22
Keith London se sentó en la cama todavía medio grogui. El cuarto en el que se encontraba no le resultaba familiar, y se preguntó si sería porque giraba lenta aunque incesantemente, como un tiovivo a punto de detenerse. Cuando la rotación se detuvo y sus ojos lograron enfocar, distinguió cuatro paredes recubiertas con paneles de madera barata, torcidos y con manchas de humedad. Reparó en un butacón escorado de sólo tres patas, cuyos apoyabrazos mostraban quemaduras de cigarrillos. Sobre el suelo un pequeño radiador de aceite zumbaba intermitentemente como si contuviese un insecto en su interior. En el techo titilaba una bombilla de pocos vatios encapsulada en un aplique barato, y clavado a la pared con dos chinchetas colgaba un póster turístico de Vancouver, cortesía de la compañía Via Rail. El ventanuco había sido cerrado con tablas desde el exterior; el aire apestaba a aceite de calefactor, moho y cemento mojado.
Entonces Keith recordó lo ocurrido: había recogido sus pertenencias de la estación de autobuses mientras Eric y Edie lo esperaban afuera. Recordó haber entrado en un vehículo con la pareja y bebido una cerveza en la cocina de la casa. Sin embargo, no recordaba haberse metido en la cama ni tampoco haberse quitado la ropa. No recordaba nada de lo ocurrido después de aquella cerveza. Sentía las extremidades pesadas y exhaustas, como si hubiese dormido demasiado. Se frotó la cara, sintió la piel elástica y acalorada, qué curioso. Su reloj —evidentemente, con la prisa por desvestirse, se había olvidado de quitárselo— marcaba las tres. Tenía unas ganas de orinar incontenibles.
Aunque la habitación seguramente no tendría más de tres metros cuadrados, había en ella dos puertas. Keith descolgó las piernas por el costado de la cama y apoyó los pies en el suelo frío. Así permaneció durante un rato y, de no ser por las ganas de ir al baño, se habría quedado dormido sentado. Apoyándose en la pared para mantener el equilibrio, se puso de pie, no sin dificultad. La primera puerta que tentó estaba cerrada con llave —o con el pestillo echado—, pero afortunadamente la segunda resultó ser un retrete, con accesorios casi miniaturizados para adecuarse al tamaño del ínfimo cubículo.
Con paso vacilante regresó a la cama y pudo ver el estuche de su guitarra de pie en un rincón. Antes de precipitarse en un largo y oscuro pozo de inconsciencia, su cerebro tuvo el tiempo justo para registrar que allí no estaban ni su mochila ni su ropa.
Al despertarse de nuevo —¿habían pasado horas o días?—, lo primero que Keith vio fue a Eric sentado en la cama a su lado, observándolo y sonriendo ampliamente.
—Lázaro se levanta —dijo, sereno.
Con un gran esfuerzo, Keith se incorporó apoyando la espalda contra el cabezal. Sentía que su cuerpo se ladeaba pero no lograba reunir las fuerzas para mantenerse erguido. Su boca y garganta pedían a gritos un vaso de agua y, cuando intentó hablar, su voz se proyectó como un débil graznido.
—¿Cuánto hace que estoy durmiendo?
Eric extendió dos dedos frente a la cara de Keith, estaba tan cerca que el joven no pudo enfocar la imagen, le parecieron tres.
—¿Dos días enteros?
¿Era eso posible? Keith no recordaba haber dormido tanto en toda su vida. Un par de veces durante los primeros años de su adolescencia durmió durante dieciséis horas, y en una ocasión, presa de una fiebre de mil demonios, había dormido como un tronco durante veinte. Pero ¿dos días? «Si realmente he dormido tanto debo de estar muy, muy enfermo. Una persona sana no duerme cuarenta y ocho horas seguidas, eso más bien quiere decir que está en coma». Cuando Keith estaba a punto de expresar sus dudas, Eric se le adelantó. Le apoyó la mano sobre la frente y, dejándola allí con una expresión pensativa en el semblante, dijo:
—Ayer tuviste treinta y nueve de fiebre. Edie te tomó la temperatura, te puso el termómetro en la axila.
—¿Dónde está mi ropa? Será mejor que vaya a ver a un médico.
—Edie te la está lavando; vomitaste.
—¿De veras? Qué asco. —Keith se frotó el cuello; la garganta le escocía—. ¿Puedo beber agua?
—Del servicio. —Eric señaló la puerta pequeña—. Pero antes deberías beber un poco de esto.
Le ofreció una taza humeante.
—Un remedio de Edie. Lo ha traído de la farmacia. No te preocupes, Edie es farmacéutica.
De la taza brotaban cálidos vapores de miel y limón. Keith dio un sorbo y se quemó la lengua. Era un remedio para la gripe, probablemente Tylenol y algún antiestamínico, pero sabía a gloria. Después de un par de tragos, Keith empezó a sentirse algo mejor.
La bruma que le nublaba la vista comenzó a disiparse. Keith se percató de la cámara Polaroid que Eric llevaba colgada al cuello.
—¿Y eso para qué es?
—Para tomar las fotografías del casting. A Edie y a mí nos apasiona la cinematografía. Por eso nos fijamos en ti, esperábamos que quisieras participar en nuestra película.
—¿Qué tipo de película es?
—Pues… de bajo presupuesto, experimental. Poética. Te lo hubiera querido preguntar la otra noche pero temí que no fuese el momento más adecuado.
—No hay problema, me encantaría ayudaros.
Keith se deslizó bajo la manta y se hizo un ovillo, volver a dormir le pareció de pronto una gran idea.
Eric le mostró un periódico.
—The Algonquin Lode, pero por aquí lo llamamos La cháchara de siempre…
Las páginas hacían un ruido escandaloso al pasar. Eric carraspeó y luego comenzó a leer con tono pausado y con cierta ironía:
—«La policía de Algonquin Bay desplegó un gran número de efectivos en la intersección de Timothy Street con Main Street, donde la tarde pasada, en la carbonera de una casa deshabitada, se descubrió el cadáver de un varón aún no identificado. Los investigadores no descartan que el homicidio pudiese ser obra del asesino que el pasado septiembre acabó con la vida de Katie Pine.
»“Según el detective John Cardinal, la víctima fue golpeada salvajemente: sufrió heridas faciales múltiples y los genitales le fueron separados del resto del cuerpo a patadas”.
—¡Vaya! —suspiró Keith—. ¿Eso ocurrió aquí?
—Sucedió aquí mismo, en Algonquin Bay. No muy lejos de esta habitación.
—¡Vaya! —repitió Keith—. Imagina que te golpeen de ese modo. No suena a la típica pelea de bar.
—No saquemos conclusiones apresuradas. Aquí no dice cómo era la víctima, quizás él se lo buscó. A lo mejor, el mundo es un lugar mejor sin él. Yo no lo echo de menos, ¿tú sí?
—Nadie merece morir así, no me importa lo que haya hecho.
—Tienes un buen corazón. A Edie le encantan los chicos buenos, a tu novia le debe encantar que seas tan sensible. ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Karen, sí… Pues no sé qué decirte, a Karen le gustaría que yo pensara un poco más en el futuro. Ahora mismo está cabreada conmigo.
—Háblame de las costumbres sexuales en Toronto, he oído que el sexo oral hace furor. ¿Karen es de las que la chupan?
—¡Joder, Eric!
Hasta ese momento, Keith se había dejado mecer por las templadas aguas del sueño.
«Dormiré un poco más —se prometió— y después me largaré de este cuartucho de mierda».
—No pude evitar verte el pene mientras te desvestíamos, Keith. Tienes los huevos grandes. Karen es una chica afortunada.
A Keith le apetecía que Eric cambiara de tema, pero no lograba que su cerebro transmitiese el mensaje a su lengua. Esa miel con limón realmente lo había dejado fuera de combate.
Eric puso una mano sobre la rodilla de su huésped, apretándosela con fuerza.
—La gente no entiende las cosas terribles que he visto, las violaciones, el abuso sexual. Lo he pasado mal, Keith, y eso a veces me pone un poco tenso. ¿Te gustaría que te acarician los genitales?
Keith intentó concentrarse. «¡Por Dios, qué han metido en la bebida!».
Transcurrieron cinco o quizá veinte minutos. Eric volvió a cubrir a Keith con las mantas.
—Estoy muy entusiasmado con esta película, Keith. Y Edie también. Eres ideal para el papel. Además, dijiste que te encantaban las experiencias nuevas. Esta película va a ser una verdadera experiencia.
Finalmente, Keith logró controlar su lengua.
—¿Qué me pasa? No puedo moverme…
Sentía que se hundía, que se hundía hasta el fondo…, hasta desfallecer. Por eso no estaba seguro de lo que sucedía, acaso no fuera más que un delirio suyo la imagen de Eric Fraser acercándosele y dándole un beso en la frente, y añadiendo con un suspiro:
—Lo sé.