33
Sentada en la cocina en penumbra, a punto de acabar su tercera taza de Nescafé, Delorme tenía ante sus ojos el montón de fichas de archivo que Dyson le había enviado. Le encantaba trabajar en la cocina, hacer lo que fuera, excepto cocinar. A un lado de la mesa, olvidados en el plato, yacían los restos de una cena congelada.
Las fichas también habían caído en el olvido, pues desde hacía un rato Delorme no dejaba de dar Vueltas a las tres efes. Si iba a tomar alguna decisión respecto al recibo del yate de crucero que había descubierto en el archivador de Cardinal, debía tomarlas en cuenta. Las tres efes significaban febrero, francófonos y Florida. Como sabrá cualquiera que haya visitado dicho estado en el mes de febrero, en esa época el golfo de Florida se transforma en el golfo de Quebec. O más bien, Miami se convierte en una Montreal sur la mer. De pronto, el acento cubano vuelve a ser minoritario, y una de cada dos matrículas de coche proclama: «je me souviens». Al llegar febrero, los camareros y botones de Florida ponen al día su arsenal de chistes de canadienses. ¿Cuál es la diferencia entre un poli de la Montada y un canadiense de a pie? Respuesta: el poli de la Montada propina palizas; el otro es un palizas y no deja propina.
Cuarenta y cinco minutos y media docena de llamadas más tarde, Delorme había logrado contactar con dos policías francófonos que pronto se marcharían a Florida de vacaciones. Desgraciadamente, ninguno de los dos iba a hospedarse en las inmediaciones de Calloway Marina, el puerto deportivo. Así que Delorme hizo un par de llamadas más y consiguió el número de Dollard Langois un ex compañero de la Academia de Policía en Aylmer. Habían salido juntos un par de veces y la Delorme de hoy en día le estaba profundamente agradecida a la Delorme de antaño por no haberse acostado con él. Según recordaba, Dollard era un tipo peculiar, larguirucho, de manos grandes y suaves y mirada de sabueso; un aspirante a policía que una noche, después de la película que les ponían todas las semanas en la academia, le declaró que estaba locamente enamorado de ella. Delorme había estado dispuesta a pasar la noche con él, pero sólo hasta que oyó aquellas palabras. Según recordaba, Dollard Langois era un muchacho atractivo, pero ella había decidido no postergar su carrera en ciernes con un romance que interferiría en sus estudios. Sin embargo, durante las noches solitarias, a veces se preguntaba qué habría sido de él y qué habría ocurrido si hubiesen… En otras palabras, Dollard Langois había sido uno de esos caminos que uno decide no transitar.
Durante unos minutos hablaron de los viejos tiempos. Lo hicieron en inglés, quizá porque aquélla era la lengua que usaban en Aylmer. Sí, le dijo ella, estaba bastante satisfecha con su oficio de policía. Y no, no se había casado.
—Qué pena, Lise. Es tan bonito estar casado. Pero en el fondo no me sorprende. Te parecerá raro, pero lo que digo no es en absoluto negativo.
—Venga, Dollard, date el gusto, restriégame por la cara mi fracaso como ser humano.
—No me malinterpretes, me refería a que tu meta siempre fue tu carrera. Tenías las cosas claras, y eso es una virtud.
—Vale. Ahora déjate de elogios y Cuéntame algo de ti.
Le contó que ahora era «el sargento Langois» y que lo habían asignado a un destacamento de la policía provincial de Quebec, a unos veinte kilómetros de Montreal. Tenía dos hijos, una mujer encantadora —enfermera, no policía—, y siempre pasaban el mes de febrero en el sur, en Florida, donde compartían una multipropiedad.
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber el sargento—. Ya es demasiado tarde para alquilar una.
—Es por razones de trabajo. Hay algo que necesito averiguar.
Desde Montreal llegó un suspiro profundo.
—¿Por qué no me sorprende?
—No te lo pediría si no fuera algo importante, Dollard.
——Son mis vacaciones, Lise. Iré con mi familia.
—Espero que me recuerdes lo suficientemente bien para comprender que si no fuera importante no te pediría este favor. Nos enfrentamos a un asesino de niños, Dollard. No puedo dejar el caso ni un solo día.
Tras vencer su resistencia, y como para distraerlo, Delorme le preguntó dónde se hospedaría exactamente. Dio la casualidad de que el sargento Langois pasaría sus vacaciones en Hollywood Beach, en un bloque de apartamentos dentro de la misma urbanización que albergaba el puerto deportivo Calloway. Delorme colgó sumamente pagada de sí misma, la suerte del ex compañero estaba echada.
Pasó otra hora revisando las fichas —casos antiguos del archivo de Cardinal—, pero no halló nada que le interesara. Según las fichas, John Cardinal era lo que aparentaba: un poli esforzado que hacía su trabajo con eficiencia, minuciosidad y respetando la ley. Casi todas sus detenciones acababan en condenas, excepto en el caso que ahora la ocupaba: el de un tarambana llamado Raymond Colacott, que terminó suicidándose. El sospechoso había sido detenido en posesión de cuatro kilos de cocaína, y Cardinal tenía razones de sobra para creer que era un camello. Pero cuando el caso llegó a los tribunales, la coca había desaparecido. La habían robado de las taquillas donde guardaban las pruebas. La acusación fue desestimada.
La Corona había enviado a su propio hombre para resolver el caso (se adjuntaba una ficha al respecto, cortesía de Dyson), pero el investigador se marchó con un fracaso bajo el brazo. Demasiadas personas tenían acceso a la taquilla, por lo que no se pudo incluir a Cardinal entre los principales sospechosos. Se redactó un informe sobre el particular y se rectificaron los procedimientos.
Es obvio que podía haber sido Cardinal, pero ponerse a traficar con coca en Algonquin Bay habría representado un gran riesgo para cualquier poli. Además, Raymond Colacott no era Kyle Corbett, quien sí manejaba el dinero suficiente como para tener a un madero en nómina. Aquella investigación había acabado en un callejón sin salida. Nueve años después, Delorme sabía que no lograría ir mucho más lejos, sobre todo teniendo en cuenta que la mitad de los implicados habían sido transferidos a Winnipeg o a Moose Jaw o a dios sabe qué otro lugar.
Delorme rebañó el plato y lo dejó en el fregadero. Desde joven había tratado de desarrollar un interés por lo culinario, incluso había pensado en apuntarse a un curso algún día, pero la falta de tiempo y entusiasmo siempre jugaba en su contra. Si su madre viviera se horrorizaría.
Entró en el salón y descorrió la cortina. Los montículos de nieve relucían bajo las luces de la calle. Permaneció junto a la ventana algún tiempo, sujetando la taza de café, atravesando con la mirada el reflejo fantasmal de sí misma que el cristal le ofrecía. Diez minutos más tarde viajaba en su coche hacia Algonquin Bay, en dirección a la circunvalación, pero sin rumbo fijo. Giró a la derecha y tomó la autovía, procurando mantener la aguja del velocímetro convenientemente por debajo del límite de velocidad. Se trataba de una peculiaridad suya eso de salir a conducir porque sí, y le hubiera avergonzado que alguno de sus colegas descubriese su hábito nocturno. No sabía con certeza si se trataba del desasosiego o si solamente era un modo de convertir sus ensoñaciones en un proceso físico a la vez que mental.
La carretera de circunvalación tenía un trazado agradable, una curva elegante que rodeaba con un cálido abrazo el sector norte de la ciudad. Producía un gran placer sentir la ligera pero constante fuerza centrífuga al conducir en torno a la ciudad. Siempre tomaba aquella carretera. En ocasiones llegaba hasta el cruce con Lakeshore y después regresaba bordeando la bahía por el centro de la ciudad. Otras veces, cuando se sentía inquieta, se dejaba llevar por una costumbre un tanto más idiosincrásica: conducía su coche hasta los barrios donde vivían sus amistades y compañeros de trabajo. Nunca se detenía ni los visitaba, se limitaba a pasar frente a sus casas y a contemplar las luces encendidas de sus salones o sus coches aparcados en el jardín. Delorme era plenamente consciente de su comportamiento neurótico, y aun así sus escapadas le provocaban una sensación de alivio y paz.
Al llegar a Trout Lake Road giró a la izquierda y siguió por ella hasta que la calle se convertía en la autovía 63. En invierno se podían ver desde allí las casas de Madonna Road, que habitualmente quedaban ocultas por la arboleda que separaba el barrio del tráfico. Delorme aguzó la mirada y vio las luces encendidas en la casa de Cardinal, incluso logró distinguir su figura recortada en la ventana que daba al patio trasero. Estaría fregando platos o quizá preparando una cena tardía.
Al llegar a la taberna Chinook dio la vuelta y enfiló una vez más hacia el centro de la ciudad por el barrio de la universidad. El tráfico raleaba ya, y la ciudad, que desde allí ella divisaba casi toda, estaba iluminada como un pastel de cumpleaños. Entretanto, los cabos sueltos del caso Pine-Curry daban vueltas y más vueltas por su cabeza, pero no se esforzó en resumirlos bajo ninguna conclusión en particular. Se limitaría a dar su vueltecita en coche y a dejar que cada cosa se acomodara en su sitio. Minutos más tarde, Delorme pasaba frente a un elegante chalé de estuco de dos plantas, situado en un barrio no muy distinguido y eclipsado por el inmenso Hospital St. Francis. En la entrada de la vivienda distinguió el coche de Dyson.
Delorme se detuvo en el bordillo, debatiéndose sobre si debía o no llamar.
Una niña muy guapa, de unos doce años, subía hacia la casa acompañada de un chico de su edad o quizás un poco mayor. Llevaba un montón de libros apretados contra el pecho, como suelen hacerlo las niñas, y la cabeza gacha, como si estudiara con atención algún detalle de la acera. El chico debió de decirle algo gracioso porque súbitamente la niña alzó la cara y rió, esbozando una dentadura cercada por aparatos. Entonces, de la puerta lateral, surgió la figura huesuda y fantasmal de la madre, que con una voz desprovista de afecto la conminó a entrar.
La imagen no abandonó a Delorme hasta que llegó a Edgewater Road. Pero en alguna parte entre Rayne Street y la circunvalación, se le había ocurrido un plan de acción. Detuvo el coche frente a una casa de estilo alpino con techos a dos aguas y tocó el timbre. Aunque había tenido tiempo de preparar su pequeño discurso, cuando el jefe de policía R.J. Kendall en persona le abrió la puerta, la mente se le puso en blanco. Kendall fue escueto:
—Por su propio bien, espero que lo que haya venido a decirme sea importante.
Delorme lo siguió hasta el sótano, hasta la misma habitación con aspecto de club de caballeros donde todo aquel turbio asunto había comenzado. La tapa que cubría la mesa de billar había sido retirada. En su superficie se desplegaban ahora dos bandos de soldados diminutos —unos de rojo y otros de azul— que luchaban en las empinadas orillas de un río de cartón piedra. Delorme había interrumpido al jefe en medio de su pasatiempo favorito, la minuciosa recreación a escala de batallas famosas, pasatiempo que el jefe no estaba dispuesto a abandonar por una visita imprevista y descortés.
—¿Las llanuras de Abraham? —arriesgó Delorme, intentando romper el hielo.
—Vaya al grano, detective. El general Montcalm no se salvará por más que usted intente distraerme.
—He estado revisando las fichas en busca de algo que pudiera llevarme a Cardinal. He repasado las investigaciones en las que ha intervenido hasta la fecha, sus apuntes y el resto de documentos.
—Supongo que habrá encontrado usted algún dato extraordinario. De lo contrario no entiendo por qué rompería usted todas las normas de protocolo y, de paso, de urbanidad, para aparecer en mi casa sin avisar.
—No, jefe. Las fichas de archivo no nos van a revelar nada. No dejo de dar vueltas en círculo y eso interfiere en la investigación del caso Pine-Curry.
—Obsérvelo bien —dijo el jefe alargando su mano suave con la palma abierta, sobre la que se alzaba un cañón diminuto—. Exactamente igual al original, pero a escala. Tengo doce, se engastan en orificios que apenas se notan a simple vista.
—Increíble —replicó Delorme con todo el entusiasmo que logró reunir, pero hasta a ella le pareció insuficiente.
—Las fichas son importantes, detective. Un jurado esperará que haya un modus operandi.
—Es una pérdida de tiempo, todo lo que encontremos serán datos obsoletos y pistas imposibles de seguir.
—¿Y qué me dice del apartamento en Florida y del recibo del yate?
—¿Dyson ya le ha informado?
—Así es. Pedí que me tuviera al tanto.
—En el recibo no consta el nombre de Cardinal, jefe.
Estuvo a punto de comentarle algo que Langois había averiguado, pero se contuvo. Mejor sería esperar hasta ver que averiguaba el sargento en Florida.
—Me he puesto en contacto con el banco de Cardinal en Estados Unidos, pero no muestran mucho entusiasmo por cooperar. Lo que nos hace falta es algo absolutamente convincente, una prueba concluyente, algo sencillo e indiscutible.
—Naturalmente. Si quiere pedir a su compañero una confesión firmada, por mí encantado. Aunque yo no le auguro mucho éxito. —Se volvió hacia ella con un tubo de pegamento diminuto en la mano—. ¿O tiene usted la intención de entrevistar a Kyle Corbett al respecto? Perdóneme, ¿no será el señor Corbett uno de los nuestros y le suministra a usted información confidencial? Qué quiere que le diga, lo siento, detective. Siento mucho respeto por la ley.
El jefe no era un hombre sarcástico. Delorme se preparo para lo peor y se lanzó al ataque.
—Jefe, tengo una idea.
——Tenga la bondad de iluminarme.
—Lo que haremos será hacer llegar a Cardinal cierta información que él se verá obligado a pasar a su otro jefe, si es que realmente trabaja para Corbett, naturalmente. Sera una información tan importante que no podrá sustraerse a mantenerlo al corriente. Los hombres de Musgrave le pincharán el teléfono y lo mantendrán bajo vigilancia.
Kendall la miró con frialdad y, sujetando un soldadito imperceptible entre pulgar e índice, volvió la atención a su modelo a escala.
—Le diré algo, detective: tiene usted una cara durísima.
—Señor, creo que de seguir mi consejo aclararíamos esto de una vez por todas…
El jefe la interrumpió con un ademán.
—Me sorprende que este hablando en serio. Porque me esta hablando en serio, ¿verdad? O sea, que usted propone pincharle el teléfono a su propio compañero.
—No quiero faltarle al respeto, señor, pero fue usted quien me ordenó investigarlo, usted y el sargento Dyson. Personalmente estoy dispuesta a abandonar la investigación cuando usted me lo ordene.
—¿Ve esto? —indicó Kendall señalando una fragata que flotaba en medio del azul profundo del río San Lorenzo—. Construir esta pieza del proyecto, sólo ésta, con su palo mayor y sus cabos, me llevó una semana de trabajo.
—Increíble.
—A veces, sargento Delorme, hacer que una nimiedad parezca real lleva tiempo y paciencia. Espero que usted posea un poco de esa virtud.
—Al menos, mi plan es mejor que revolver eternamente entre miles de fichas. Si lo mira con objetividad, creo que estará de acuerdo conmigo.
—Lo estoy. Alcánceme el tubo plateado, por favor. Gracias.
Con la punta de un alfiler, el jefe untó de pegamento una bala de cañón no mayor que el ojo de un insecto y la colocó en una pila piramidal.
—Sigue con la idea de dejar Especiales, supongo. Me molestaría mucho perder a alguien con una trayectoria como la suya.
—No me perderá, sólo me trasladaré a la Brigada de Investigaciones Criminales.
—Por supuesto, por supuesto. Ahora bien, hay quien piensa que Investigaciones Especiales es la brigada más importante del departamento. Aunque no existiera Especiales seguiríamos siendo un cerebro, ¿me sigue usted?; un cerebro con todas las funciones motrices intactas. Pero no hay duda de que nos convertiríamos en una mente sin conciencia. Y eso, mi joven amiga, es algo muy peligroso.
Delorme archivó en su corazoncito la palabra «joven» para examinarla más tarde con mayor detenimiento.
—Señor, si le soplamos un dato que nadie conozca excepto él, lo pillaremos. Incluso sin necesidad de pincharle el teléfono.
—Sólo me resta hacerle una pregunta.
El jefe torció los brazos y las piernas de un soldadito para que diera la impresión de estar trepando. Untó pegamento sobre cada una de las manos y rodillas miniaturizadas y después puso la figura en la ladera de un acantilado. Acto seguido, volvió la cara hacia Delorme, en su mirada se traslucía una intensidad casi sexual.
—¿Por qué ha venido a plantearme esto a mí? ¿Por qué no ha acudido a Dyson?
—Trabajo hombro con hombro con Dyson, señor. Y si este caso se tiene que sostener ante un tribunal, no hay que correr el riesgo de que otra persona tenga acceso a esa información marcada. Los únicos que lo sabremos seremos usted y yo.
—Basta de dudas, hágalo. Y cuanto antes mejor. ¿Contamos con el visto bueno del cabo Musgrave?
—Y con todo su apoyo. Se muere por empezar.
—Muy bien. Hable con un juez y consiga la aprobación necesaria.
—Ya lo hemos hecho. Musgrave la consiguió.
Kendall soltó una de sus risas estruendosas: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Además de un cierto alivio, Delorme percibió la creciente presión en sus tímpanos. Una vez más, el jefe la puso en la mira de una de sus miradas magnéticas.
—Óigame bien, joven Delorme. Soy más viejo y más sabio que usted. Ésas son, probablemente, las dos únicas razones por las que soy su jefe. Pero son razones de peso, así que présteme toda su atención. He hecho mis deberes en cuanto al cabo Musgrave: el cabo Musgrave es impulsivo, va a por todas y, ante todo, nuestro inescrutable señor Cardinal no le cae nada bien. Si Musgrave estuviera bajo mi mando, y afortunadamente no lo está, no le permitiría participar en esta investigación; así que ándese con cuidado. No digo que sea capaz de falsificar pruebas, pero le aseguro que es ese tipo de hombre que puede llegar a joder una redada por exceso de celo profesional. Así que mantenga la cabeza fría. Por cierto, ¿por dónde anda su cabecita últimamente?
—¿Perdón?
—¿Dónde están sus lealtades en este caso, Delorme? A estas alturas, ¿qué opinión le merece Cardinal?
—¿Tengo que responder a esa pregunta, jefe?
—Por supuesto.
Delorme paseó la mirada por las vigas del techo.
—Estoy esperando su respuesta, sargento.
—Con toda honestidad, jefe: no lo sé. Lo que sí sé es que no hay pruebas concluyentes en su contra. Nada que un buen abogado defensor no pudiese echar por tierra. Con lo cual me limito a considerarlo inocente hasta que se demuestre lo contrario.
—No me venga con tecnicismos legales. ¿Es eso una demostración de su lealtad hacia él? ¿Está tan cerca de él que ha perdido objetividad? Responda honestamente.
—No sé qué decirle, jefe. No soy una persona muy introspectiva.
Kendall no pudo reprimir la carcajada, una carcajada fuerte, sonora, como si acabase de oír de labios de su interlocutora un chiste fabuloso. Pero de pronto se detuvo tan repentinamente como había empezado. El silencio que sobrevino fue profundo, como el silencio que sigue al escándalo que causa una alarma de coche al dispararse.
—Atrape a ese tipo, ¿entiende lo que le digo? Si se ha vendido a un matón sin escrúpulos, lo quiero fuera del cuerpo, y pronto. Si no lo ha hecho, cuanto antes acabe usted mejor. Yo tampoco soy una persona muy introspectiva, detective Delorme. Lo que significa que sin pruebas suelo aburrirme y alterarme. Y no conviene que me altere.
—Por supuesto que no, jefe.
—Lleve a cabo ese experimento suyo. Y que Dios la acompañe.