30

Alguien no lograba desempantanar su automóvil. El silbido de los neumáticos resbalando inútilmente sobre la nieve se oía desde la sala de entrevistas, donde Cardinal escuchaba a una jovencita de aspecto triste que decía llamarse Karen Steen. Había sido una mañana desafortunada desde el principio. Había hecho una primera parada en el Hospital Ontario para visitar a Catherine, la había encontrado hosca y poco comunicativa, y cuando comenzó a sentirse resentido decidió marcharse. A primera hora había recibido una llamada de la madre de Billy LaBelle; la mujer lloraba y balbuceaba bajo la influencia de una cantidad abusiva de fármacos. ¿Qué importaba el medicamento?, el médico se lo había recetado para mitigar aquel calvario. El siguiente en llamar fue el señor Curry, preocupado por su esposa; ¿por qué si no? Cardinal le informó que aún estaba muy lejos de encontrar a la persona que con un martillo había reventado la cabeza a su único hijo. Después llamó Roger Gwynn, del Lode, preguntando sin mucho entusiasmo si había habido algún progreso en la investigación. Cuando Cardinal respondió negativamente, Gwynn arremetió con una oda acerca de aquella juventud compartida en el instituto de Algonquin, como si la nostalgia fuese a ablandarlo y acabara deslizándole algún pormenor jugoso. Luego siguieron llamadas de The Globe and Mail, The Toronto Star y de Grace Legault, del canal cuatro. Fue fácil deshacerse de los periódicos, pero Legault había dado con el caso de Margaret Fogle. ¿Era cierto que él, Cardinal, había incluido a la joven en la lista de las víctimas del asesino de Windigo? ¿Qué opinaba acerca de que la chica hubiera aparecido viva y coleando en la Columbia Británica?

Cardinal resumió su opinión: Margaret Fogle había desaparecido. En cierto modo coincidía con el perfil de víctima preferido por el asesino. No obstante, ahora que había sido localizada, la señorita Fogle ya no constituía un interés para la policía de Algonquin Bay.

La llamada lo perturbó, significaba que alguien estaba informando a Legault sin notificárselo. La sola idea de tener que discutir el asunto con Dyson lo enervó.

Esperaba poder dedicar su tiempo a patear las calles. Él y Delorme se habían repartido las pistas de la cámara y del reloj. Tras haber grabado trozos de la cinta ecualizada, hicieron varias copias que enviarían a expertos en reparaciones de cámaras fotográficas y a relojeros de Toronto y Montreal. Delorme ya había visitado al menos veinte tiendas, y él no había salido todavía de su despacho. Primero lo habían entretenido las llamadas telefónicas, y ahora lo retenía una persona de carne y hueso, una joven de apariencia sincera y preocupada cuyo novio había desaparecido.

Cardinal se enfadó con la sargento Flower por haber dicho a Steen que la atendería, especialmente cuando se enteró de que ella vivía en Guelph, una comunidad mayoritariamente agrícola situada a unos noventa kilómetros de Toronto.

Si su novio es de Toronto —le explicó Cardinal—, usted debería dirigirse a la policía de Toronto.

Karen Steen era una joven tímida —prácticamente una niña, diecinueve años— cuya costumbre era bajar la vista al suelo entre frase y frase.

—Decidí no perder el tiempo llamando por teléfono, agente Cardinal. Pensé que usted me prestaría más atención si venía personalmente. Creo que mi novio Keith está aquí, en Algonquin Bay.

A Cardinal todas las jovencitas le recordaban a su hija, pero, salvo por su edad, Steen no tenía nada en común con Kelly. Para su padre, Kelly era una chica moderna, la frescura personificada; mientras que la joven que él tenía enfrente podría pasar por la vecina sosa a la que nadie mira. Llevaba un traje chaqueta demasiado serio para su edad y gafas de montura de alambre que le daban un aspecto de erudita. Era la chica que todos ninguneaban, sin duda, pero parecía una joven sensata y muy madura.

Steen clavó la mirada en el suelo una vez más, fijándola en el pequeño charco de nieve que se había formado a sus pies. Por un instante, Cardinal creyó que se echaría a llorar, pero cuando la muchacha alzó la vista vio que sus ojos estaban secos.

—Los padres de Keith están haciendo un trabajo de campo, en Turquía. Son arqueólogos, y va a ser imposible dar con ellos. No quise esperar a que me dijeran lo que debía hacer. He leído acerca de los asesinatos que ha habido por aquí. No han sido homicidios corrientes, esa gente estuvo desaparecida durante algún tiempo antes de ser asesinados, si no me equivoco.

—Eso no implica que todo el que desaparece por aquí esté en manos de un lunático. Además, su novio ha estado viajando por Canadá, un territorio bastante extenso, ¿no cree? Según usted, esperaba que llegara a la región del Soo el martes.

—Así es, pero no es normal que no dé señales de vida cuando ha prometido hacerlo. Una de las cosas que más me gustan de Keith es que es muy considerado con los demás. Es una persona de fiar. No le gusta causar problemas.

—Nada típico en él, según usted.

—Totalmente atípico. No soy una histérica, señor Cardinal. No he viajado hasta aquí a la ligera, tengo mis razones.

—Continúe, señorita Steen. No era mi intención faltarle al respeto, sólo pretendía… Continúe, por favor.

La joven inspiró profundamente y aguantó la respiración un minuto. Cardinal sospechó que era un hábito suyo, de hecho era un hábito atractivo. La señorita Steen irradiaba una seriedad agradable, a Cardinal no le resultó difícil imaginarse a un joven enamorándose de ella.

—Keith y yo tenemos personalidades opuestas, pero estamos muy unidos —dijo finalmente—. Nos íbamos a casar al acabar el instituto, pero después decidimos posponerlo por un año. Yo quería ir a la universidad, pero antes de empezar a estudiar de nuevo Keith quería ver mundo, por decirlo de alguna manera. Un año de espera no puede hacernos ningún daño, eso fue lo que pensamos. Le digo esto para que comprenda que cuando Keith me dijo que me escribiría lo decía en serio, no habló por hablar. Hasta habíamos acordado cuándo enviar las cartas para que no se cruzaran.

—¿Y le ha escrito como se lo prometió?

—Sus cartas no han llegado cuando debían. Pero sí me ha escrito. Me enviaba una carta a la semana, o me llamaba. A veces me mandaba un correo electrónico. Así lo hizo cada semana. Al menos hasta ahora.

Cardinal asintió. La señorita Steen no sólo era una joven sensata y madura, sino que además —y éste era un juicio que Cardinal no se permitía muy a menudo— era una buena persona. Había sido bien educada, probablemente con disciplina; para respetar a los demás y decir la verdad. Parecía de ascendencia holandesa: el cabello dorado, cortado como el de un varón, y los ojos azules, del mismo azul que un vaquero recién comprado.

—La última vez que Keith me llamó fue el domingo día 15, de eso hace una semana y media. Se mostró normal. Se encontraba en Gravenhurst, hospedado en un hotelito y pasándoselo no demasiado bien. Pero Keith es, fundamentalmente, una buena persona, el tipo de chico que hace amigos con facilidad. Es un músico bastante bueno y lleva consigo su guitarra dondequiera que va. La gente suele adoptarlo, por así decirlo. Y eso es lo que me preocupa.

«Keith tiene suerte de que una chica así se preocupe por él», pensó Cardinal.

De su bolso, Karen Steen sacó una fotografía y se la entregó al detective. En ella se veía a un muchacho de cabello largo y rizado sentado en el banco de una plaza. Tocaba una guitarra acústica y fruncía el ceño, concentrado.

—No es desconfiado —prosiguió la joven—. Y a menudo acaba acorralado por panfletistas y gente así, porque siempre suele responder al discursito con el que pescan a la gente. ¿Entiende a lo que me refiero? —Sus ojos azul vaquero, almendrados y con el rabillo ligeramente arqueado hacia arriba, imploraban la comprensión del agente—. Lo que no quiere decir que sea estúpido. Nada de eso. Pero los otros desaparecidos tampoco eran estúpidos, ¿verdad?

—Dos de ellos eran muy jóvenes, la verdad, pero ninguno de ellos era estúpido.

—Keith tenía planeado poner rumbo a la región del Soo el lunes, pero no le hacía mucha ilusión. Lo de ir a visitar parientes no le vuelve loco, pero…

Entonces desvió la mirada, inspiró y aguantó la respiración.

«Keith, chaval —pensó Cardinal—, si dejas que se te escape esta chica, eres un idiota consumado».

—¿Qué pasa, señorita? ¿Qué es lo que no quiere decirme?

Ella soltó el aire en un suspiro largo, luego dirigió a Cardinal sus ojos color azul oscuro.

—Para serle sincera, debo decirle que Keith y yo tuvimos, pues, una pequeña discusión hace un par de semanas, cuando me llamó. Me sentía sola y vulnerable. El hecho es que insistió en volver a hablar de cómo habíamos decidido pasar este año, cada uno a su manera. Él anda por ahí con su guitarra, créame, si tengo alguna rival en cuanto a su afecto, es esa Ovation a la que adora, y yo no soy tan espontánea como él, yo sólo quiero continuar con mis estudios. No fue una discusión seria, por favor, créame. No nos colgamos el teléfono ni nada de eso, pero fue una discusión y me parecería mal no decírselo.

—Pero usted no cree que la discusión sea la causa del… repentino silencio de su novio.

—Estoy segura de que no lo es.

—Le agradezco que me lo haya contado. ¿Cómo quedaron las osas entonces?

—Keith me dijo que quizá se detendría en Algonquin Bay y que me llamaría al llegar.

—Señorita Steen, Keith no tenía ganas de ir a la región del Soo ni de ver a sus parientes. Ahora me dice que no estaba enfadado con usted, y acepto su versión. Pero ¿por qué debemos suponer que está metido en un lío cuando no aparece en el lugar al que desde un principio no le apetecía ir?

—Lo que le he dicho, por sí solo, no resultaría alarmante, pero ¿qué opina de que no haya enviado ni una carta, ni haya llamado, ni siquiera enviado un correo electrónico después de haberlo hecho con regularidad? Además, ustedes se enfrentan a estos secuestros sin resolver, ¿o no?

Cardinal asintió. Steen aguantaba el aliento una vez más, despejando el camino para el siguiente pensamiento. Él esperó a que lo tuviera. Lise Delorme apareció apoyada en el quicio de la puerta, pero Cardinal sacudió la cabeza indicándole que se fuera.

Steen resolvió la duda que la angustiaba. Cuando habló, su voz resonó con fuerza.

—Le he dicho que no recibí ninguna carta la semana pasada, detective.

—Sí, lo dejó bastante claro.

—Pues no es del todo cierto, y ésa es la verdadera razón que me ha traído hasta aquí. —Steen hundió la mano en su bolso y sacó un sobre de papel de estraza—. La carta está aquí dentro o, mejor dicho, el sobre, porque no es exactamente una carta. Mi dirección la escribió Keith con su letra, pero dentro no hay ninguna carta.

—¿Llegó vacío?

Cardinal cogió el sobre de las manos de la joven.

—No, vacío no.

Pero tras aquellas palabras no desvió su mirada al suelo, sus serios ojos azules se clavaron en los de Cardinal.

El detective arrancó la primera hoja del dietario de sobremesa y vació el contenido del sobre en la hoja nueva. Lo que cayó fue otro sobre más pequeño que había sido matasellado tres días antes en Algonquin Bay. Con unas pinzas, Cardinal abrió la solapa, vio el contenido seco y amarillento y lo volvió a cerrar. Lo envolvió en la hoja del dietario de sobremesa y lo guardó en el sobre de papel de estraza.

En el breve silencio que siguió al descubrimiento, tuvo la certeza de dos cosas: que cada palabra que le había dicho la muchacha era cierta, y que si Keith London no había muerto ya, le quedaba muy poco tiempo de vida.

Cardinal marcó el número de Jerry Commanda y mientras esperaba la contestación tapó el auricular con la mano.

—¿Cuándo lo recibió?

—Esta mañana.

—¿Y vino directamente?

—Así es. Estoy segura de que Keith no haría algo así. Lo que sí hizo fue escribir la dirección del sobre, conozco su letra. Tengo razón para estar asustada, ¿verdad?

Jerry Commanda contestó finalmente.

—Jerry, esto es muy importante. Necesito enviar algo por helicóptero, es un sobre para el Centro de Medicina Forense. ¿Qué probabilidades hay?

—Ninguna. Pero si es imprescindible puedo requisar uno en la academia de vuelo. ¿Se trata de algo muy urgente?

—Bastante. Creo que nuestro amigo nos ha enviado una muestra de su semen.