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Keith London soñaba que estaba nadando en un estanque de aguas verdes y translúcidas. En la profundidad de la jungla, unos monos sedientos, sentados en fila sobre una rama caída, ahuecaban las manos y bebían. A excepción de las ondas que hacían los monos al hundir sus manos en el agua, la superficie estaba inmóvil como una lámina de jade.

Abrió los ojos y percibió el recio olor del agua, «¿Es agua de lluvia?», se preguntó. Entonces oyó las gotas que caían a cántaros sobre la madera.

Sentía como si le hubieran partido la cabeza desde la coronilla hasta la nuca, el dolor era tan intenso que le producía arcadas. Ladeó la cabeza y estuvo a punto de vomitar. No sabía dónde se encontraba pero el lugar era húmedo, oscuro y frío. Mucho. Estaba vestido con prendas que él no recordaba haberse puesto, un jersey roto y unos vaqueros y que no bastaban para protegerlo del frío. A un lado, a lo lejos, la malla de una estufa catalítica fulgía con un tono escarlata casi fosforescente, pero el calor no alcanzaba a Keith. A unos tres metros de distancia, Eric Fraser colocaba una videocámara sobre un trípode.

«Estoy atado a una mesa. Me tienen atado a una mesa, en un sótano, quién sabe dónde. ¿Y ese tufo a humedad? Debo de estar cerca de un lago», concluyó. El olor a humedad dura todo el año. Y sí lo que había oído era la lluvia, la lluvia que golpeaba contra las ventanas entabladas. El techo estaba surcado por tuberías que desaparecían en la oscuridad circundante. «Ahora lo entiendo, estoy en una estación de bombeo».

Trató de moverse pero tenía los brazos sujetos al cuerpo y a la mesa. Sólo podía mover la cabeza. Al ver a su captor, lo notó ensimismado. Se agachaba y ajustaba primero una pata del trípode y después la otra, concentrado en nivelar la cámara de vídeo. «Intenta razonar con él —se dijo Keith—. Establece algún tipo de vínculo antes de que enloquezca como en la cinta de vídeo».

—Oye, Eric —dijo con un falso sosiego—. Mi novia me estará echando de menos, ¿sabes? Le dije dónde estaba y con quién iba a quedarme. Lo apunté en la carta que le escribí.

Eric Fraser hizo caso omiso de él. Ajustó la otra pata del trípode mientras tarareaba una canción, y entonces, con evidente satisfacción, comenzó a sacar herramientas y objetos de una mochila —la mochila de Keith— y los fue colocando sobre un mostrador de madera.

Keith optó por mirar hacia otro lado y concentrarse en evitar que el tono de su voz lo delatara.

—Eric, yo podría conseguirte dinero. No soy rico, pero lo podría conseguir si hiciera falta. Mi familia está bien situada, y la de mi novia también. Te darían bastante, estoy seguro.

Fue como si Eric no hubiese oído absolutamente nada. Sacó algo de la mochila. Eran unos alicates de puntas. Se agachó un instante sobre el prisionero con sus ojos de hurón y abrió y cerró las pinzas amenazadoramente sobre la nariz del chico.

—Mi familia podría hacerte llegar el dinero sin que nadie se enterase de quién lo recibe. No es imposible, y no tendría por qué ser un único pago, ¿sabes? No hay razón por la que no pueda alargarse un tiempo. Por favor, Eric, haz el favor de escucharme. Eric, podrías llevarte treinta o cuarenta mil dólares…, quizá cincuenta. Imagínate las cosas que podrías comprar y cuánto te duraría. Deja que llame a mi familia, Eric.

Eric Fraser sacó de la mochila una bolsa de papel que contenía un sándwich. El olor a atún se extendió por la sala. Permaneció allí sentado protegiéndose el rostro del calor de la estufa. Cada vez que apretaba las mandíbulas, se oía un leve crujido. Después de un rato de silencio se limitó a decir:

—Ojalá Edie llegue de una vez con esas luces.

Con la punta del pie pateó una batería de coche que yacía en el suelo.

—Esta película va a estar mucho mejor iluminada. Odio que no se vea lo que pasa.

—Piénsalo bien, Eric. Podrías vivir a cuerpo de rey. No tendrías que trabajar, y podrías comprarte cualquier cosa. Podrías viajar, ir adonde quisieras, hacer lo que quisieras. ¿De qué te sirve matarme? No cambiaría nada. Tarde o temprano te atraparán. ¿Por qué al menos no le sacas partido? ¿No sería mejor eso que matarme y que no te sirviera de nada?

Eric acabó el sándwich y tiró el envoltorio al suelo.

—Ojalá Edie llegue de una vez con esas luces —repitió.

—Eric, te lo suplico. Te lo estoy suplicando, ¿vale? Si quieres que me ponga de rodillas, lo haré. Dime lo que quieres que haga, Eric. ¿Me estás escuchando? ¡Te estoy suplicando por mi vida! Haré lo que quieras…, lo que sea…, pero no me mates.

Tampoco dio respuesta a aquellas palabras.

—Conseguiré más dinero, Eric, te lo prometo. Lo robaré. Atracaré una tienda. Haré lo que haga falta, Eric, pero deja que me vaya…

Eric se bajó del taburete y de entre sus herramientas escogió unas tijeras. Las pegó a la cara de Keith e hizo chasquear las hojas. Después tomó un mechón que cubría la oreja del chico, se lo cortó y lo sostuvo a la luz de un débil rayo de sol.

—Ojalá Edie llegue de una vez con esas luces.