53
Al otro lado de las vías del ferrocarril, la vieja casa se esforzaba por mantenerse en pie en medio de la tormenta. Del techo del porche colgaba un trozo suelto de aislamiento de fibra, del que a su vez pendían carámbanos a punto de derretirse. En una de las esquinas del techo, un fleco de papel alquitranado ondeaba al viento como un pájaro herido. A la distancia se oían los cláxones del tráfico sobre el paso elevado.
McLeod recordaba el lugar de la época en la que patrullaba las calles de uniforme.
—Prácticamente todos los sábados tenía que echar la puerta abajo. En esa misma casa vivía el viejo Stanley Markham, ¿te acuerdas de él, Cardinal? El viejo Stanley solía salir de parranda y al volver a casa destrozaba todo lo que encontraba a su paso. Y era fuerte, el cabrón: me rompió el brazo por dos sitios. La broma le costó tres años en chirona, y le vino bien, porque su casa siempre apestaba a meadas de gato. Hace unos años, el hígado le dijo basta, y murió. Que me parta un rayo si alguna vez lo he echado de menos.
—¿Y quién vive ahí ahora? —preguntó Cardinal.
A través del vaivén de las escobillas del limpiaparabrisas, los tres policías observaron la casucha como si fuera a levantarse de sus cimientos y salir volando como una falda raída en medio del viento y la lluvia helada.
—¿Que quién vive ahí? Dulce Celeste. La abnegada viuda de Stanley y uno de los auténticos trogloditas que ha dado la naturaleza. Pesa ciento cincuenta kilos, tiene una voz tan áspera que arranca la pintura de las paredes y es igual de mala que el cabrón de su marido. Si esa perra tuviese un coeficiente intelectual un pelín más bajo habría que regarla.
—Fraser conduce una Ford Windstar —comentó Delorme en voz baja—. Pero no la veo en la entrada.
—Y también tiene a un rehén, así que no pienso quedarme de brazos cruzados a averiguar si ha vuelto a casa o no —sentenció Cardinal.
—Oye, espera un segundo. ¿Qué tal si pedimos refuerzos antes de meternos en la boca del lobo? —interrumpió McLeod—. No somos precisamente una unidad de fuerzas especiales, ¿no crees?
McLeod insinuaba que cargar con una mujer y un perito equivalía a buscarse problemas.
Un furgón marrón de la UPS, la compañía de correo privado, se fue acercando hasta aparcar precisamente detrás de ellos. El chirrido de los frenos sonó como un lamento.
—Dadme un minuto —dijo Cardinal mientras salía del coche, las gotas estallándole en la cara.
Al llegar al furgón, enseñó su placa al chófer y ocupó el asiento del pasajero. El chófer era un indio llamado Clyde, sus prominentes pómulos sobresalían por debajo de la visera de la gorra otorgándole un aspecto de soldado mongol.
—Clyde, necesito tu ayuda para una operación policial. Necesito que me prestes tu uniforme.
Clyde siguió mirando por la ventana. Como si hablara a la lluvia o a los montículos de nieve que se derretían bajo el chaparrón, respondió:
—¿Va a entrar de incógnito?
—Serán diez minutos, como mucho. Así no tendremos que entrar armados. No sería una buena idea provocar un tiroteo en un barrio residencial cuando todo el mundo está en casa.
—Te cambio el uniforme por la placa —dijo el indio a la lluvia.
—Le tengo cariño, Clyde.
El indio se volvió con una sonrisa dibujada en la cara. Tenía los dientes más perfectos que Cardinal había visto jamás.
—Úsalo el tiempo que haga falta. De todos modos, odio esos trapos.
Cardinal se quitó el anorak y se probó la cazadora marrón de Clyde. Le iba pequeña de hombros, pero daría el pego.
—¿Qué pipa es ésa?
—Una Beretta.
—¿La has usado mucho?
—Nunca. Me la acaban de dar. ¿Qué aspecto tengo?
—Pareces un poli disfrazado de mensajero. Llévate un par de paquetes, igual así te dejan pasar.
—Buena idea, Clyde. Deberías dedicarte a esto.
—No soporto a los polis —respondió Clyde al mal tiempo—. ¿Te falta mucho? Tengo entregas con hora límite.
—También voy a necesitar el furgón. ¿Puedes esperarme en alguna parte? Dos tipos levantarían sospechas, Vosotros no vais en parejas.
—Tienes razón. —Cogió un paquete de cigarrillos del salpicadero—. Te esperaré en Toby’s, es aquel café de la esquina. —El indio se colgó del pasamanos y con un leve tirabuzón se deslizó hasta el suelo—. La segunda gruñe como un perro, así que acelera a fondo para meter la tercera. ¿Quieres que conduzca yo?
—No, gracias. Me las apañaré —respondió Cardinal.
El vehículo se le detuvo en medio de las vías del tren.
«Estupendo —se recriminó—. Antes de que lleguen los refuerzos moriré aplastado por un tren de carga».
Aceleró tal y como le había explicado Clyde, y luego metió la tercera. El furgón se estremeció, pero finalmente aquella caja con ruedas enganchó la marcha y llevó aquel cubo marrón hasta el coche sin distintivos donde estaban sus compañeros. Delorme bajó la ventanilla.
—Me voy a acercar vestido así —explicó Cardinal—. Ella abrirá la puerta. Exactamente tres minutos después llegáis vosotros. Yo ya estaré dentro, McLeod se encargará de ella, y tú, Delorme, me seguirás a mí. ¿Entendido?
—Entras, McLeod coge a la mujer y yo te sigo.
—Y Collingwood irá directamente al sótano.
McLeod se apoyó en el respaldo del asiento delantero.
—Ten cuidado con Celeste, se ha formado una opinión negativa contra las fuerzas de la ley y el orden.
Cardinal subió el vehículo por la entrada principal de la casa y aparcó a pocos metros de allí; después escogió un paquete que, por su tamaño, pudiese ocultar el arma. Deseó volver a tener su pequeña 38. «Tendría que haber practicado —se regañó—. No estoy acostumbrado a esta pistola». La Beretta se le hacía larga e incómoda al empuñarla.
Celeste Markham abrió la puerta. El hedor a meadas de gato golpeó a Cardinal de lleno, el corrosivo olor del orín casi le arrancó una arcada. Los ojos de la mujer, dos gotas negras en un mar de mofletes blanquecinos, emitieron sendos rayos de tedio y hostilidad. Una bata floreada cubierta de manchas tapaba a duras penas dos gigantescos y reblandecidos pechos como dos sacos llenos de arena mojada. Encima del labio superior, el fino vello de su bigote rubio lanzó un destello.
—Sa equivocao de casa —farfulló—. No he pedío na.
—Señora Markham. Soy agente de policía y tengo que hablar con Eric Fraser.
Cardinal atisbó el interior: la escalera estaba a la derecha; la puerta del sótano debía de estar a la izquierda.
—Nostá, y usté no va a entrá.
La mujer quiso cerrar de un portazo, pero él bloqueó la puerta con el pie. Cuando Delorme y McLeod llegaron a los peldaños del porche, él hizo a un lado a la mujer hundiendo el codo en las pringosas profundidades de sus grasas.
Al tiempo que subía los escalones de dos en dos, oyó a Celeste descargar su furia sobre McLeod. A toda prisa pasó de largo por delante de un cuarto donde sonaba un concurso televisivo a toda pastilla; por el rabillo del ojo, Cardinal percibió una docena de gatos en torno a una botella de dos litros de Dr. Pepper y una ensaladera a rebosar de ganchitos. Comprobó si había alguien dentro del baño, pero sólo percibió el alicatado grimoso y, al mirar hacia el final del pasillo, vio una puerta nueva. La única que estaba cerrada.
—¡Policía!
Estaba atrancada.
—¡Será mejó que no rompan na! —chilló Celeste al oír la patada desde la planta baja.
La puerta era hueca, una doble hoja de terciado de mala calidad por lo que el pie de Cardinal pudo atravesarla con facilidad. Metió la mano por el agujero y quitó el pestillo, después entró empuñando la Beretta y con Delorme detrás.
En comparación con el tufo y la mugre que rezumaba el resto de la casa, aquel cuarto estaba asombrosamente limpio. En vez de a pis de gato allí olía a jabón. La cama estaba hecha, la tensa manta tenía los bordes remetidos pulcramente debajo del colchón. Pese a la decrepitud de la ventana, el cristal prístino dejaba ver una majestuosa postal del paso elevado, los coches se deformaban al pasar por la superficie irregular del viejo cristal. Alguien lo había limpiado con esmero, y con seguridad no había sido Celeste Markham. Era algo curioso y además no fallaba casi nunca: los internos —y hasta los delincuentes juveniles— seguían manteniendo sus cuartos pulquérrimos durante el resto de sus vidas en el exterior. Eran como marines.
El ropero contenía cuatro camisas, planchadas y colgadas, dos pares de pantalones planchados y en sus perchas, y un par de botas con tacón cubano, gastadas pero lustradas como espejos.
La encimera del escritorio estaba despejada. El cajón sólo contenía un bolígrafo y un bloc de notas rayado de color amarillo en el que no había nada escrito. Bajo la mesa encontraron una caja con unos treinta libros en pilas perfectas.
—Está demasiado vacío —comentó Delorme expresando exactamente lo que Cardinal estaba pensando—. Parece que aquí no vive nadie.
Collingwood se apoyó en el quicio de la puerta.
—En el sótano no hay nada. Moby Dick dice que ella le alquiló la habitación, pero que eso no le daba derecho a usar el resto de la casa.
—¿Dónde come? —preguntó Cardinal a la habitación—. Este tío no es humano.
Delorme se había puesto de rodillas.
—Hay algo debajo de la cama.
Su voz sonaba grave. Tiró y sacó un estuche de guitarra. «No vayas a borrar las huellas», se precavió; luego presionó los cierres, lateralmente y hacia fuera. Era una acústica Ovation en buen estado.
—Keith London toca la guitarra y estoy casi seguro de que la señorita Steen mencionó que tenía una Ovation. Precintemos esta habitación y que Arsenault se encargue de ella.
Durante algunos minutos, el registro prosiguió en silencio. El instrumento era una prueba concluyente, podría conectar de forma definitiva a Fraser con Keith London, pero no servía de nada, no los llevaría al asesino. A Cardinal el orden de la habitación había empezado a irritarlo. Abrió el ropero y descubrió un archivador con asa, pero dentro no había más que recibos impecablemente ordenados. Le quitó la tapa a una vieja lata de golosinas y sólo halló clips y gomas elásticas. Entonces abrió una caja de zapatos; la rodeaba un lazo de terciopelo azul, como si contuviese recuerdos de inmenso valor. Lo que halló dentro fue peor que si hubiera encontrado el cuerpo de Todd Curry.
—Este lugar me recuerda a un hospital —sentenció Delorme—. Voy a llamar a este tipo para que me eche una mano en casa.
—No creo que sea una buena idea.
A Cardinal empezaba a resultarle difícil hablar. Los tres artículos de la caja lo habían hipnotizado, sus fuerzas lo estaban abandonando a toda velocidad. Delorme oteó dentro y su repentina inhalación reflejó exactamente lo que atenazaba el corazón de su compañero.
La caja de zapatos contenía tres mechones de pelo de distintos colores y texturas, ceñidos en un extremo por sendas tiras de celo. Uno de ellos era negro y liso como el de las martas cebellinas; era del cabello de Katie Pine. Otro era de color castaño oscuro, rizado y fino, y probablemente pertenecía a Todd Curry. El restante, el rubio, sería de Billy LaBelle. El asesino no había guardado un mechón de Woody, porque aquel asesinato no formaba parte de su plan, había sido poco más que una incidencia. Tampoco había allí ningún mechón de cabello castaño claro como el de Keith London.
Mientras tanto, en la planta baja, Celeste Markham y McLeod intercambiaban amenazas a gritos. Si McLeod no se quitaba del medio, ella le rompería el otro brazo. Él sugirió que tal vez quisiera repetir esas palabras en presencia de un juez.
—Collingwood —espetó Cardinal cansado—. Di a McLeod que discuta en silencio. Así podremos pensar. Dile que se vayan a discutir al coche, será mejor.
El detective fue abriendo los cajones de la cómoda uno tras otro.
Los calcetines habían sido colocados en fila como balas en bandolera. Las camisetas, dobladas en cuadrados bien definidos. Y los jerséis tenían el aspecto de no haber sido usados nunca. Maldita la suerte que le había tocado, su sospechoso era un maniático del orden. Hasta la papelera estaba impoluta. Cardinal cogió el bloc de notas por el lomo y hurgó entre sus páginas. No cayó nada. Alzó la primera página a la altura de sus ojos y la observó a trasluz. Advirtió unas marcas tenues: una lista, pero no sabía de qué.
—¿Qué crees que significa «EB»? —inquirió en el bendito silencio en que se había sumido la casa.
Un gato maulló.
—¿EB? ¿Quizá sea alguna víctima de la que aún no nos hemos enterado?
—No, dice «EB Trout Lake». Este tipo conoce cada palmo de la zona: primero fue el cobertizo de la bocamina y después la casa abandonada. Está claro que también conoce los alrededores del lago, porque a Woody lo dejó cerca del puerto deportivo. Mira lo que ha puesto en la lista: cinta adhesiva, tenazas…
—Creo que la siguiente palabra es «palanca». ¿Qué dice debajo?
Delorme casi le trepaba por encima del hombro. Él percibió su aliento húmedo en el cuello.
—Después creo que pone «batería».
—No entiendo lo de «EB Trout Lake». ¿Qué hay cerca del lago que comience con EB?
—¡La Escuela Británica! ¿No recuerdas la escuela privada que están construyendo después de pasar St. Alexander? ¡Es la escuela, John! ¡Otro edificio vacío, uno que aún no han terminado!
—Salvo que no es una escuela sino un instituto. ¿No querrá decir Embarcadero Boothia o algo así? No, no hay ningún embarcadero por allí.
—Quizá sea el nombre de alguien que vive en Trout Lake. —Delorme le agarró de la manga—. Podríamos averiguar qué residente tiene las iniciales EB.
—Nos llevaría mucho tiempo. Tiene que ser algo más sencillo. Sigo pensando en Escuela Pública, pero las iniciales serían EP, no EB. ¿Qué otra cosa hay en la zona? El depósito de agua, el puerto deportivo… y ¿qué más?
—Yo diría que el depósito es lo bastante grande y está aislado de la zona residencial.
En los días posteriores se debatiría mucho en la jefatura sobre quién lo había dicho primero. Algunos afirmaban que había sido Delorme y otros que había sido Cardinal. Collingwood cambiaría de parecer unas cuantas veces, y eso teniendo en cuenta que estuvo allí. Sin embargo, lo que más recordaría Cardinal serían los inmensos ojos marrones de Delorme mirándolo fijamente, la belleza que transmitían, ese atractivo que emana de la certeza. ¿Qué importa quién dijo primero «estación de bombeo»? Lo más vergonzoso para Cardinal fue que en un principio él desestimó esa posibilidad.
—No puede ser la estación de bombeo, no está en la carretera que va al lago.
—Eso es verdad —dijo Delorme—. Pero antes sí que lo estaba.