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Howard Bass, técnico de mantenimiento del tendido de la Compañía Hidroeléctrica de Ontario, reparaba un transformador. La tarea requería un soporte nuevo. Estaban en la lejana autovía 63, a unos quinientos metros (cinco postes) del puerto deportivo de Trout Lake. Howard llevaba toda la mañana pasando un frío atroz en la cesta del camión grúa, a seis metros de altura y soportando el reflejo del sol sobre la nieve; a pesar de sus gafas oscuras, aquel resplandor lo tenía casi enceguecido. Un par de horas más tarde, sin embargo, el sol ya le había desplazado y ahora arrojaba una sombra bien perfilada de Howard, la cesta y el brazo de la grúa sobre la nieve.

Stanley Betts, el conductor que acompañaba a Howard, se fue paseando hasta el puerto deportivo para comprar unos donuts y un par de coca-colas para él y su compañero. Regresó silbando una canción subida de tono llamada Good Morning, Little Schoolgirl. La encargada de la tienda, una Lolita de ojos felinos, había despertado en él aquel vital estado de ánimo.

Por aquel tramo de la autovía 63, el tráfico era incesante. Los vehículos llegaban de la base del Mando de la Defensa Aérea de América del Norte, y de Temagami, y también era un lugar de paso para los residentes de Four Mile Bay y Peninsula Road. Stan se detuvo al otro lado de la autovía, a la espera de que la circulación amainase.

—¡Me estoy volviendo un viejo verde! —gritó a Howie—. ¡Deberías haber visto a la chavala de la tienda!

Pero Howie ni se inmutó. No podía oírlo por encima del rugido de un camión de dieciocho ruedas.

—Te lo juro, Howie —repitió Stan cuando ya había logrado atravesar la autovía—. ¡Me estoy convirtiendo en un viejo verde!

Pese a hacer un frío polar, el cielo estaba límpido. El brazo amarillo de la grúa contrastaba vibrante contra el azul del cielo. Howie tenía un aspecto raro en lo alto, su aliento formaba nubecillas blancas que rápidamente se desvanecían. Se aferraba al borde de la cesta de un modo extraño, parecía tener la vista fija en algo.

—¿Qué coño estás mirando?

Stan intentó averiguar lo que Howie observaba con tanto empeño, pero no logró descubrir qué ocultaba la nieve mugrienta al borde del camino. Trepó por el montículo de unos tres metros de altura y puso la mano a modo de visera para ver mejor. Cuando Stan vio por fin lo que había impresionado tanto a Howie, una de las latas de coca-cola cayó y estalló sobre la puntera de acero de su bota, liberando un minúsculo géiser de color marrón sobre la nieve.