alguien por ahí que está matando críos, Len.
—Tarda diez días, es lo que hay. Bien, en cuanto a la herida facial, en un primer momento creímos que había sido ocasionada por una caída. Ya sabes, el tipo recibe un impacto, cae y se rompe la nariz. Pero en la herida encontramos rastros de lubricante para armas.
—¿Lo golpearon con una pistola?
—Exacto. Lo más increíble es que la víctima, a pesar de las nueve heridas de bala, murió por una rotura de tabique nasal. Con la cinta cubriéndole la boca no podía respirar, y al intentarlo aspiró una tonelada de sangre.
—¿Qué te han contestado del laboratorio de balística? ¿Era una Beretta, una Glock? Tiene que ser una que pueda disparar nueve proyectiles, ¿no?
—Te he incluido la microfotografía en mi fax. El arma utilizada fue un Colt del 3 8, un revólver común y corriente.
—No puede ser, Len. El cargador de un Colt sólo aloja seis balas.
—Ya te lo he dicho, no estamos tratando con un asesino apresurado. El cabrón se tomó su tiempo para recargar el arma y así poder divertirse un poco más.
—Ese tipo es un animal —masculló McLeod.
—La mutilación de los genitales fue realizada post mórtem. La doctora Gant cree que el asesino intentó arrancarle los huevos a patadas.
—Eso lo relacionaría con Todd Curry, jefe.
Dyson asintió sabiamente, como si lo hubiese intuido desde el principio.
Weisman continuó:
—He dado la orden a los de balística para que se pongan en contacto contigo en cuanto averigüen algo más acerca de los proyectiles.
—De acuerdo. Gracias, Len.
—Aún no he terminado.
—Perdona. Continúa.
—Los peritos levantaron huellas dactilares parciales. Dos pulgares.
—Imposible. El cuerpo fue hallado desnudo, no había ni un cinturón de donde pudieran sacarlas.
—Las levantaron del propio cadáver.
—¿Me estás tomando el pelo? Nuestros peritos no encontraron nada.
—Es una técnica que aprendimos en Tokio el año pasado, en la conferencia de médicos forenses: «rayos X de tejidos blandos», así se llama. Sacamos radiografías de los tejidos subcutáneos del cuello. Si se hace durante las primeras doce horas, se puede obtener una huella nítida. Parece que el asesino intentó estrangular a la víctima; tal vez antes de partirle los conductos de ventilación. Eso también lo incluí en el fax.
—Todo esto nos va a ser muy útil, Len. Diles a los muchachos que agradecemos su esfuerzo.
—Será mejor que no diga nada. Los «muchachos» son todas muchachas.
Delorme bajó la vista y sonrió disimuladamente.
—¿Sabéis lo que me toca las pelotas? —preguntó McLeod a la concurrencia—. El hecho de que estemos hasta las cejas de pistas, las pruebas nos van a terminar ahogando. El tipo nos entrega una grabación de su voz, ¡su voz, maldita sea!, y no podemos hacer nada con ella. Se corre dentro de un sobre y nos lo envía, y tampoco nos sirve de nada. Y ahora nos deja las huellas de sus pulgares: es como si nos entregara su tarjeta de visita. Este tipo nos está tomando el pelo y nosotros todavía no hemos averiguado absolutamente nada.
—Te equivocas —contestó Cardinal intentando convencerse a si mismo—. Hemos hecho progresos. Estamos consiguiendo datos, sólo que no hemos dado con el factor común, el eje por el que pasan todas estas certezas fragmentadas.
—Será mejor que eso ocurra pronto —apostilló Dyson—. Me están presionando para que pida la ayuda de la PPO o de la Policía Montada…
—¿Ayuda de la Policía Montada? —gruñó McLeod como si le fuera la vida en ello—. Esto está fuera de la jurisdicción de los capullos de la Montada.
—Yo lo sé y usted también lo sabe. ¿Por qué no me hace entonces el favor de explicar eso mismo a la opinión pública?
—De todos modos, lo primero que harían los de la Policía Montada sería hacer volar algo por los aires o robar las pruebas o vender drogas al juez equivocado. Y además, nunca sabríamos si realmente están haciendo lo que dicen estar haciendo. Les voy a explicar cuál es el problema con los de la Montada… —Se veía que McLeod estaba entrando en calor. Y aunque Cardinal disfrutaba con aquellos sermones, aquél no era el día más indicado. «Ahórranoslo, McLeod, por favor.»—. El problema es que la Montada está en bancarrota. La puta congelación de fondos de cinco años los dejó en las últimas. Están todos sin un puto pavo, y ahora se han propuesto recuperar lo perdido haciendo uso de su creatividad. Me caían mejor cuando ganaban más pasta. ¿Quién no confía en un poli rico? Pero ahora que están prácticamente viviendo bajo un puto puente, para lo único que sirven es para…
El interfono chisporroteó y se oyó la voz de Mary Flower.
—Cardinal, llamada de la PPO para usted. Una unidad de la Patrulla de Caminos ha localizado la furgoneta de Wood en la autovía 11. Preguntan qué quiere usted que hagan.
—¿Dónde están exactamente?
—Cerca de Chippewa Falls. El vehículo sospechoso se dirige al centro de la ciudad.
—Pasa la llamada a la sala de reuniones. La contestaré aquí.
Todos los policías de la habitación se habían removido en sus asientos; el ambiente se había cargado de tensión.
—Don, ábranos la sala de guerra. Van a hacernos falta escopetas, chalecos antibalas, el arsenal completo.
—Es todo suyo. Que les jodan a los de la Montada.
Sonó el teléfono y Cardinal lo cogió enseguida.
—Soy el detective Cardinal de la Brigada de Investigaciones Criminales. ¿Con quién hablo?
—Unidad 14 de la PPO. Soy el agente George Boissenault, y mi compañera es la agente Carol Wilde.
—¿Está seguro de que es el vehículo que buscamos?
—Es una furgoneta azul Chevy de 1989. Matrícula de Ontario 7698128, robada. En el lateral pone «Reparaciones Eléctricas Comstock», o algo así.
—Agentes, les informo que a partir de ahora yo estoy al mando. El conductor del vehículo es el principal sospechoso del caso Pine-Curry. Repito, yo estoy al mando, ¿entendido?
—Entendido. Recibimos los datos de la furgoneta durante la reunión matinal.
—Vale. Síganlo pero no lo detengan.
—Quizá debamos hacerlo. Va a toda pastilla.
—No lo detengan. Repito: no lo detengan. Va con un rehén, y no queremos que lastimen al chico. Avisen a central y que cierren la carretera. Pero no se acerquen, ¿me oyen? Ordenen que cierren las vías de acceso.
—Afirmativo.
—Voy en un coche patrulla, supongo.
—Así es, una patrulla. Ese tipo no va a tardar en vernos.
—Intenten pasar inadvertidos, pero no lo pierdan de vista. ¿Tiene hijos, Boissenault?
—Sí, señor. Dos. Uno de ocho y otro de tres.
—El rehén acaba de salir del instituto. Considérelo otro hijo suyo, ¿entiende lo que le digo? Si actuamos bien, quizá le salvemos la vida.
—Parece que va a tomar la salida de Algonquin Bay. No, me he equivocado. Sigue por la carretera de circunvalación.
—Que no se aleje. A mi lado tengo al sargento detective Dyson, y en cinco minutos van a recibir más refuerzos de los que jamás hayan visto. Si el sospechoso se da a la fuga, síganlo. No hace falta que les diga que va armado y que es peligroso.
Lo seguiremos de cerca. Si se va a coordinar la acción desde algún puesto de mando, ¿quiere que nos pasemos a su misma frecuencia?
—Me ha leído el pensamiento, agente, arréglelo con Flower. Ahora mismo salimos hacia allí.