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Lise Delorme no tenía demasiada experiencia en tareas de vigilancia. Aquel miércoles descubrió que no se le daba nada bien esperar, especialmente en mitad de la noche y en un local vacío y sin calefacción contiguo al restaurante New York. Por fortuna, la bebida caliente y el calefactor habían hecho que la espera fuera un poco más tolerable.

Desde tiempo atrás, incluso desde antes de nacer la detective Delorme, el New York siempre había sido el restaurante favorito del hampa de Algonquin Bay. Nadie sabía exactamente por qué, pero todos coincidían en que no podía deberse a la carta, un menú que pondría a prueba al ex convicto más curtido. McLeod aseguraba que los filetes eran más elásticos que los zapatos que debió usar cuando era cadete en Aylmer. Quizá fuera el nombre de la gran ciudad lo que le otorgaba, al menos para los maleantes de la zona con sus cánones palurdos un cierto glamour. Sin embargo, era extremadamente improbable que cualquiera de los muchos y variados delincuentes de Algonquin Bay se hubiese arriesgado a probar suerte en la gran manzana, ya que, como cualquier hijo de vecino, prefieren evitar las ciudades con un alto índice de criminalidad.

Musgrave achacaba el éxito del local a sus dos entradas. El New York es el único establecimiento hostelero de Algonquin Bay al que se puede acceder por la luminosa Main Street y abandonar por la tenebrosa Oak Street. Ahora bien, según Delorme, su popularidad se debía a los gigantescos y estrafalarios espejos de la pared, que hacían que el local pareciese el doble de grande, o acaso a los taburetes de vinilo rojo con ribetes dorados supervivientes de la década de los cincuenta. Delorme tenía la teoría de que el cerebro de los facinerosos funcionaba como el de un niño, que se siente atraído por los colores chillones y los objetos brillantes. Y por tanto el New York, con sus menús orlados con cordoncillos dorados y sus candelabros polvorientos, era el lugar de esparcimiento natural para un hampón.

Como era de esperar, el restaurante permanecía abierto las veinticuatro horas del día. Es la única casa de comidas de la ciudad que ostenta tan dudoso honor, y lo proclama a los cuatro vientos por medio de un hospitalario anuncio de neón carmesí que es también una advertencia: «El New York nunca duerme».

Con independencia de la causa de su popularidad, el antro resultaba de gran interés para las distintas fuerzas de seguridad. Tanto era así que se animaba a los policías a comer y cenar allí y a menudo lo hacían, rodeados de aquellos a quienes tarde o temprano tendrían que encarcelar. Algunas veces, los antagonistas entablaban conversaciones, otras se saludaban con un gesto silencioso y, en muchos casos, intercambiaban miradas glaciales. Sin lugar a dudas, en el New York un poli avispado podía llegar a recabar información trascendental.

—Pues ha escogido el mejor lugar —gruñó Musgrave—. Si lo descubren no le será difícil explicar por qué estaba en compañía de un mal bicho como Corbett. Aunque no creo que se vayan a cruzar con mucha gente un miércoles a las dos de la madrugada.

Hacía seis meses que la antigua lencería adyacente al New York estaba desocupada, Musgrave había recibido las llaves del propietario, un banco, que se las ofreció con suma alegría. Para cubrir sus actividades, la RPMC había tapiado las ventanas y colgado un cartel que anunciaba la inminente apertura del comercio. En el interior, las únicas luces provenían de los diminutos flexos de pinzas que iluminaban los tableros de los equipos de escucha. En la sombra, acompañada de Musgrave y de dos tipos vestidos con monos de mujer —agentes que seguramente tenían órdenes de no dirigirle la palabra—, Delorme aguardaba. Los supuestos contratistas estaban en sus posiciones desde el mediodía; Delorme había llegado a las nueve de la noche, por un pasadizo trasero que la lencería compartía con la cerería. En el aire flotaba un agradable aroma a tejidos y a serrín.

Un monitor de vídeo en blanco y negro mostraba imágenes de casi toda la barra captadas con un gran angular. Delorme señaló la imagen.

—¿Podemos seguirlos con la cámara?

—No hará falta. Corbett dijo que estaría en la barra. Cardinal no podría justificar qué hacía en una mesa acompañado del falsificador número uno de Canadá, aunque nadie decide quién se sienta a su lado en la barra.

—Pero y si…

—La cámara está montada sobre una base giratoria y podemos dirigirla desde aquí con un joystick. Créame, no es la primera vez que hacemos esto.

Delorme hizo un gran esfuerzo para que las palabras «capullo susceptible» no se le escaparan. Se acercó hasta el escaparate tapiado y atisbó el exterior a través de una mirilla cuidadosamente taladrada sobre la i de «Próxima apertura». Sabía que si su compañero llegaba a presentarse, entraría por la puerta trasera, la de Oak Street, pero ya no soportaba contemplar la barra vacía en el monitor o las espaldas de sus poco amables colegas de la Policía Montada. Delorme tenía un ángulo de visión bastante restringido. El aguanieve que cubría Main Street llegaba a los tobillos, pero gracias a los calefactores incorporados a las aceras para favorecer el tránsito del público, éstas se mantenían secas. Al otro lado de la calle, el centro cultural, otrora un cine, anunciaba una exposición de pintura titulada «El norte verdadero», con acuarelas de jóvenes artistas canadienses, y un concierto de Mozart, cortesía de la Orquesta Sinfónica de Algonquin Bay. La nieve que se había pronosticado caía en forma de llovizna.

Los peatones escaseaban. Eran las dos menos cuarto de la madrugada, ¿por qué iba a haberlos? «No vengas —pensó Delorme—. Cambia de idea, quédate en casa». El sargento Langois le había telefoneado desde Florida tres horas antes para confirmar sus peores sospechas. A partir de aquel momento, ella no había sabido muy bien qué pensar. Es muy sencillo hablar de poner las esposas a un tipo que ha traicionado al departamento y a los contribuyentes para satisfacer a un criminal, pero otra muy distinta es destruir la vida de la persona con la que uno trabaja día tras día: destruir al ser humano real, no la presa abstracta. Incluso cuando envió a la cárcel al alcalde —un hombre que se había aprovechado de la confianza de la ciudad y merecía que lo encerraran—, incluso entonces, Delorme había pasado por aquel proceso de arrepentimiento por adelantado. Cuando hubo que encerrarlo, la detective no lograba dejar de pensar en las víctimas inocentes de su eficiencia, la esposa y la hija del reo. Daño colateral, se justificó, como lo haría el piloto de guerra que vuela rumbo a su misión, cumpliendo sus órdenes fueran cuales fueren las consecuencias. «Debí alistarme en la Fuerza Aérea, debí nacer en Estados Unidos».

Un Cadillac Eldorado rojo y blanco apareció al final de la calle, derrapó un poco debido al aguanieve y aparcó frente al restaurante. Focos potentes y muchos cromados, la clase de coche en miniatura que se cuelga sobre la cuna de un niño, pensó Delorme ratificando su teoría. «Ya no puedo echarme atrás. No hagas caso de lo que sientes —se dijo—. No es más que la ansiedad que le entra a uno en estas situaciones». El Cadillac había aparcado lejos, lo que hacía más difícil distinguir quién se apeaba del vehículo.

La radio chisporroteó y dio paso a una voz masculina:

—Ha llegado Elvis. Cambio.

Musgrave acusó recibo. La detective comprendió que Musgrave había colocado efectivos en numerosas posiciones y confió en que no estuvieran apostados a la intemperie.

Ambos se plantaron frente al monitor. En la pantalla, Kyle Corbett entregó el abrigo a alguien que permanecía fuera de cuadro, después se sentó en un taburete de la barra, dentro del ángulo de la cámara. Corbett tenía aspecto de cuarentón pero cultivaba un estilo más juvenil, como el de una estrella del rock. Llevaba una perilla de artista y el cabello largo, cortado a lo príncipe valiente pero peinado hacia atrás, lo que dejaba a la vista el entrecejo tenso. Su americana era de pana y solapas anchas, debajo sólo lucía un jersey de cuello de cisne. Se inclinó hacia el espejo para atusarse el bigote, giró el taburete y saludó al camarero con una sonrisa panorámica.

—¿Cómo te va todo, Rollie?

—Bien. ¿Y a usted, señor Corbett?

—¿A mí? —Alzó la mirada como tomándose un tiempo para meditar—. Prosperando. Sí, podría decirse que voy prosperando.

—¿Una Pilsner?

—No, hace mucha rasca. Ponme un café irlandés. Descafeinado. Me gustaría echar un sueñecito antes de que acabe el siglo.

—¡Un irlandés descafeinado! Marchando.

—Ése es mi chico.

Delorme intentó discernir exactamente por qué el modo de comportarse de Corbett le resultaba tan familiar. Y de pronto lo vio claro: Kyle Corbett, ex camello y falsificador, había adoptado la cariñosa condescendencia de los ricos y famosos. La detective recordó un encuentro con Eric Clapton en el aeropuerto de Toronto. Acosado por sus admiradores, el guitarrista firmaba autógrafos y charlaba con ellos en un tono relajado y, sin embargo, distante el mismo tono del que Corbett hacía gala.

Giró en el taburete. De espaldas a la barra y a la cámara, extendió los brazos y se reclinó sobre el mostrador. Se comportaba como si el local fuese de su propiedad.

—No parece tan peligroso —observó Delorme.

—Díselo a Nicky Bell… —replicó Musgrave—, que en paz descanse. —Hizo una señal de aprobación a sus hombres con los pulgares—. Claridad meridiana, tanto en la imagen como en el sonido. Buen trabajo.

La radio chisporroteó nuevamente.

—Se acerca un taxi por Oak.

Musgrave contestó.

—Dime que es la estrella de la noche, cambio.

—Acaba de bajar. —Hubo una pausa—. No le veo la cara, lleva capucha. Pero se dirige hacia vosotros, cambio.

Por los altavoces se oyó un fuerte ruido de vajilla. Los dos operadores se alejaron del monitor sobresaltados.

—¿Por qué coño se ha quedado en blanco la pantalla? —rugió Musgrave.

—La han tapado con algo, parece una pila de vasos.

Los operadores presionaban botones y giraban diales como unos locos.

—Es una de esas bandejas que llevan los lavavajillas industriales.

—Joder, dale al joystick. ¿No puedes esquivarla?

—Lo intento. Lo estoy intentando.

—¡Shhh! —siseó Delorme—. Dejadme oír lo que dicen.

Corbett saludo al recién llegado estruendosa y expansivamente. Utilizaba su mejor tono de «igual a igual», con el que pretendía dejar sentado que el encuentro entre poli y malhechor era puramente accidental, y además librar de toda responsabilidad a los empleados del local.

—Tómese algo conmigo. Siempre es bueno conocer a otro pobre diablo que sufre de insomnio…, aunque juegue en el equipo contrario.

La respuesta no llego a oírse. El recién llegado probablemente estaba colgando el abrigo y se encontraba fuera del alcance de los micros.

—¿Siempre se visten como esquimales cuando no están de servicio?

—Larry —gruñó Musgrave—. Arregla la puta cámara o nos perdemos la función.

«Por el amor de Dios —se dijo Delorme—, que esto acabe de una vez por todas».

—¿Qué bebes, un Shirley Temple? —preguntó Dyson—. No me digas que has pedido esa mariconada sin alcohol.

Musgrave no se lo podía creer.

—¿Quién es, Adonis Dyson? Creí que habías pillado a Cardinal.

Delorme se encogió de hombros. Una mezcla de alivio y de pena le fluyó de golpe por las venas.

—A Cardinal le di una fecha y a Dyson otra.

—¿Qué tienes para mí? —se oyó espetar a Dyson.

La pantalla seguía en blanco. Se oyó un crujir de papel.

—Haz algo con él. Personalmente, lo metería en un fondo de inversiones.

—El taxi me está esperando, así que iré al grano.

—¿De qué tienes miedo? ¿No te has enterado de que desde hace meses soy inmune a los polis? Es increíble lo que logra una orden del juez. Hay que admitirlo: cuando la ley funciona, es la leche.

—Se me hace tarde. Me espera el taxi.

—Siéntate. No me vengas con prisas ahora, que no te pago con monedas de chocolate. Quiero que me lo cuentes todo.

—La Policía Montada irá a por ti el 24. Como verás, yo tampoco te traigo chucherías. Será el día 24, eso es todo lo que necesitas saber.

—Ésa es la frase clave —explicó Delorme tranquilamente—. El 24, ése es el dato que recibió Dyson.

—Y esta vez no dejes que se vayan con las manos vacías —continuó Dyson—. Tienen que encontrar algo, y pillar a un par de tus colegas por lo menos. Aunque tengas siete vidas, estás pisando la número ocho y yo también. Si me cogen a mí nos cogen a todos.

Musgrave habló por radio.

—Cuando dé la orden entramos. Cierren todas las salidas. Cambio. —Y dijo a Delorme—: Vamos a atraparlo, hermana.

Musgrave entró por la puerta delantera y Delorme, por la de atrás, ambos acompañados por sendos pares de agentes de la RPMC. Musgrave se encargó de Corbett, y Delorme, de Dyson.

—La verdad —contaría después a sus compañeros—, todo fue como la seda, como una transacción de negocios. Corbett no opuso resistencia, solamente insultó un par de veces.

Tal vez hacía tiempo que Dyson esperaba un desenlace como aquél. Puso las manos sobre la barra y dejó caer sobre ellas la cabeza, en la típica posición del borracho melancólico que quiere taparse la cara.

—Coloque las manos detrás de la espalda, por favor —ordenó Delorme. No tuvo que desenfundar el arma, los agentes de la Policía Montada que le cubrían las espaldas ya se encargaban de eso—. Sargento Dyson —repitió ahora más imperativamente—, haga el favor de poner las manos detrás. Tengo que esposarlo.

Dyson se incorporó e hizo lo que se le pedía. Tenía el rostro pálido como el papel.

—Aunque no sirva de nada, Lise, quiero que sepa que lo siento.

—Lo detengo por incumplimiento del deber, conducta impropia de un policía, obstrucción de la justicia y por aceptar un soborno. Yo también lo siento. La Corona me informó que quizás haya otras imputaciones.

Sonaba como una agente bien adiestrada, la mujer policía moderna cuya actitud parece advertir al incautó: «Oye, tú, no te metas conmigo». Pero la mente de la detective estaba lejos de la Corona y sus acusaciones, lejos incluso de Adonis Dyson. Durante todo el arresto —un perfecto ejercicio en el que había cumplido al pie de la letra las instrucciones del manual—, Delorme recordó la imagen de la jovencita desgarbada en aquel jardín de la casa de su jefe y la figura espectral que la conminaba a entrar.