4

Don (diminutivo de Adonis) Dyson llevaba sus cincuenta años con vitalidad. El destino lo había dotado de un cuerpo estilizado y enjuto de gimnasta, capaz de ágiles, súbitos e incluso gráciles movimientos. Sin embargo —tal y como se apresuraban en señalar sus subordinados— de adonis Don Dyson tenía muy poco. Lo único que el sargento detective tenía en común con los agraciados efebos de los museos era un corazón frío como el mármol. Nadie sabía si se trataba de una tara de nacimiento o si quince años de trabajo como detective de Homicidios en Toronto habían cubierto de escarcha una disposición ya de por sí glacial. No tenía amigos, ni en el cuerpo ni fuera de él, y quienes habían conocido a la señora Dyson aseguraban que ella hacía que su esposo pareciera un peluche sentimental.

El sargento detective Dyson era quisquilloso, rimbombante, calvo y calculador. Sus dedos, largos y con yemas espatuladas, le reportaban a su vanidad unas ínfulas desmesuradas. Cuando manipulaba su abrecartas o jugaba con una caja de clips, aquellos dedos se tomaban arácnidos. Su cabeza calva, proporcionada cual esfera perfecta, estaba enmarcada por un círculo de pelo de precisión geométrica que bordeaba parietales y nuca. Jerry Commanda lo despreciaba, lo que Cardinal atribuía a su sangre india; aunque lo cierto es que Jerry no toleraba a ninguna autoridad y punto. Delorme aseguraba que en el reflejo de una calva como la de Dyson podría depilarse las cejas, si algún día decidía hacerlo.

Era precisamente aquel globo especular el que se inclinaba hacia Cardinal, que se encontraba sentado en una silla dispuesta a cuarenta y cinco grados en relación con el escritorio de su superior. Sin duda el sargento detective había leído en alguna parte que aquel ángulo mejoraba la relación psicológica entre el líder y su grupo. Dyson era un hombre exacto y tenía razones exactas para todo cuanto hacía. Aparcado en la esquina de su escritorio, en compañía del termo de café descafeinado, un donut glaseado aguardaba a que el reloj diera las diez y media —ni un segundo antes ni un segundo después— para ser ingerido.

En aquel preciso instante, Dyson sostenía el abrecartas entre las palmas, como si se dispusiera a medir con él el escritorio. Cuando finalmente habló, dio la impresión de estar dirigiéndose a la hoja.

—Como usted sabrá, nunca dije que se equivocara. Nunca sostuve que la chica no hubiese sido asesinada, al menos no con tantas palabras.

—No, señor. Sé que no lo dijo —lo aduló Cardinal, quien, ante la irritación, tendía a volverse extremadamente amable, aunque acabó por vencerlo su tendencia natural—. Usted sólo me transfirió a Robos y Hurtos para fortalecer mi espíritu.

—¿Recuerda los gastos? Estamos en la era de los recortes presupuestarios. No podemos andar por ahí creyéndonos que somos la Policía Montada, no podemos permitírnoslo. Usted dedicó todos sus recursos a un único caso.

—Tres casos.

—Tres, no. Dos, como mucho —corrigió Dyson contando con sus dedos aplanados—. El de Katie Pine se lo concedo. Tal vez pudiera incluir el de Billy LaBelle, pero de ninguna manera el de Margaret Fogle.

—Sargento, con el mayor respeto, la chica no se convirtió en sapo ni tampoco se evaporó.

De nuevo los dedos de Dyson, manicurados para impresionar, enumeraron las razones por las que Margaret Fogle no podía estar muerta.

—Tenía diecisiete años, por lo que era mayor y más avispada que los otros dos. Era de Toronto, no una joven pueblerina. Se había escapado de su casa innumerables veces y, como si todo lo que expongo no fuera suficiente, anduvo por ahí contándole a todo el que quisiera escucharla que esta vez no la iban a encontrar. Es decir, que levantó el campamento con su novio y se largó a Vancouver o a alguna otra maldita ciudad.

—Calgary, pero nunca llegó allí.

«La última vez que la vieron con vida fue en nuestra bendita ciudad —pensó. ¿Es que no lo entiendes, calvorota de mierda? Por Dios, cédeme de una vez a McLeod y deja que me marche».

—¿Por qué se me resiste en este asunto, Cardinal? Ahora que la Unión Soviética se ha disgregado, vivimos en el país más grande del mundo. Tres líneas de ferrocarril suben y bajan por esta pista de hielo que abarca miles de millones de hectáreas. Las tres se cruzan en nuestra humilde bahía. Tenemos un aeropuerto y una estación de autobuses, y cualquiera que quiera atravesar este gigantesco país de los cojones tiene que pasar obligatoriamente por esta pequeña ciudad. Ya no sabemos qué hacer con tanta adolescente fugitiva que nos toca detener. Adolescentes fugitivas, no víctimas de homicidios. Cardinal, usted estaba dilapidando recursos por investigar una fantasía.

—¿Me puedo retirar? —Cardinal quería zanjar el asunto con cordialidad—. Me pareció oír que me habían vuelto a asignar a Homicidios.

—En efecto. No tenía intención de sacar a relucir viejos trapos sucios, Cardinal. De nada serviría. En cuanto a Katie Pine… —Dyson subrayó el comentario apuntando a Cardinal con uno de sus dedos planos—. No había pruebas de haber sido asesinada, ni una, al menos no por aquel entonces, salvo el hecho de que una chiquilla se hubiera extraviado. Y, aunque eso pudiera sugerir algo raro, no hubo pruebas de que se hubiera cometido un crimen.

—Pruebas que sirvieran en un juicio, querrá decir.

—Usted solicitó una cantidad de agentes desproporcionada, recursos desproporcionados y horas extraordinarias absolutamente injustificables. Las horas extraordinarias por sí solas alcanzaban cifras estratosféricas. Yo no era el único que opinaba así, el jefe me apoyó de forma incondicional.

—Sargento, Algonquin Bay no es tan grande. Si un adolescente se pierde aparecen un millón de pistas, todo el mundo quiere ayudar. Si alguien saca una navaja en el cine, hay que comprobarlo. Si alguien ha visto a un mochilero joven, hay que comprobarlo. Todo el mundo cree haber visto a Katie Pine, en la playa, en el hospital registrada bajo un nombre falso, en una canoa del parque Algonquin. Cada una de esas pistas tiene que ser corroborada.

—Eso fue lo que me dijo entonces.

—Nada de eso fue inútil. A estas alturas debería ser obvio.

—Pero es que por aquel entonces ya no era obvio. Nadie vio a Katie Pine con un desconocido ni tampoco entrando en un coche. De pronto está en el parque de atracciones y, un segundo más tarde, adiós.

—Lo sé. Desapareció de la faz de la tierra.

—Desaparece de la faz de la tierra y usted decide creer, sin mediar prueba alguna, que la han asesinado. El tiempo le ha dado la razón, tanto como pudo haberlo hecho quedar en ridículo. El único hecho innegable era que se había es-fu-ma-do. Un misterio en toda regla.

«Pues sí —pensó Cardinal. La desaparición de Katie Pine es un misterio. Lo lamento muchísimo, me dejé llevar por la fantasía de que la policía de Algonquin Bay tiene la obligación de resolver algún misterio de vez en cuando. Aunque es cierto que la chica era india, y todos sabemos lo irresponsables que son esos indios».

—Seamos realistas —concluyó Dyson, envainando su abrecartas en una pequeña funda y colocándolo paralelo a una regla—. La chica era india. Me caen bien los indios, de verdad. Mantienen una calma prácticamente antinatural. Tienen buen carácter y se llevan muy bien con los niños. Yo sería el primero en afirmar que Jerry Commanda es un agente de primera, pero no nos engañemos, no son iguales que usted y yo.

—Estoy de acuerdo —respondió Cardinal, y lo decía en serio—. Somos completamente diferentes.

—Sus parientes se encuentran desperdigados por todo el maldito país. Esa chica podía estar en cualquier sitio, desde Mattawa hasta Sault Ste. Marie. No había ninguna razón para husmear en cada pozo entablado de cada mina de cada isla perdida en medio de un puñetero lago.

Había miles de razones, pero Cardinal no abrió la boca. No hacía falta; aquella cuestión se encontraba incluida en otra más importante aún.

—La cuestión es que sí registramos el cobertizo de la mina de Windigo. Lo registramos una semana después de que Katie Pine desapareciera. Cuatro días después, para ser exactos.

—¿Me está diciendo que la ocultaron en algún sitio antes de matarla? ¿Que la retuvieron prisionera?

—Efectivamente —señaló Cardinal reprimiendo las ansias de seguir hablando.

Dyson se estaba ofuscando y Cardinal dejaría que siguiera haciéndolo porque aquello lo beneficiaba. El abrecartas fue extraído de nuevo de su funda, un clip errante fue arponeado, levantado y transferido a una escudilla de latón.

—Por otra parte, —continuó Dyson— quizá la chica muriera en el acto. El asesino pudo haber guardado el cuerpo hasta que tuvo ocasión de abandonarlo en un lugar más seguro.

—Es probable. El Centro de Medicina Forense tal vez pueda decirnos dónde. Enviaremos los restos a Toronto en cuanto avisemos a la madre. Todo indica que se trata de una investigación larga. Voy a necesitar a McLeod.

—Imposible. Se requiere su presencia en el juzgado para llevar el caso de los hermanos Corriveau. Delorme puede echarle una mano.

—Necesito a McLeod, Delorme no tiene experiencia.

—No me venga con prejuicios porque es mujer, porque es francófona y porque, al contrario que usted, ha vivido toda su vida en Algonquin Bay. No pongo en duda que usted haya trabajado diez años en Toronto, pero no me venga con que seis años en Investigaciones Especiales no valen como experiencia.

—No la estoy criticando. Hizo un buen trabajo con el asunto del alcalde. También con el chanchullo del consejo directivo del colegio. Que se dedique a esas investigaciones burocráticas, a los temas delicados. ¿Quién va a encargarse de Especiales si no?

—¿Desde cuándo le importa a usted Especiales? Deje que yo me ocupe de eso. Delorme es un investigadora competente.

—Carece de experiencia en Homicidios. Anoche casi destroza una prueba muy importante.

—No le creo. ¿De qué diablos está hablando?

Cardinal le refirió lo ocurrido con la bolsita de plástico. Sonó como una excusa baladí, le sonó baladí incluso a él mismo.

Dyson clavó la vista en el muro que su subordinado tenía a sus espaldas. Se hizo el silencio, el sargento detective no movió un músculo. Cardinal contemplaba los remolinos de viento y nieve que aparecían y desaparecían por el hueco de la ventana. Tras la conversación, no sabría si lo que estaba a punto de oír era una ocurrencia de su jefe o una salida calculada para sorprenderlo.

—¿No le preocupará que Delorme lo esté investigando a usted, verdad?

—No, señor.

—Me alegro. Entonces sugiero que vaya repasando su francés.

En la década del cuarenta se descubrió níquel en la isla Windigo. El mineral se explotó intermitentemente durante doce años. Durante su apogeo, la mina nunca produjo grandes ganancias ni empleó a más de cuarenta trabajadores; además, su situación en medio del lago convertía el transporte del metal en una pesadilla. Más de un camión rompió la capa de hielo y fue a parar al fondo del lago. Se decía que sobre la mina pesaba la maldición del espíritu atormentado que le dio su nombre. Muchos inversores de Algonquin Bay perdieron su dinero en la empresa, que cerró definitivamente cuando se descubrieron vetas más rentables a unos ciento veinte kilómetros de allí, en la ciudad de Sudbury.

El pozo de la mina, un túnel cavado a plomo, tenía unos ciento setenta metros de profundidad y se extendía otros setecientos lateralmente, por lo que la Brigada de Investigaciones Criminales al completo respiró aliviada cuando se estableció que sólo la bocamina del pozo había sufrido daños, y no el pozo propiamente dicho.

Cuando Cardinal y Delorme llegaron a la isla, el frío ya no podía compararse con el de la noche anterior; la temperatura sólo se hallaba unos pocos grados por debajo del punto de congelación. Lejos, las motonieves zumbaban entre las cabañas de los pescadores. De una nube semejante a una inmensa almohada mugrienta caían lentamente algunos copos de nieve. Ya casi habían acabado de liberar el cuerpo de su encajonamiento.

—Por suerte no ha habido que serrar a través del hielo —les informó Arsenault. A pesar de las temperaturas bajo cero, podían verse gotas de sudor en su cara—. Aplicamos vibraciones al bloque y dieron resultado: pudimos sacarlo en una sola pieza. Eso sí, moverlo nos va a costar mucho trabajo; no podemos hacer llegar una grúa hasta aquí sin destrozar las pruebas que pueda haber en la escena del crimen. Habrá que arrastrarlo hasta el camión en un trineo. Imagino que los patines causarán menos destrozos que un tobogán.

—Bien pensado —dijo Cardinal—. ¿De dónde habéis sacado el camión?

El vehículo, un mastodonte verde de unas cinco toneladas y media con adhesivos negros que cubrían los laterales de la caja, se acercaba marcha atrás hacia el cobertizo de la bocamina. El doctor Barnhouse les había recordado en tono admonitorio que, independientemente de lo mucho que necesitaran un vehículo refrigerado, utilizar un camión de reparto de comestibles para transportar un cadáver infringiría todas las normas de sanidad habidas y por haber.

—Nos lo prestó Kastner, una empresa química. Lo usan para transportar nitrógeno. Lo de cubrir el nombre de la empresa con pegatinas fue idea de ellos. Quisieron ser respetuosos; todo un detalle, en mi opinión.

—Todo un detalle, recuérdame que les dé las gracias.

—¡John! ¡Eh, John!

El que gritaba era Roger Gwynn. Saludaba con la mano desde el otro lado de la cinta amarilla del acordonado. El ser amorfo cuya cara ocultaba una Nikon tenía que ser Nick Stoltz. Cardinal les devolvió el saludo. Aunque tenían más o menos la misma edad cuando estudiaban en el instituto, al periodista de The Algonquin Lode y a él no les unía ningún vínculo de amistad. Gwynn intentaba aventajar a la competencia haciendo gala de sus supuestos contactos. Para Cardinal, ejercer de policía en su ciudad natal tenía sus ventajas, pero en ocasiones sentía cierta nostalgia del relativo anonimato de Toronto. Disputándose el sitio alrededor de Stoltz, el policía avistó un equipo de televisión y, detrás, una silueta diminuta embutida en un anorak rosa con la capucha ribeteada con piel blanca. Seguramente se trataba de Grace Legault, la presentadora del telediario de las seis. Algonquin Bay no tenía canal de televisión propio, recibía todas las noticias de la vecina ciudad de Sudbury, distante unos ciento veinte kilómetros de la bahía. Cardinal ya había reparado en la furgoneta de la cadena CFCD, aparcada junto al furgón de la policía.

—¡Venga, John, concédeme tres segundos! —refunfuñó Roger Gwynn—. ¡Necesito una declaración!

Cardinal se acercó al periodista con Delorme, y se la presentó.

—Ya conozco a la señorita Delorme. Nos presentaron cuando encarceló al señor alcalde. ¿Qué me puedes decir de este asunto, John?

—Es una adolescente, lleva varios meses muerta. Nada más.

—Te lo agradezco, no te imaginas el artículo que podré escribir con eso. Dime, ¿qué probabilidades hay de que se trate de la chica de la reserva?

—No puedo darte más informaciones hasta que reciba los resultados de la autopsia de Toronto.

—¿Podría ser Billy LaBelle?

—No puedo darte más información.

—Venga, John, dime algo. Se me está congelando el culo de esperar.

Gwynn era un tipo desaliñado y regordete, sin modales, sin clase y con aire holgazán. En pocas palabras, un tipo que moriría escribiendo para The Algonquin Lode.

—¿La mataron? Al menos podrás confirmar eso, ¿no?

Cardinal le hizo señas al equipo de la televisión de Sudbury para que se aproximara.

—Acérquese, señorita Legault. No pienso repetir lo que voy a decirles.

Cardinal pasó a informarles de los hechos puros y duros sin mencionar ni la palabra «asesinatos» ni «Katie Pine», y acabó asegurándoles que en cuanto supiese algo más se lo haría saber. Como un gesto de cordialidad, le entregó a Grace Legault una tarjeta suya, pero no percibió ni un destello de gratitud en la mirada escéptica de la presentadora.

—Detective Cardinal —dijo mientras él se alejaba—, ¿conoce usted la leyenda del Windigo? ¿Qué tipo de criatura es?

—Sí, la conozco. Es una criatura mítica.

«Vaya festín se va a hacer con ese comentario», se dijo Cardinal felicitándose. Grace Legault era una profesional muy distinta a Roger Gwynn; ambición no le faltaba.

—¿Ya has acabado? —preguntó a Collingwood cuando Delorme y él entraron de nuevo en el cobertizo.

—Van cinco carretes. Aunque Arsenault dijo que también lo filmásemos en vídeo.

—Arsenault tiene razón.

Bajo el bloque de hielo ya se habían colocado tramos de una red. Con un generador Honda izaron el arnés y el torno hasta su posición. «Una imagen para el álbum de mi vida», pensó Cardinal mientras levantaban a un metro de su lecho de cemento el bloque entero, un ataúd translúcido con un cuerpo mutilado y retorcido en su interior.

—¿No crees que deberíamos cubrirlo? —murmuró Delorme.

—Lo mejor que podemos hacer por ella —respondió Cardinal sin alterarse— es asegurarnos de que todo lo que encuentren los forenses haya estado junto al cadáver antes de que lo descubriéramos.

—He dicho una estupidez, ¿verdad?

—Una estupidez.

—Lo siento.

Un copo de nieve posó sobre su ceja y allí se derritió.

—Es que al ver a así…

—Olvídalo.

Moviéndose de un lado a otro, Collingwood filmaba el bloque de hielo suspendido. Quitó el ojo del visor de la Sony y dijo dos palabras:

—La hoja.

Arsenault escrutó el bloque de hielo.

—Una hoja de arce, al menos eso es lo que parece. Un trozo, más bien.

Los bosques de aquella provincia norteña estaban poblados de pinos, álamos y abedules.

—¿Quién ha navegado estas aguas durante el verano? —inquirió Cardinal.

—Mi mujer y yo hicimos un picnic más o menos en agosto —repuso Arsenault—. Puedo averiguarlo si hace falta, pero si no recuerdo mal, en esta isla no hay más que pinos, píceas y muchos abedules.

—Eso creo yo —continuó Cardinal—. Lo cual confirmaría que no la mataron aquí.

Delorme llamó desde su móvil al Centro de Medicina Forense para avisarles de que el cuerpo llegaría en unas cuatro horas. Los restos, con hielo y todo, fueron bajados en trineo por la pendiente nevada de la playa hasta el interior del camión.

«Restos», pensó Cardinal. No resultaba la palabra más adecuada.