26
Edie se reía tanto que le dolía el estómago.
—«He estado muy enfermo durante una semana —leyó Eric—. No sé exactamente cuánto, pero te costaría creer lo aburrido que resulta vomitar por décima vez consecutiva».
—¿Has visto, Eric? A Keith le han gustado mis cócteles de ipecacuana, mis pociones mágicas para potar. La mezcla de Valium es lo que le da ese no sé qué tan especial.
Ay, cómo le gustaba ver reír a Eric. ¿Por qué no podía ser siempre igual de agradable? Tan gracioso, tan natural. Era en momentos como aquéllos cuando Edie casi llegaba, a creer que eran una pareja normal, la típica pareja que disfrutaba echándose unas buenas risas. Qué importaba ya el invierno deprimente y el frío incesante. En momentos así, Edie casi lograba olvidar su aspecto. Claro que había visto los ojos de Keith London realizar sobre ella la habitual inspección masculina de cara y cuerpo, se había hecho una composición de lugar y la había catalogado para luego —pese a su actitud amistosa— escupir con asco el resultado. A ese chico le hubiera dado igual atropellarla con su coche, pero cuando ella estaba con Eric todo aquello no importaba, nada importaba cuando Eric estaba contento.
—Será mejor moderar la cantidad de ipecacuana y seguir con el Valium —sugirió Eric—. No podemos dejar que vomite tan pronto como se lo damos. Escucha lo que pone aquí.
De arriba llegó un tac, tac, tac. «Por el amor de Dios, qué pesada eres —pensó Edie—. Por una vez en mi vida estoy con el hombre al que amo, y además me divierto, ¿por qué no puedes dejarnos en paz?».
La respuesta de Eric a la llamada consistió en leer en voz todavía más alta.
—«Estoy viviendo con una pareja joven. Son muy raros, Karen, pero la verdad es que si no fuera por ellos probablemente ya me habría muerto». Mira tú por dónde. Si no fuera por nosotros probablemente ya habría muerto. «La mujer, Edie, trabaja en una farmacia y consigue todo tipo de medicamentos gratis. Eso es lo que ella dice, pero yo intuyo que los roba».
—Además de ser un capullo va de listillo, deseará no haber escrito esta carta. Espera y verás, Eric. Lo haré chillar como un cerdo.
Otro tac, tac, tac llegó desde arriba.
—Escucha esto —dijo Eric, y leyó—: «Pienso en ti, sueño contigo y te echo de menos. Echo de menos hacer el amor contigo…, ¡me hace sentir tan bien!».
Seguían pasajes muy explícitos que Eric leyó con una voz burlona y aguda que los hizo desternillarse y hasta llorar de risa.
—«Eric me dijo que no tenían teléfono, pero acabo de oírlo. Estoy preocupado».
»¿Así que estás preocupado, Keith? ¿Te parece que el timbre de un teléfono es preocupante?
»Pronto vas a saber lo que es preocuparse de verdad. Se te van a caer los huevos de tanta preocupación.
—Y de la preocupación se te desparramarán los sesos de esa cabezota que tienes, niñato de mierda… —se interrumpió Edie—. ¿Qué, Eric? ¿Qué pasa?
De repente, él se había quedado mudo.
—¡Dime qué pasa!
Eric le mostró la carta y con el dedo señaló un garabato al final del texto. Era la dirección de Edie.
—¿Cómo pudo recordar la dirección, por el amor de Dios? ¡Si estaba borracho como una cuba!
Eric dobló la carta y la metió de nuevo en el sobre, que habían abierto con vapor.
—Me desharé de ella. La tiraré por…
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué no vienes cuando te llamo?
La abuela de Edie se tambaleaba por el pasillo hacia ellos apoyada en el andador. Sus ojos enrojecidos y acusadores taladraban a su nieta.
—Perdona, Gram. Es que estábamos escuchando música.
—Yo no oigo ninguna música. He estado golpeando el suelo, dale que dale, y no has subido. Dale que dale. ¿Por qué está Eric aquí todavía?
—Hola, Gram —saludó Eric sonriendo dulcemente—. ¿Te apetece que te hunda el cráneo?
—¿Qué ha dicho?
—Nada, Gram. Vamos, te acompañaré a tu habitación.
Pero Gram no había acabado. Cuando comenzaba a refunfuñar era imposible pararla.
—No veo por qué no puedes venir cuando te llamo, Edie. No te pido que hagas demasiado por mí. Un montón de gente le pediría mucho más a una chica a la que han criado como a una hija.
—Es por que te odia, Gram. Pero no tienes por qué preocuparte, sólo te odia a rabiar, odia hasta tu puto olor.
—Déjalo ya, Eric. Me la llevo.
Ayudó a su abuela a dar la vuelta, lanzando una mirada iracunda a Eric por encima del hombro de la anciana.
Cuando se marcharon, Eric entró en el pequeño baño que había en el hueco de la escalera. Allí contempló la carta durante largo rato. La habría roto en pedacitos pero las partes eróticas habían captado su interés. Bajó la tapa del tazón y se sentó para releerla. «Mmm, esa Karen debe de estar como un queso. Sería una pena no enviarle un regalito».