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Eric Fraser terminó de sacar brillo a la D-35 y volvió a colgarla en el soporte de la pared, detrás del mostrador. Una de sus obligaciones era sacar lustre a las guitarras una vez por semana, prefería aquello a encargarse de la caja registradora o a desempaquetar amplificadores. Lustrar le gustaba, era una actividad agradable y mecánica que le permitía dejar volar sus pensamientos por donde quisiera: a la isla, a la casa abandonada o al chico que tenía prisionero en el sótano de Edie.

—¿Cuánto cuesta la Martin? —preguntó un adolescente gordinflón con bigote ralo y cubierto de sudor.

—Tres mil seiscientos.

—¿Y esa Gibson que tienes ahí?

—Mil doscientos.

Eric sabía que el gordinflón deseaba probarlas pero no se lo sugirió. Alan no era amigo de que los clientes probasen las guitarras caras a menos que estuviesen verdaderamente interesados.

Arrastrando los pies, el chaval se dio la vuelta y caminó hacia los libros de partituras, y Eric se enfrascó nuevamente en el lustre de la Gibson. Él nunca tocaba. Carl y Alan eran músicos profesionales y a Eric le avergonzaba demostrar su escaso talento en presencia de sus compañeros. Aun así, todavía atesoraba bajo la cama el instrumento de Keith London, una Ovation en perfecto estado. Intentó rasgar un par de acordes, pero los dedos le escocían por falta de práctica.

Una chica entró en la tienda. Se puso a ojear las partituras intentando memorizar los acordes de una canción de Whitney Houston. No pasaba de los doce años y tenía el cabello largo y liso. Era maravilloso poder contemplarla sin sentir deseo alguno; gozar de un prisionero hacía que disminuyeran los truenos que Eric sentía en su interior. Katie Pine, sin embargo, no había tenido tanta suerte. En aquella ocasión, Eric estaba cavilando sobre Billy LaBelle cuando Katie Pine se presentó en la tienda, interesada en los instrumentos de viento pero sin intención de comprar ninguno de ellos. En el mismo instante en que la vio, Eric se sintió presa del destino: esa chica sería suya y nada ni nadie se lo iba a impedir.

Lo de Billy LaBelle había sido muy distinto. Billy solía pasar habitualmente por allí a tomar clases, y Eric había tenido varias semanas para observarlo. Siempre llegaba solo, y después de su clase de música siempre partía solo cargado con su guitarra. ¡Qué grandes planes había concebido para Billy!, pero va y se muere. Al menos, Edie y él habían aprendido la lección: no volvería a suceder. No señor, tenía grandes planes para el nuevo.

Imaginó las barbaridades a las que lo sometería, no conseguía quitarse al prisionero de la cabeza. Habían empapelado la ciudad con su fotografía, el centro comercial —hasta en la puerta de Troy Music—, y las calles y las paradas de autobús. Pero Keith no había estado en la ciudad más de un par de horas, nadie lo iba a poder encontrar y mucho menos los polis que salieron por la tele.

Si pudiese hallar un lugar adecuado, un sitio apartado pero de fácil acceso donde pudiera actuar con toda libertad, donde poder montar la cámara y las luces. Pero no sería sencillo, las casas abandonadas no caen del cielo.

—Puedes acabar de lustrarlas mañana, Eric. Encárgate de la caja registradora, ¿vale?

—De acuerdo, Alan. Pero ¿no habías dicho que había que inventariar unos equipos?

—Hazlo mañana. Ahora encárgate de la caja.

«¿Sabes por qué tengo que encargarme de la caja? —pensó Eric—. Porque tú te las vas a dar de experto. Porque tienes que presumir delante de estos bobos y mostrarles cómo tocan los que saben tocar de verdad, ¿no es así?».

Alan afinaba un Dobro Fender para un tío que llevaba el pelo largo hasta las rodillas. Algunos rasgos de Alan, como actuar con firmeza sin dejar de ser amable, recordaban a Eric a su último padre adoptivo.

La chica que intentaba memorizar todos los acordes de la canción de Whitney Houston se dio por vencida y decidió comprar la partitura.

—¿Tocas el piano?

El esfuerzo que hacía Eric por mostrarse amable iba dirigido a Alan, por supuesto.

—Sí, un poco.

—Eso está bien. Estos acordes sonarán mejor tocados en un piano. Para guitarra no sirven, tienen muchos bemoles.

Era fácil hablar cuando se sentía libre. Tener un prisionero en casa le permitía hablar con la gente con la facilidad con que lo hacían Alan y Carl. Rasgó el comprobante y lo pegó a la bolsa.

—Que la disfrutes. Y si necesitas alguna otra partitura nos la pides.

—Gracias. Lo haré —respondió ella, la cara salpicada de acné y los dientes ocultos tras los aparatos.

«Es increíble —se dijo—. Una semana antes no habría podido ni hablar con ella por la tensión. Los truenos que hay en mi corazón me habrían suscitado imágenes terribles, habrían sido más fuertes que mis obligaciones».

Sin embargo, ahora podía observar cómo sacudía su largo cabello liso sin que le ocasionara deseos de ningún tipo. No ponerse nervioso en esas circunstancias era una auténtica exhibición de autocontrol.

Jane, su hermana adoptiva, también tenía el cabello liso, pero era rubio. A Eric le fascinaba. Siempre se lo estaba acicalando, a veces se retorcía un mechón distraídamente mientras miraba la televisión, otras se estudiaba las puntas abiertas bizqueando por el esfuerzo. Eric se lo tocó más de una vez, pero ella nunca llegó a enterarse. En el coche, por ejemplo, si ella ocupaba el asiento delantero y él el de atrás, Eric no perdía la oportunidad de tocar aquella melena dorada de dulce perfume. Ella no lo notaba.

Durante unos segundos soñó despierto con Jane. Cuántas cosas le habría hecho de habérselo permitido las circunstancias. De pronto oyó a Alan Troy invitándolo a marcharse a casa, no había mucho que hacer.

—¿Estás seguro, Alan? Puedo quedarme un rato más si hace falta.

—Créeme, no hace falta. Carl se encargará de cerrar.

Se había puesto el abrigo y estaba a punto de irse cuando se dejó llevar por un impulso.

—¿Cuánto puede valer una Ovation de segunda mano?

Alan contestó sin levantar la vista mientras contaba el dinero de la caja.

—¿Por qué, quieres vender una?

—El otro día, un tipo me quiso vender la suya, pedía trescientos por ella.

—Depende del modelo, ya sabes. Una Ovation nueva cuesta poco menos de ochocientos, así que no está mal de precio. Habría que ver el clavijero, el diapasón y demás.

—Tenía buena pinta, pero yo no soy ningún experto.

—Si el tipo te la deja, tráela y le echamos un vistazo. Digamos que te daré mi opinión profesional. ¿Qué te parece?

—Quizá lo haga. No sé si el tipo sigue en la ciudad… Bueno, hasta mañana, Alan.

—Buenas noches, Eric. Conduce con cuidado, la ciudad es un charco de aguanieve.

Alan lo miró desconcertado y esbozó una sonrisa.

—Te veo de muy buen humor estos últimos días.

—¿De Veras? —Eric se detuvo a pesar—. Quizá tengas razón. Me han llegado buenas noticias: mi hermana se ha licenciado en Farmacia.

—Que buena noticia, me alegro por ella.

—Yo también. Jane es una buena chica.

Sin embargo, lo cierto es que Eric no había tenido noticias de su hermana adoptiva desde hacía más de catorce años.

Pensó que lo echarían de su nuevo hogar por el incendio que había originado en la casa contigua, pero nunca lo acusaron por ello, ni tampoco lo pillaron por las espantosas «fiestas» a las que invitó al perro y al gato, que todo el mundo había dado por desaparecidos. Al final, acabaron descubriéndolo por una tontería sin importancia.

La causa fue Jane. Si a sus trece años Jane no hubiese sido una niña tan estirada todo habría ido sobre ruedas, él se habría adaptado mejor y habría logrado relajarse. Pero ella siempre lo incitaba, meneaba la cabellera para que él la admirase y después lo ninguneaba. Cuando hizo desaparecer al perro, Eric se sintió, de pronto, liberado de su anhelo. A partir de entonces pudo hablarle, llegó a consolarla incluso por la pérdida de su mascota.

Pero una semana después de la muerte del perro, el feroz dolor del pecho volvió a atormentarlo. Esos truenos. Jane lo ninguneó como había hecho siempre, lo trataba como un guijarro molesto que se le hubiera clavado en el tacón de su zapato. Él soportó el dolor estoicamente, pero cuando ya no pudo aguantarlo por más tiempo decidió que —al menos por una noche— ella le haría caso. De eso estaba seguro. En cuanto a lo demás, no tenía ni idea de qué iba a hacer o cómo lo llevaría a cabo.

Una noche se quedó despierto, la casa temblaba ya con los ronquidos de oso de su padre adoptivo. Se puso los vaqueros, la camisa y unos calcetines y recorrió el pasillo hasta la habitación de Jane. Sabía que la puerta no tenía cerrojo, ninguna tenía cerrojo.

Algunas noches, Jane se quedaba leyendo o escuchando su radio de plástico rosa, pero aquella vez no se apreciaba claridad por debajo de la puerta. Eric no dudó ni un segundo.

Giró el pomo de la puerta, entró en la habitación y cerró la puerta. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y podía distinguir perfectamente los contornos de las caderas bajo las mantas. Estaba acurrucada de cara a la pared, la melena rubia le ocultaba el rostro.

La estancia olía a zapatillas de deporte y aceite para niños. Eric permaneció inmóvil durante un buen rato, viendo subir y bajar el torso de Jane al respirar. «Puedo hacer lo que me plazca», razonó.

Puso las manos encima de la figura sin tocarla, como si el cuerpo fuera un radiador sobre el que quisiera calentarse las manos. Entonces le acarició el cabello y con el dedo índice enganchó un mechón, olía a champú Halo.

La respiración de Jane se entrecortó y Eric se detuvo en seco. «No es más que un sueño —estuvo a punto de susurrarle—. No hay por qué despertarse». Pero ella se despertó. Se incorporó con los ojos abiertos y, antes de que él pudiese hacer nada, gritó. Eric intentó taparle la boca pero ella le mordió la mano y chilló fuera de sí:

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Eric está en mi habitación! ¡Eric está en mi habitación!

Fue una noche larga, una noche de lágrimas y voces airadas. Eric repetía una y otra vez que era sonámbulo, pero no logró que le creyeran.

Para su sorpresa, Eric Fraser fue desterrado de su habitación y último hogar adoptivo, pero no por raptar y torturar al perro y al gato de la familia o por prender fuego al terreno del vecino; lo echaron de aquel hogar por el imperdonable crimen de haber puesto un pie en el dormitorio de su hija.

A partir de entonces se acabaron las familias adoptivas. Eric fue dando rumbos de una asociación benéfica a otra y su comportamiento empeoró vertiginosamente. Desaparecieron más animales, se desataron más incendios. Un niño menor osó burlarse de él por hacerse pis en la cama: Eric lo amordazó y lo azotó con un cable eléctrico.

Su última falta lo puso a disposición del Juzgado de Menores, en el 311 de Jarvis Street. Aquélla fue la tercera y última comparecencia. De acuerdo con la ley, se le acusó de delincuencia juvenil y fue destinado al Reformatorio Saint Bartholomew, en Deep River, donde permanecería bajo la tutela y guía de los Hermanos Cristianos hasta cumplir dieciocho años.

Lo único bueno que le sucedió allí fue que otro interno llamado Tony le enseñó a tocar la guitarra. Cuando salieron de Saint Bartholomew, pusieron rumbo a Toronto y formaron una banda de música grunge. Pero los otros miembros tenían más talento que Eric y en pocas semanas se deshicieron de él. Se sucedieron empleos cada vez más anodinos y habitaciones progresivamente más pequeñas. Eric sentía que Toronto lo ahogaba, le provocaba una sensación asfixiante, como si los pulmones ya no le respondieran. No tenía amigos. Pasaba las noches solo hojeando revistas pornográficas que le llegaban por correo en sobres de estraza. Entretanto, sus fantasías se tornaban más y más turbias.

Decidió que Toronto acabaría por matarlo, que tenía que mudarse a algún lugar abierto, con aire fresco, donde no tuviera aquella sensación de opresión constante. Con su minuciosidad habitual confeccionó una lista de las ciudades pequeñas y de los servicios de los que disponían, y redujo las posibilidades a Peterborough o Algonquin Bay. Visitaría ambas, comenzando por la segunda. Apenas llegó a Algonquin Bay vio un anuncio de «Se necesita empleado». La tienda era Troy Music, y así fue como Eric se estableció en la bahía. Una semana más tarde conocería a Edie y algo en su interior lo hizo sentir más fuerte. La devoción que percibió en sus ojos le confirmaron que juntos podrían compartir un destino. Fuera el que fuese.

Pero a Eric Fraser no le gustaba evocar el pasado: los años sofocantes, terribles que había pasado en Toronto; la hostilidad de Saint Bartholomew… Eric tenía la impresión de que todo lo ocurrido no había sido más que un fallo burocrático, que por error le había tocado en suerte una existencia estrecha y mezquina, una vida equivocada. La suya, la que de verdad le correspondía, se la habían robado.

Lo peor de todo es que todo lo que había sufrido habría podido evitarse, pensaba mientras pasaba en su furgoneta por delante de la vieja estación de los Ferrocarriles Nacionales, de camino a casa de Edie. Nunca se habría armado semejante lío si hubiese sido lo bastante listo para taparle la boca a Jane con un buen trozo de cinta adhesiva.