58

Cardinal había estado tan ocupado con el caso Pine-Curry que su mente no terminaba de acostumbrarse a pensar en otros asuntos. Las horas se alargaban infinitamente. Ocuparse del futuro lo deprimía y lo inquietaba. Una parte de él quería sincerarse con Catherine pero la otra temía hacerlo, al menos hasta que le dieran el alta del hospital.

En el transcurso de una sola tarde había repuesto un cristal roto, descongelado el refrigerador, hecho la colada y reparado la tubería de agua caliente. Ahora se encontraba en el garaje, arreglando la abertura por la que los mapaches entraban a abrir las bolsas de basura. Cardinal había cortado un nuevo trozo de contrachapado para obstruirla y se disponía a quitar la madera vieja, que se había podrido.

La ansiedad lo corroía por dentro. El jefe se encontraba en Toronto de reunión, pero sin duda le telefonearía al volver. Cardinal se dio cuenta de que realizar aquellas tareas nimias mantenía a raya su pánico. Creyó estar al borde de la desesperación, a punto de perderse. Su futuro era una senda que desaparecía en medio del bosque.

¿Y qué iba a hacer él con el resto del dinero? Apenas sí bastaba para el último semestre de Kelly. ¿Qué hacer con él ahora? ¿Devolvérselo a Rick Bouchard? Bouchard había sido condenado por tráfico de drogas, pero su lista de méritos era larga, incluía lesiones, abuso sexual, robo con agresiones y al menos un intento de asesinato. «¿Rick Bouchard? —solía decir el teniente, su jefe, en Toronto—. Es un quinqui analfabeto. Tendrán que construir un ala en el infierno sólo para él».

Cuando estaba a punto de colocar el trozo de contrachapado, Cardinal se dio cuenta de que era incapaz de dejar fuera a los pobres mapaches. Si aquél era el único refugio y fuente de alimentos de los animalillos, cerrarles la entrada equivalía a matarlos. Lo que hizo fue recortar un cuadrado más pequeño en la tabla que ya tenía y colocarle bisagras, así los mapaches podrían utilizarla como puerta. «¡Qué idea tan brillante has tenido, Cardinal, ahora sí que estás utilizando la cabeza!». Llegado el caso, y si seguía en la casa en verano, ya arreglaría el agujero.

Si seguía en la casa… Algo que cada vez parecía menos probable. Durante diez años había trabajado para el Departamento de Policía de Algonquin Bay. Ningún trabajo que fuera a conseguir —si es que aún estaba en libertad y si alguien le hacía el favor de emplearlo— llegaría a cubrir la hipoteca y mucho menos las facturas de la caldera.

Entró y se preparó una taza de café descafeinado. Era hora de aparcar sus problemas e intentar abordar el de los padres de Billy LaBelle. Con la muerte de Fraser, las posibilidades de encontrar los restos del hijo eran remotas. Los padres habían escrito una carta al Lode quejándose de que la policía había matado al asesino en vez de capturarlo vivo. ¿Cómo se suponía que iban ellos a superar la muerte de su hijo?

Delorme y Cardinal se habían repartido la caja de libros y papeles que habían encontrado en la habitación de Fraser. Buscaban apuntes, mapas o cualquier otra pista que pudiera llevarlos a descubrir la tumba de Billy LaBelle. Había ediciones de bolsillo de pornografía y sadomasoquismo con portadas espeluznantes, y varias obras del marqués de Sade con pasajes subrayados. Cardinal hojeó una enciclopedia de aparatos de tortura. Había un libro que trataba de los mártires y los tormentos a los que fueron sometidos. El contenido de la caja lo perturbaba, pero no halló nada que pudiera servirle.

Examinó el resto de libros. Entre las ediciones de bolsillo descubrió un ejemplar voluminoso de Los cuentos de Canterbury de Chaucer. Cardinal creyó recordar que algunos de sus relatos eran bastante subidos de tono pero, aunque lo fueran, Chaucer estaba a años luz de distancia de los gustos literarios de Eric Fraser.

Sonó el teléfono y, tras la búsqueda habitual del inalámbrico, Cardinal contestó. Oyó a Lise Delorme gritando a Arsenault que se callase de una vez.

—Vaya jaleo, ¿qué pasa, Lise?

—Cuando no está el superior, alguna gente… Bueno, tú ya me entiendes. Estoy deseando que vuelva R. J. y ponga un poco de orden.

—Intento descubrir dónde enterró Fraser a Billy LaBelle. Oye, ¿por qué no vienes a casa y revisamos todo esto juntos? Quizá se nos ocurra algo.

—Me parece bien. Haría cualquier cosa con tal de alejarme de Arsenault. Este tipo es mucho más que un adicto al trabajo.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—No te lo vas a creer, John. Será mejor que te sientes.

—¿Qué es lo que pasa, Lise?

—John, han encontrado otras huellas dactilares en la furgoneta de Fraser. En todas partes: en el asiento del acompañante, en el volante, en la parte de atrás. Son de alguien que subía en la Windstar muy pero que muy a menudo. Y escucha bien, John, han encontrado el arma homicida. Hay un noventa por ciento de probabilidades de que sea el mismo martillo que se usó para matar a Todd Curry, y está cubierto de esas otras huellas.

—Dios santo. El hijo de puta tenía un asistente…

—Eran dos, John. Eran dos asesinos.

Se hizo un silencio en la comunicación. Podía oír la respiración de su compañera. Cardinal tardó en asimilar aquella primicia. Finalmente preguntó:

—¿Qué has encontrado en el ordenador?

—Nada, no está fichado. No tenemos ni idea de quién pueda ser, podría ser cualquiera. Ya he llamado a Troy y a Sutherland. Dicen que nunca vieron a Fraser en compañía de nadie.

—Entonces ven y revisemos todo esto. Algo encontraremos.

Delorme prometió estar allí en un par de minutos.

Así que eran dos, caviló Cardinal. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Quizá fuera lógico. ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que pudieran coincidir dos mentes igual de enfermas? ¿Cuántas posibilidades había de que dos asesinos anduviesen sueltos al mismo tiempo en Algonquin Buy? Ahora comprendía por qué el perfil que les había enviado la Policía Montada era tan confuso: estaba describiendo las elucubraciones de dos mentes, no una. Cogió el volumen de Chaucer. ¿Así que eran dos? Procurando detenerse en algún indicio que hubiese pasado por alto, repasó mentalmente el archivo del caso de cabo a rabo. Pero en el lugar de los hechos no habían encontrado ni otras huellas dactilares ni otros cabellos.

De pronto notó que el libro que tenía en la mano no le pesaba, qué extraño. Pasó las páginas con el pulgar y en medio de ellas descubrió una cavidad rectangular. Alguien muy descuidado había ahuecado el libro con un cúter. La cavidad medía unos dieciocho por diez centímetros y dentro de dicho espacio, envuelta en papel de seda para que calzara a presión, alguien había escondido una videocasete sin etiqueta. La cogió por las esquinas y la introdujo en su reproductor. La pantalla se iluminó con una imagen que recordaba una tormenta de nieve eléctrica.

«Quizá no contenga nada —se dijo—. Quizá sea una cinta virgen o tal vez sea simplemente una película porno de esas que se encargan por correo». Si tal era el caso, ¿por qué tomarse tantas molestias para ocultarla? Cardinal cogió el mando a distancia y se plantó en medio del salón con los brazos cruzados sobre el pecho, a la espera de que la imagen tomara forma. La pantalla parpadeó y a continuación se oscureció.

Por un momento creyó que el aparato se había apagado, pero de la oscuridad comenzaron a vislumbrarse lentamente un sofá y, detrás, un cuadro… Cardinal reconoció el lugar: era la casa de la familia Cowart, la misma en la que Todd Curry había sido asesinado.

Como respondiendo al pie del director, Todd Curry apareció en la pantalla. Entró en escena con un par de Zancadas y ocupó su lugar en el sofá.

—¿Ya está grabando? —preguntó a alguien que se encontraba detrás de la cámara.

El sonido era aún peor que la iluminación. Una voz le contestó, pero Cardinal no pudo distinguir las palabras. Los focos se encendieron y Todd Curry entrecerró los ojos, deslumbrado. Daba sorbitos nerviosos a su botella de Heineken.

—Todd Curry… —pronunció Cardinal sin poder contenerse, y pulsó el botón de pausa.

La imagen congelada mostraba al chico brindando botella en alto. Bajo aquellos focos y rodeado de tanta oscuridad, parecía un conejo encandilado por los faros de un coche.

—Todd Curry —repitió—. Pobrecito.

Se acordó de su cuerpo esmirriado en posición fetal, con los vaqueros bajados, arrumbado en la carbonera. Si sólo pudiera apretar una tecla e impedir lo que iba a ocurrir, divagó Cardinal… Pero volvió a apretar la pausa y el chaval acabó de un trago su cerveza.

Se oyó nuevamente la voz del director, sonaba metálica debido a la distancia que la separaba del micrófono.

—Di algo —insistió.

El chico hizo el ganso, luego eructó.

—¿Qué tal, eh? ¿Te ha gustado?

Cardinal intentó subir el volumen, pero sin querer le dio a la pausa. Entonces llegó desde la calle el estruendo de un choque tremendo. Se oyó el crujido del metal y luego el pitido de un claxon, seguramente tras el impacto de la cabeza del conductor contra el volante. Por el ventanal que daba a la calle logró ver un automóvil pequeño que acababa de atravesar su entrada e incrustarse en los abedules tras el camino. El accidente no parecía ni la mitad de grave que el sonido que lo había precedido.

Sin siquiera ponerse su anorak, Cardinal bajó corriendo los escalones del porche hacia los abedules. La conductora había salido del vehículo destrozado.

—Han sido… Han sido unos hombres… Ayúdeme, por favor —farfulló.

—¿Está usted bien? ¿Está segura de poder caminar?

La mujer se agarró la cabeza y miró hacia un lado y luego hacia el otro, presa del miedo y la confusión.

—Han sido unos hombres, eran tres. Me violaron y me dijeron que me matarían.

Cardinal le pasó el brazo por encima del hombro y la hizo entrar en su casa.

—Pase, en mi casa estará segura.

El aire congelado atravesaba la lana del jersey con la facilidad con que lo hubieran hecho unas agujas de acero. Con la cabeza gacha, llorando y a trompicones, la mujer se dejo llevar.

—Me han violado, me han violado. Por el amor de Dios, tiene que llamar a la policía.

—Tranquilícese, soy policía.

Una vez dentro, Cardinal sentó a la mujer junto a la estufa y pulsó el 911, el número de la policía. Tardaban siglos en contestar. Mientras esperaba, echó un vistazo profesional a la mujer: abrigo verde de plumón, un corte considerable que tenía en la parte posterior de la cabeza, un eccema feroz que le cubría el rostro. El corte del cuero cabelludo era grave. Cardinal tuvo la impresión de que el moretón se había hinchado muy rápidamente y se preguntó si bajo la piel no habría un hematoma.

Por fin, alguien atendió la llamada.

—¿Departamento de Policía de Algonquin Bay? Habla el detective John Cardinal, necesito que envíen una ambulancia al 425 de Madonna Road. Mujer de entre veinticinco y treinta años, víctima de una violación. Ha sufrido una contusión en el cráneo y probablemente alguna otra herida.

El agente de guardia le pidió que no colgase.

La mujer, que se había echado hacia delante como si le doliera el vientre, lo miraba con ojos de miope.

—Usted es el héroe que atrapó al asesino de Windigo, ¿no es cierto? Lo vi en la tele.

A sus espaldas, las imágenes se sucedían en silencio. Una segunda persona entraba en escena.

El agente de guardia pidió a Cardinal que repitiese la dirección.

—Cuatro dos cinco de Madonna Road. En Trout Lake, pasado Pinehaven. Es la segunda salida a la derecha después de Four Mile Road. No tiene pérdida. Verán un coche medio subido a la acera. —Cardinal tapó el auricular y se dirigió a la mujer—. El automóvil que conduce es un Ford Pinto, ¿verdad?

—¿Qué? Ah…, sí, sí, es un Pinto.

—En efecto, un Pinto gris —confirmó—. Es imposible que no lo vean.

—Salió por la tele, lo vi —insistió la mujer.

Cardinal no había notado que oliera a alcohol, pero la mujer se balanceaba en el butacón como si estuviera borracha.

En la pantalla, la segunda persona se había sentado junto a Todd Curry; era una mujer. Sobre su piel en carne viva se reflejaba la dura luz de los focos.

La mujer que Cardinal tenía delante se tocó la cara con suavidad, sus dedos recorrían la superficie escamada y áspera de su mejilla.

Cardinal se esforzó por mantener una expresión impasible. «Ella aún no sabe que yo estoy al tanto —se dijo para tranquilizarse—. Se ha emborrachado para venir a amenazarme pero aún no sabe que he averiguado su identidad».

—¿A quién va a llamar ahora? —inquirió ella de pronto.

—A la jefatura, para que le tomen declaración. Ah, y no se preocupe, tenemos un psicólogo para casos como el suyo. Es una mujer.

«¿Habrá oído la mentira en el tono de mi voz? —dudó—. ¿Se habrá dado cuenta?».

Cardinal había empezado a marcar el número cuando la mujer sacó un revólver del abrigo. Apuntó a la cabeza.

—Será mejor que no lo haga.

Cardinal soltó el inalámbrico y levantó las manos.

—No estoy armado, ¿vale? No vaya a cometer ninguna locura.

En el televisor apareció la imagen de Fraser. Arrancaba a la mujer situada junto a Todd y éste gesticulaba fingiendo sorpresa.

—¿Lo hicisteis con un guión? —preguntó Cardinal—. Habías planeado los movimientos de antemano.

Siguiendo la mirada del policía, la mujer se dio la vuelta.

—Es Eric —suspiró—. Ése es mi Eric.

Cardinal se arrimó al armario, a la puerta entreabierta donde colgaban la cartuchera y su Beretta. Se movía casi imperceptiblemente.

—No te muevas.

—Cálmate. No me he movido ni pienso irme a ninguna parte —dijo Cardinal con la voz más afectuosa y menos amenazadora que pudo afectar.

En la pantalla, Fraser empuñaba un martillo.

«Lo debía de tener escondido detrás del sofá —pensó Cardinal—, preparado para cuando tuviese que usarlo». Mientras gritaba algo a Todd Curry, lo levantó…

Y lo dejó caer. La boca del chico se abrió y los músculos de su cara perdieron toda tensión. Fraser volvió a asestar un mazazo tras otro. La mujer se había situado detrás del sofá y del chico. Lo tiraba hacia atrás cogiéndolo de la melena ensangrentada, lo hacía para exponer la cara y el cuerpo de Todd Curry a los impactos del martillo y las patadas de Eric.

—No era nadie —aseguró Edie—. Sólo un mierda que recogimos de la calle.

Vio que se había sentado sobre el control remoto. Lo encontró y rebobinó la cinta.

La secuencia se sucedió hacia atrás. Fraser desenterraba su bota de entre las costillas del chico, retirando la muerte que había infligido. La sangre trepó por el pecho de la víctima como succionada por la nariz, y las lágrimas rojas regresaron volando a las cuencas de sus ojos. El chico volvió a bajar los brazos, y éstos se curaron. El terror dio paso al azoramiento y, con un último respingo no carente de comicidad, el martillo se alejó llevándose consigo el dolor y la conmoción del semblante de Todd Curry. El chaval volvió a repantigarse y a reír.

Entretanto, Cardinal se aproximaba poco a poco al armario.

—¿Por qué no me cuentas cómo ocurrió? ¿Te obligaba Eric a que lo ayudaras, fue así como pasó?

La mujer se puso de pie.

—Nunca me obligó a hacer nada que yo no quisiera. Eric me amaba, ¿sabes? ¿Llegas a entenderlo? El nuestro era un amor especial, mejor que cualquier chorrada de esas que aparecen en los libros. Y era un amor verdadero, trascendía el tiempo y el espacio. Quizá puedas llegar a comprenderlo, pero lo dudo.

—Cuéntamelo, ayúdame a entenderlo.

La mujer se había colocado en posición de tiro, rodillas flexionadas, la mano izquierda reforzando la derecha, que sujetaba el arma. Cuando miraba al policía, lo hacía alineando su ojo, la mira y la cabeza de Cardinal.

Cada vez que podía, él se inclinaba hacia la cartuchera con la mayor lentitud posible. Ella lo notó, y él tuvo que levantar una de sus manos para demostrar que la tenía vacía.

La mujer bajó un poco el cañón. Parecía distraída, como si en realidad no lo estuviese mirando; como si no le interesara la escena que se desarrollaba ante sus ojos, sino alguna otra, distante, evocada tal vez. Entonces la mirada se le aclaró y apretó el gatillo.

La bala le entró en el abdomen por encima del ombligo. Cardinal hincó una rodilla como haciendo una genuflexión. Fue un breve momento de gracia porque después sus entrañas se prendieron fuego. Unos instantes más tarde se dobló y cayó al suelo sobre su costado.

La mujer dio dos pasos rápidos y enseguida lo miró desde arriba. No hizo mueca alguna ni sonrió.

—¿Qué se siente? —dijo como si preguntara la hora.

La puerta más cercana estaba a un metro y medio. «Lo mismo da», pensó Cardinal. Podía estar a diez. En lo alto, la mujer aún sujetaba el arma, pero la mantenía alejada de su alcance. Cardinal no pensaba más que en llegar al armario, mas no lograba reunir las fuerzas para ponerse de pie.

—¿Qué se siente? —reiteró ella—. ¿Es agradable? Dime, ¿te gusta?

Cardinal se echó a llorar. No es frecuente oír llorar a un hombre adulto. Se le vino a la mente aquel accidente en el paso elevado. Una barra de aluminio había atravesado el cuerpo del conductor a la altura del estómago empalándolo al asiento. Cardinal recordó que aquel moribundo lloraba igual que él.

La sangre se le escurría de entre las manos. Se apretó la herida y con sumo esfuerzo volvió a intentar ponerse de rodillas. La mujer retrocedió.

«Son dos pasos hasta el armario —se dijo Cardinal—. Dos malditos pasos. Si alargo el brazo alcanzaré la Beretta». Lo intentó, gateó, pero no tenía fuerzas en el brazo.

La mujer se inclinó para mirarlo. La cara eccematosa apareció boca abajo, un truco de perspectiva que el cerebro de Cardinal, aturdido por el dolor, no llegaba a descifrar del todo.

—Un tiro en la barriga —explicó—. Es horrible, se tarda horas en morir de un tiro en la barriga. ¿Qué piensa al respecto?

Le apuntó. Otra vez al vientre.

—¡Joder! —exclamó Cardinal, alzando patéticamente la mano para detener el proyectil.

No llegó a oír aquel segundo disparo. La bala le atravesó la palma de la mano y penetró en su abdomen. De repente, el cuarto se volvió blanco, pero al cabo de unos segundos recobró el color, como lo hace una fotografía en el líquido de revelado. No lograba recordar. ¿Hacia dónde se dirigía? ¿Qué era lo que había querido coger? ¿Era tan importante? ¿Por qué?

La mujer le habló pero él no pudo comprender las palabras a causa del dolor. ¿Cuatro más? ¿Era eso lo que le decía aquella mujer? «¿Que aún tiene cuatro para mí?». Las palabras llegaban una tras otra pero no significaban nada para Cardinal. «¿Cuatro más… qué? ¿Ése es el mensaje?». Entonces comprendió: «Me está diciendo que tiene cuatro balas más para mí».

El revólver se balanceaba sobre él como la espada de Damocles. Cardinal se tumbó de lado como si sus costillas fuesen a desviar el disparo. Entonces oyó un estruendo. Algo le cayó encima de la pierna. Era el revólver, la mujer lo había soltado.

Cardinal abrió los ojos. El pecho de la mujer estaba salpicado de sangre. Había levantado la cabeza de un respingo, como si hubiese oído gritar su nombre. Luego hizo el gesto de querer limpiarse la sangre del pecho, y entonces su cara dibujó un gesto de crispación, como si de pronto hubiese comprendido que tendría que llevar la prenda al tinte y que le costaría bastante limpiarla.

«Está muerta —pensó Cardinal—. Pero todavía no lo sabe».

El cuerpo de la mujer se le vino encima y aterrizó sobre sus piernas.

Delorme llegó corriendo y se arrodilló junto a su compañero. Él no lo podía creer, Lise Delorme estaba arrodillada a su lado y procuraba tranquilizarlo con el mismo tono que él había usado tantas veces para aliviar el dolor de las víctimas de horribles accidentes. «Te pondrás bien… Aguanta… No te me vayas…». Y otras frases extremadamente fútiles. Pero Delorme llevaba algo blanco en la mano. ¿Era una funda de almohada o el cabestrillo de su brazo herido? Cardinal no lo sabía, pero vio que con gran eficiencia rasgaba aquella tela para vendarlo.