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—Dime que he sido muy buena, Cardinal. Tenía la cinta para mi sola y ni siquiera la he tocado. Tú no habrías esperado, ya la habrías escuchado por lo menos cinco veces.

—Es un defecto de mi carácter —respondió Cardinal mientras daba pisotones para quitarse la nieve de las botas—. ¿Ha llamado Len Weisman?

—No. Me dio la impresión de que prefería que no le diera la lata.

—Pero ya han pasado dos días, ¿no? ¿Cuánto tiempo se puede tardar en examinar un odontograma?

Delorme se limitó a encogerse de hombros. Cardinal no pudo evitar fijarse en los pechos de su compañera, y sintió cómo se le subían los colores. «Por el amor de Dios —se regañó—. Catherine está enferma en el Hospital Ontario. Y no es sólo eso: aunque la detective Lise Delorme tenga un cuerpo agradable y una cara bonita, también tiene muchas ganas de trincarme, y no voy a sentirme atraído por ella. Si fuese más fuerte, esto ni siquiera me habría ocurrido».

Delorme entregó a Cardinal un paquete postal del tamaño de una caja de zapatos. Envuelta en el plástico de burbujas apareció una cinta de casete que parecía recién comprada. Alguien había escrito encima de la etiqueta de la CBC: «Mejorado digitalmente».

—Le pedí prestado el walkman a la sargento Flower —dijo Delorme—. Tiene entradas para dos pares de cascos.

Delorme le entregó un juego v ambos se conectaron.

Cardinal despejó parte del escritorio de Delorme y se sentó, sujetando el cable que los conectaba como siameses unidos por el oído. Le dio a la tecla de reproducción y fijó la vista en la ventana, por la que se podía ver una pala mecánica dando origen a un maremoto de nieve. De inmediato pulsó la tecla de pausa.

—Está mucho más clara, antes no se oía ese avión.

—¿Crees que tal vez esté cerca de Airport Drive?

Cuando se entusiasmaba, la cara de Delorme se animaba maravillosamente; Cardinal pudo ver en su gesto la niña que había sido alguna vez. Durante una fracción de segundo quiso creer que ella había abandonado Especiales y que ya no lo estaba investigando. Luego regresó al horror de la cinta.

Todo el siseo anterior había desaparecido. Cuando las ventanas vibraban daban ganas de salir al cuarto contiguo y cerrarlas, los pasos del asesino sonaban como disparos de fusil, y el terror de la niña…, pues ya lo recordaban de la primera vez. Cuando acabaron los últimos sollozos de Katie Pine, los pasos del asesino se fueron alejando del micrófono. Entonces los policías oyeron un sonido nuevo.

Delorme se arrancó los cascos.

—¿Has oído eso, Cardinal?

—Escuchémoslo de nuevo.

Delorme rebobinó. Escucharon los últimos sollozos, las pisadas y luego, una fracción de segundo antes de que la máquina dejara de grabar, algo que sin lugar a dudas eran las campanadas solemnes de un reloj. A mitad de la tercera campanada se acababa la grabación, y entonces no se oyó más que el silencio.

—¡Increíble! —exclamó Delorme—. En la cinta original no se oía esto.

—Es estupendo, Lise. Todo lo que tenemos que hacer es cotejarlo con el reloj de nuestro sospechoso. Pero tenemos un pequeño problema: no hay ningún sospechoso.

Hecha la salvedad, Cardinal telefoneó a la CBC con el móvil de Delorme.

—Supongo que han recibido la cinta.

La voz de locutor de Fortier salía del auricular como si también hubiese sido mejorada digitalmente.

—Ha hecho un trabajo estupendo, señor Fortier. Me preocupa que quizá sea demasiado bueno.

—No he añadido nada que no apareciese en la cinta original, si se refiere a eso. Con un ecualizador analógico sólo se pueden aumentar o suprimir ciertas frecuencias; con uno digital podemos jugar con las distintas fuentes de sonido. En la cinta que le mandé, cada fuente de la secuencia completa está grabada en su propia pista: una pista para la ventana, otra para el reloj, una para la voz de él y otra para la voz de ella. Lo que usted recibió es la mezcla final. En un juicio no puede utilizarla como prueba, pero le servirá para otros fines.

—¿No se puede mejorar más la voz del hombre? Todavía suena como si estuviese en el fondo de un pozo.

—Me temo que no. Está demasiado lejos del micrófono.

—No importa. Ha hecho usted un trabajo realmente increíble.

—Cualquier ingeniero de sonido podía haberlo hecho, asumiendo en primer lugar que hubiese oído el reloj. Mi ventaja, como usted sabe, es que soy ciego; aun así, no logré percibir la campana del reloj hasta la cuarta o quinta escucha.

—Se parece a un reloj de péndulo.

—En absoluto. Escuche bien, no llega a resonar tanto como un reloj de péndulo. Yo diría que es un reloj de repisa, y bastante antiguo. Lo que necesita es un experto; un relojero suizo, a ser posible viejo y encorvado. Hágale escuchar la cinta y él le informará de la marca, el modelo y el número de serie.

El comentario le arrancó a Cardinal una carcajada.

—Si alguna vez está en mis manos hacer algo por la CBC, no dude en llamarme.

—Un aumento del presupuesto no nos vendría nada mal. Ah, y salude de mi parte a la agente Delorme. Tiene una voz muy atractiva.

—¿Sabe que lo está escuchando por el altavoz?

—Ya sabe que no, detective. Buen intento, de todos modos.

—Te cae bien —observó Delorme cuando colgó—. Hay un montón de gente que te desagrada, pero él te cae bien.

—Dice que tienes una voz bonita.

—¿De veras? ¿Y qué opina acerca del reloj?

—Dice que es de repisa, probablemente bastante antiguo, y que llevemos la cinta a un relojero experto.

—¿En Algonquin Bay? ¿Qué relojero experto, el que cambia las pilas en el centro comercial?

—Debe de haber alguien que repare relojes. Si no lo hay aquí, habrá que ir a Toronto.

Sonó el teléfono, Delorme lo cogió y tras unos momentos estiró el brazo para pasárselo a Cardinal.

—Es Weisman.

—¿Len? ¿Qué diablos ha ocurrido? ¿Dónde está nuestro odontograma?

—No me puedo creer al cabrón del dentista. Nos da largas, dice a la secretaria que no está, no se presenta, erre que erre. Por fin logro contactar con el crápula y nos acercarnos a su consultorio. ¿Y sabe por qué nos daba largas? Porque le había pasado a la familia del chico facturas carísimas por arreglos que jamás había realizado.

—¿Qué indica exactamente su odontograma?

—Pues está lleno de empastes que el tipo nunca hizo. Según la ficha, el chico tenía suficientes empastes para pavimentar el lago Ontario. Pero el paciente que tenemos aquí en el mortuorio sólo tiene cinco empastes pequeños.

—Pero y esos cinco, Len, ¿coinciden o no?

—Por suerte, el muy hijo de puta había marcado los empastes que sí había hecho con otro color. Hay cinco empastes pequeños señalados con bolígrafo rojo y coinciden todos: el paciente es Todd William Curry.